rosario

Lunes, 17 de julio de 2006

CONTRATAPA

Barcos negreros

 Por Sonia Catela *

Ante una propietaria encallecida por décadas de oficio ¿de qué vale que proteste por la rajadura de la atmósfera de mi cuarto, por el barullo que se cuela por ese tajo del aire? Ruego, me defiendo de sus acusaciones de exagerar, blasfemo. Pero nada doblega el taimado repertorio argumental de doña Ricarda. Ella, comandante en jefe de la Pensión Familiar La Lira, no permitirá motines.

"Vea" extiendo el índice sobre la tremenda rendija.

"Rajadura más, rajadura menos", subestima la patrona, llenando la regadera.

"Cámbieme de pieza doña Ricarda", pretensión que no conmueve sus ""Entreténgase, joven, diviértase con lo que oye por esa... grietita; componga una canción de rock, escriba una novela", consejos que hace sonar al compás del riego de charoles que engordan en sus macetones, perezosos como obesos gatos verdes. Y ya se me escurre detrás de la cortina fantasmagórica que tiende su cháchara, compuesta de nubes de saludos a los huéspedes que entran y salen, y preguntas tangenciales sobre quién ha compartido noche y cama con Clarita. (Clarita... ay). "¿Sabe que es una rajadura verdaderamente metafísica, doña Ricarda?" profiero como última voluntad de un condenado. "Seguro, seguro" grita espiando por la ventana de Clarita e ignorándome con prístino desprecio.

El rajón empieza a la altura del vientre, y se abre donde solía ubicar mi silla para zurcir medias aprovechando alguna luz que llega del postigo. Corta el espacio longitudinalmente por cuarenta centímetros, con un ancho de dos dedos. Y se prolonga en peligrosas resquebrajaduras como las que cuartean una vidriera apedreada. Si uno lo piensa, la única compensación es que Clarita accedió a venir a verla esta mañana. "Oia, se le partió la atmósfera, Cholo", y empezó el sonsonete: "meta la mano, Cholo, por el aire rajado, meta a ver qué pasa", en coincidencia con los términos de la vieja, quien me acusa precisamente de haberle rajado el aire de su propiedad ("fíjese lo que ha hecho" dijo la patrona, "¿yo? ah, sí ¿y cómo?", "usted sabrá, joven" y plumereaba las chapas del cielo raso con una caña larguísima, culpándome). Qué ocurrencia. Si ni siquiera arrimo los dedos a la raja, aunque tanto se empeñara Clarita, punzándome, "vamos, anímese Cholo, meta la mano a ver qué pasa". Sus desafíos me hicieron sentir miserable. Prendido visualmente a sus opulentos senos sueltos, meditaba yo en las razones por las que vengo a ser el único en la pensión vedado de probar tacto y sabor sobre ellos y convertirme al fin en testigo más que ocular de tales glándulas. "A que no se anima" se burlaba Clarita, "a que no mete la mano en el aire rajado, a que no" (y yo no me animaba ni me animaré). Al fin, decepcionada por mi tozuda cobardía, partió; ahí quedé yo con esa compañía de fantasmas.

¿En qué hablan? ¿fonética eslava o inglés antiguo? Inglés antiguo, dictaminó Oliverio, mi socio en la teneduría de libros. La semana pasada me había parecido distinguir unos pocos vocablos ingleses, así que debe ser nomás que el charlataneo se desenvuelve en un sajón polvoriento.

Antes de acometer nuestras registraciones contables, Oliverio despunta un lápiz y descifra, a través del corte aéreo, que una mujer se dirige con solemnidad a un coro inquieto recordándole que en éste, día de gracia del Señor, 5 de febrero de 1321, el buhonero judío que trafica telas y pimienta acaba de avisar que la peste negra asuela la vecina localidad de Hampton, y que nuestro pueblo, es decir el suyo, Salsbury, puede perecer si no se queman paja de cobertizos y basura de callejuelas, así que a trabajar. "Ondas acústicas" hipotetiza Oliverio, "andan rebotando por todos los rincones del universo hasta llegar a estos arrabales, bing bing". "No me da" mascullo, "el balance de Steiger no cierra". Transpirados revisamos a mano nuestras columnas, la máquina de sumar enmudecida (crisis energética, cortes de luz). Bajo el crepitar de leños y la música lúgubre de la rajadura, se desalienta toda esperanza sobre el balance de Steiger SRL hoy, la peste en 1321.

