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Viernes, 3 de septiembre de 2010

EXPERIENCIAS

Soltate el pelo

Son quince las travestis encerradas en la cárcel de Coronda, en Santa Fe, el penal más grande de la provincia. Aisladas en un sector lateral del edificio en torno del que orbita la vida de esa pequeña ciudad, este grupo que sostiene una convivencia obligada encuentra un fugaz espacio de libertad en un taller de peluquería, donde el aprendizaje del oficio hace circular peines y tijeras, pero también palabras que alivian y acompañan.

 Por Melina Torres

desde Santa Fe

“El de motores renegaba mucho conmigo”, cuenta Paloma. Y es lógico que el de motores renegara, porque Paloma —una de las dos únicas travestis de la ciudad de Coronda— con 15 años no tenía planes de engrasarse las manos para arreglar motores de autos, como esperaba su padre. Tampoco tenía planes de sostener por mucho tiempo más esa identidad masculina que se sintió obligada a representar hasta que terminó sus estudios de peluquería. El escenario: Coronda, una pequeña localidad a 50 kilómetros de Santa Fe, conocida como la capital de la frutilla y principal proveedora del fruto en el país. Allí, además, se levanta la cárcel más grande de la provincia de Santa Fe, en cuyo prontuario se anota la masacre de 14 presos rosarinos asesinados por otros internos del mismo penal hace cinco años. Coronda tiene una tesitura que huele a cárcel por donde se la mire. En pocas palabras, la mayoría de las familias tiene una relación directa con ella. La de Paloma no fue la excepción: su padre se jubiló de guardiacárceles, dos de sus hermanos trabajan ahí y ella misma terminó dedicando parte de su tiempo a la vida intramuros. Pero eso será cuando ya se haya convertido en una de las peluqueras más solicitadas de la ciudad.

Para lograrlo, tuvo que trabajar. Entre las dos opciones más frecuentes, cárcel o frutilla, al principio ella optó, sin dudarlo, por la segunda. Fue desperillando frutillas que Paloma llegó a comprarse sus primeros zapatos “10 centímetros de taco de acrílico, porque era la moda”, y a recibirse de peluquera en el Instituto Nacional Hernandarias de Santa Fe. A los 24 años abrió su peluquería en Coronda. Y a los 30 se dio el gusto que no cumplió en su adolescencia: se hizo un vestido de princesa y festejó sus dobles 15. Invitó a su maestra de la primaria, a sus amigas y amigos de la secundaria, y danzó el vals de las quinceañeras. Aun cuando su padre no la llevó a dar vueltas por la pista, fue después de ese festejo que ella consiguió vencer sus prejuicios y entrar a la cárcel a diario como el resto de su familia. Paloma, claro, no es guardia sino docente.

Se llaman Belén, Priscila, la Colo y Aldanha, cometieron diferentes delitos por los cuales deben cumplir la pena de prisión, pero están encerradas en una cárcel para varones. Como se sabe, la condición de travesti inquiere a fondo sobre la cuestión de la división por género también en las instituciones penitenciarias. La respuesta, sin embargo, se decide por la biología: las travestis van a cárceles de varones. En Coronda se les asignó un lugar al que le dicen el lateral; no conviven con los demás presidiarios. Todas asisten puntualmente los lunes a un taller que es exclusivo para ellas: el de peluquería que dicta Paloma. Funciona desde principios de este año en una habitación helada en invierno y calurosa como el desierto del Sahara en verano. No hay revistas de la farándula, ni turnos, ni miles de espejos; sin embargo, no faltan los ritos de toda peluquería: chusmear, sacar el cuero y hablar de las divas argentinas. Todo potenciado por el encierro, con clientes y clientas que provee la misma institución. El cloaquero de la cárcel fue el primero que se animó a entregar su melena. Salió con unos reflejos al estilo Bon Jovi en los ’90, que todavía luce orgulloso. También las trabajadoras sociales y algunas personas que trabajan dentro de la unidad se prestaron como modelos.

