Viernes, 24 de marzo de 2006 | Hoy
OPINIóN › A 30 AÑOS DEL GOLPE
Por Leo Ricciardino
Los años más trágicos de Argentina, coincidieron con los más felices de mi infancia. No es que no lo supiera, sino que recién ahora reparo realmente en eso. El golpe para mi (en realidad, desde la muerte de Perón en 1974 cuando por primera vez nos mandaron de vuelta de la escuela), se resume en mis recuerdos en una advertencia tan escueta como severa de mi madre: "No levantes, no toques, ni patees, ningún paquete que veas por la calle. Por favor". La repetía por lo menos una vez por semana, casi hasta la época del mundial, antes de que yo recorriera las cinco cuadras que separaban mi casa de la escuela Alberdi en Rafaela.
Pero vista desde mis diez años, la real dimensión de la densidad de la situación, estaba en la ciudad de Santa Fe. Las pocas veces que fui por aquellos años, las garitas blindadas frente a las comisarías con un casco que se movía por detrás de la mirilla, eran para mí un elemento contundente que se sumaba a las conversaciones a media lengua en mi casa.
En mi casa no se hablaba del tema, se susurraba. Estaban los primos lejanos Ricciardino. Luis ya había sido asesinado en Córdoba para cuando yo cumplía los 11, y César había sido chupado en la puerta del Colegio Nacional, en un acto en el que era abanderado. Mi apellido estaba bastante connotado en una ciudad que para ese entonces apenas llegaba a los 50 mil habitantes.
"Pobrecito el hermanito de esos dos chicos guerrilleros". Escuché esta frase por lo menos media docena de veces en el almacén, mientras esperaba que me atiendan para comprar el pedido de mi madre. Yo no aclaraba nada, pero en realidad el verdadero "hermanito pobrecito" era Javier "Javito", a quien conocí muchos años después.
Para la guerra de Malvinas yo había llegado a los 15 y entraba al tercer año de la secundaria. Cansado de los dos primeros años en una escuela Técnica con doble escolaridad, decido cambiar al Nacional. Ese año, la secretaria administrativa del Colegio era la misma de 1977. Cuando me fui a inscribir y dije mi apellido, ella soltó la birome sobre las planillas. Todavía estaba fresco en ese establecimiento el secuestro de mi primo, a plena luz del día, en la puerta del colegio. Para agosto o setiembre de ese mismo año, me encuentro por primera vez con César en los pasillos del Nacional. Había salido el año anterior con libertad vigilada y rendía quinto año libre. Había estado seis años preso en distintos cárceles, sistemáticamente torturado.
Esa parte de la historia recién la completé en 1999, cuando una noche aquí en Rosario recibo un llamado de Pablo Ricciardino, el hijo de Luis que yo hasta entonces no conocía.
Pero había más en la familia, otra historia y más susurros. Estaba la prima hermana de mi padre. María Zulema Williner había estado presa en Trelew y fue asesinada en 1974, cerca de Rosario, cuando la balearon junto a Orlando Finsterwald y María Julia Scocco. El comando Montonero que al año siguiente copó un regimiento en Chaco llevaba su nombre. En la fuga de ese operativo los montoneros aterrizaron un avión en un campo cercano a Rafaela.
Yo no me acuerdo de ella ni de su marido, pero sé que ambos nos cuidaron a mí y a mi hermana, una noche del '73 porque mis padres tenían un casamiento. Lo que supe después me lo contó su hermano Quiqui que vive en San Juan y también Arturo Gandolla y Eduardo Seminara, que la conocieron bien. María Zulema está sepultada en Felicia, a pocos kilómetros de Rafaela.
Aquellas voces e imágenes confusas de mi infancia, las certezas posteriores y hasta la real dimensión del horror, las fui completando con el tiempo. Reconstruyendo los vínculos interrumpidos con aquella generación a través de muchos compañeros y amigos entrañables como Tony Riestra, Alberto Menardi, Mariem Haiek, Carlos Borgna, Juan Carlos Tizziani, que hoy comparte conmigo esta redacción de Rosario/12 y Marcelo Marquez.
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