Mi siguiente emplazamiento a doña Ricarda es inapelable. O me cambia o a fin de mes huyo. Será una deshonrosa retirada: no he podido incorporarme al pasado amatorio de Clarita, ni integrar esa multitud ahíta que eructa los pesados sedimentos del cunnin lingüis. El ultimátum sucede antes de la aparición del ojo. El ojo espía desde la penumbra del tajo, en silencio. Aunque ¿podría realmente asegurar que me vigila?

"¿Podrías?" me fustiga Oliverio tildando cifras y sudando por el error en las sumas de Steiger SRL, 9 centavos más en el Debe que en el Haber, arrastrado de días atrás. Pero esa pupila sigue mis movimientos por la pieza: la afeitada matutina, el barrido de los tirantes de madera del piso, el lavado de calzoncillos en la palangana, mi aseo en la misma. "No", dictamina Oliverio, "no te puede ver". Sus refutaciones doctorales se aparejan a la insistencia en afinar la punta del lápiz que parece ya un pelo de laucha. "Terminala con ese lápiz". No la termina y el ojo ha de pertenecer a un apestado en cuarentena.

Convivir junto a un moribundo es más de lo que doña Ricarda puede pedirme. Que le ponga una cortina delante, que tape la agonía de la pupila con un trapo, indica la patrona sacándose de encima el problema con tanta facilidad. Extiendo una cuerda plástica comprada en el bazar de Saráchaga con las últimas monedas de mis bolsillos, y cuelgo el gastado lienzo que me proporciona la dueña de la Pensión La Lira.

"Me da mucha pena" gime Clarita, y atendiendo sus súplicas, dejo que el sacerdote guiado por su mano (demasiado apretadas, me parece) prodigue una extremaunción a alguien que va a morir en 1321. Prontamente abrazada por el presbítero, Clarita solloza.

El ojo se retira ¿muere? y vuelven las voces. "A fin de mes le desocupo la pieza, doña Ricarda" me ratifico, firme. "Su contrato vence dentro de dos años, Cholo" saca su carta de triunfo la propietaria, "paga los veinticuatro meses pendientes y por mí, váyase. Aunque lo quiero como a un hijo". Veinticuatro alquileres. De dónde sacaría yo tal suma.

Me quedo. La peste mata a la mitad de los aldeanos. Una tal Marie, habla con su marido, un tal Karl, sobre los beneficios de la oración frente a las evacuaciones negras. ¿Qué pueden ya quemar? Marie posee una voz espesa como mermelada de higo. Tantas idas y venidas conspiran en mi contra; aún no hallo el error de los $0,09 en el balance de Steiger SRL. Elaboro dos hipótesis de acción: pedirla en matrimonio a Clarita, con lo cual podría mudarme a su cuarto y alejarme de tanto entierro y luto que me impiden toda concentración en las obligaciones cotidianas. (Dudo, dudo acerca de que Clarita acepte la proposición). O marcharme en el sigilo de la noche, sin pagar. Para lo cual carezco de valor.

En Salsbury se suceden los sermones al pie de la fosa común, los exorcismos y las interminables marchas fúnebres. Acá los cortes de luz. Sin electricidad, mi rajadura ofrece atractivos extras a Clarita; privada de sus teleteatros, llega a diario y le relato alternativas de la peste. Lo que no sé traducir, lo invento. Para seducirla, confío en un golpe de suerte que malogra Oliverio entrando con dos albañiles y una bolsa de pórtland. "Todo arreglado" anuncia con júbilo, "un amigo inspector municipal chantajeó a la bruja. Te repara el desperfecto, gratis. Todo volverá a la normalidad, Cholo".

El parche no queda mal, pero quién sabe qué forma tomará la rajadura cuando ceda el cemento.

Pongo un periódico debajo de la argamasa flotante y oigo el suave repiquetear del polvillo al desgranarse durante la noche. Ya se perfila la multiplicación de las hendiduras del aire en varias direcciones, sostenidas a duras penas por vestigios de pórtland. Rumores de mercados, prostíbulos y barcos negreros se agrandan, acercándose por los intersticios. Oliverio me abandona, yéndose con la mitad de las contabilidades que llevábamos juntos. "Gasto mucho en transporte" miente. La razón deriva del error de $0,09 de Steiger que no he podido hallar. Clarita disfruta de un nuevo televisor a batería que le prestó un amigo, desertando de mis atardeceres. Ha dejado de visitarme.

Corro tras doña Ricarda. ¿Será posible que no me cambie de pieza?

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