La idea de realizar un taller de peluquería surgió a partir de un relevamiento de intereses que realizaron las terapistas ocupacionales que trabajan dentro de la unidad. Fueron también las terapistas las que sugirieron el nombre de Paloma al director del penal: “Es que Paloma es una persona conocida en Coronda”. Esto se vislumbra apenas ella pisa el penal. “Tengo que pasar por tu pelu”, le dicen algunas de las mujeres que allí trabajan. Lo demás fue mérito de las internas, la peluquera y el vínculo de respeto mutuo que supieron construir. Sin embargo, la experiencia no es un cuento de hadas que permite huir del encierro. El ánimo virulento que provoca el aislamiento contamina el clima y el solo hecho de que no puedan, por ejemplo, teñir todas a la vez puede caldear los ánimos en alguna clase.

Pero cada una aporta al grupo y al taller su temperamento y su historia de vida. La Colo es como esas señoras de barrio que tienen una risa capaz de dinamitarle el tímpano a cualquier mortal. Su apodo, que a veces se lo toma con humor y a veces no, es el de “La Nona”. Obviamente es la mayor de todas, se lleva casi 20 años de diferencia con algunas.

Belén dice de sí misma que “era un mujeriego” antes de entrar a la cárcel. Pero ahí se enamoró de un varón y fue paso a paso construyéndose como Belén. Tiene hijos, pero no la visitan. Ante la pregunta de las causas, responde tajantemente: “¿Para qué?”. Y así da por culminada su historia. El resto escucha y aporta, tienen años de tacos. No son amigas entre ellas, ése no es el vínculo del grupo, aclaran de entrada. Aunque a veces funcionan como un grupo de autoayuda sin querer serlo.

“¿Te das cuenta de que sin esas pastillas estás mejor? Te tenían muy atontada”, dice Aldanha. Y la destinataria baja la cabeza como asintiendo.

Priscila cuenta que a los 11 años fue abusada sexualmente por un tipo que vivía en su mismo barrio. Su mamá hizo la denuncia a la policía y al hombre lo arrestaron por violaciones y otros delitos. Quince años más tarde se lo encontró en la cárcel, donde ella también tendría que pasar una temporada. Lo dice en medio de una conversación que nada tiene que ver, y se abre un silencio que se quiebra con un cómplice “¡ay nena!”, mezcla de consuelo y entendimiento.

Sí, ay nena, por cuánto pasaron y por cuanto pasarán. Más aún en la cárcel, donde su feminidad es calificada de “mamarrachada” por quienes calzan esas botas que abusan del poder que detentan. Con gestos simples pero concretos, como el sacarles el tomacorrientes “sin querer” donde se supone se enchufa el secador de pelos, o amenazarlas con no sacarlas de la celda cuando tienen que asistir al taller de peluquería.

“Nosotras ponemos el cuerpo, nena”, dicen casi a coro, y eso las reafirma y las marca. No disimulan lo que no quieren y se quejan de los otros: “Acá hay muchos tapaditos”. Si no, explican, no serían sólo 19 entre homosexuales y travestis quienes conviven en ese espacio denominado lateral, sobre en un total de mil personas que tiene toda la población de la cárcel de Coronda.

Sin embargo, la violencia cotidiana no evita que también allí germinen las historias románticas. Como la de Aldanha, que conoció a Nico apenas entró y luego de hacer los trámites pudieron compartir celda que ahora incluye una cama matrimonial que armaron con lo que tenían. Ella se escrachó (como le llaman al tatuaje casero) su nombre en la nalga como muestra de amor. Pero no tienen más planes que el día a día.

Gran parte del grupo vivía en situación de prostitución antes de su entrada a Coronda, incluso una de ellas la sostiene. Con eso se puede abastecer de alguna que otra pilcha. “Dicen que las palabras dicen lo que dicen, y además más”, escribía Alejandra Pizarnik en su poema “La palabra que sana”. En una libretita arrebatada pícaramente, Aldanha le da sentido a esa frase anotando sus propias palabras: “La melancolía nace en el corazón de aquellos seres, cuando éstos ven que lo más importante de su vida se va para siempre. Pero ese sentimiento se desvanece cuando ves el sol y respirás otro aire, se desvanece cuando sus almas se unen para vivir la libertad”.

El taller termina después cuando Aldanha pone el punto a su poema. Cada una regresará a su celda esposada como ha llegado hasta aquí, a modo de recordatorio permanente de que sus decisiones han sido expropiadas con el primer paso dado intramuros. No todas, claro está. Nadie pudo ni logrará quitarles la identidad que construyeron para sí mismas, ni siquiera dentro de una cárcel de varones.

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