Viernes, 24 de marzo de 2006 | Hoy
OPINIóN › A 30 AÑOS DEL GOLPE
Por José Maggi
Dos fechas se anclaron en mi memoria por haber roto la rutina de ir a la escuela: la muerte de Juan Domingo Perón y, tiempo después, el golpe del 76. Fueron situaciones distintas, pero marcadas a fuego en la memoria de la primaria, aunque obviamente la segunda llegó acompañada por cambios que fueron rápidamente registrados en mis 11 años. Si bien la tranquilidad de Las Rosas, con 10 mil habitantes, no ofrecía mayores fenómenos urbanos que podían vivirse en ciudades como Rosario y Santa Fe, su ritmo cambió. Y cambió para el mundo en el que nos manejábamos que obviamente pasaba por la plaza del pueblo, rodeada como es costumbre por la iglesia, la escuela y la comisaría. Justamente fue esta última la que marcó los cambios en el barrio: a solo 50 metros de mi casa se desplegaron las clásicas barricadas compuestas de gruesos caños en cruz y unidos por un enorme cartel que prohibía la circulación en el lugar. Así el tránsito de los autos estuvo prohibido durante años, y hasta el paso por la misma vereda de la comisaría vedado para el común de los mortales, a excepción de quienes vestían uniformes. La esquina de la seccional lucía inexpugnable con una garita que custodiaba el paso, hacia un territorio que resultaba infranqueable.
A los 11, el mundo seguía siendo un juego, y más en un pueblo donde los relatos del horror llegaron con la adolescencia. Pero en aquel sitio, aquella esquina era donde "trabajaba" Raúl Salman, el padre de un joven de nuestra edad, con quien compartíamos las tardes en el club. Salman fue uno de los quebrados que con la llegada de la democracia, denunció haber sido traicionado por sus pares, que no eran policías de pueblo, sino miembros de la Patota de Feced. Como muchos de los relatos de lo represores caídos en desgracia, los suyos se tiñeron de un color angelical del estilo "me preocupé por dos detenidas que eran de mi zona, dos hermanas solteronas de Montes de Oca, a quienes les encontraron unos panfletos de Montoneros", según reconoció en los primeros años de democracia. Ambas estuvieron en el Servicio de Informaciones de Dorrego y San Lorenzo, curiosamente a escasos metros del departamento donde vivían. La supuesta intermediación de Salman, que las conocía de la zona, no impidió que las vidas de ambas fueran destrozadas.
La marcas de entonces fueron además de la imagen del "prohibido pasar" de la barricada, el desafío por juntarse en las esquinas, los repetidos consejos de las madres para no reunirnos muchos, por llevar el documento en el bolsillo, el de evitar correr si pasaba un patrullero. La adolescencia siguió su curso, y aprendimos a correr de madrugada desafiando los límites, en una inconsciente forma de resistencia, más propia de la edad que de un militancia desconocida, y ajena hasta entonces.
Los demás fue la sensación de estar controlados, del control cerrado y estricto de lo que veíamos y no. Y lo sentíamos por los insultos de mi viejo, peronista y un apasionado y tozudo defensor de sus ideas, que construyó sus mejores años de vida con varias salas de cine, desperdigadas por la zona. Los motivos de sus enojos no eran otros que las películas que podía pasar y su calificación para menores. Mi padre y su socio, que no por azar era mi padrino, desaparecían algunas noches. Años después supimos de sus ausencias: la jueza de paz los castigaba con ir a dormir a esa comisaría para purgar el pecado de haber encontrado algún menor en la sala o haber proyectado alguna película inapropiada para la moral de la época, que prohibía senos, mientras sesgaba vidas.
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