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Viernes, 11 de junio de 2010

El nombre propio

 Por Marta Dillon

Nuestro hijo, F., usa unas pocas palabras. Es que él habla con dicción perfecta o se calla, presunción que agota su vocabulario en: asco, agua, caca, auto, mirá, dejame, dame, listo, chau, no. Anoche creímos que decía “youtube”, pero de inmediato nos rescatamos, no es posible que diga semejante cosa antes que mamá. Además, cuando quiere que le ponga videos de los muppets me pide “mi mi”, que es la sílaba con que se canta la Canción de la Alegría según los célebres muñecos. Por supuesto –por supuesto dice esta madre babosa– repite muchas otras palabras: desde los nombres de sus amigos hasta “uh ha”. Quiere decir upa, algo que le enseñé yo. Aunque yo le enseñé a pedir “upa, mami”, él se quedó con lo fundamental (brazos arriba y sonido gutural). Sabe, como solemos aprender quienes hemos sido amados a esa edad, que alguien lo va a entender. Sobre todo nosotras, sus mamis. Sin embargo, debo decir que se nos cruzó por la cabeza que sea la sobreabundancia de madres –y esa necesidad de decir mami A. y mami Marta todo el tiempo– lo que lo aleja de las dos sílabas mágicas y entonces empezamos a intentar entre nosotras la estrategia de nombrarnos distintas, una mamá, la otra mami. Pero la verdad es que se nos confunde. Y además no nos resulta justo. ¿Quién quiere quedarse con el diminutivo para siempre y quién con la solemnidad de la palabra completa? Las dos somos madres y a las dos nos toca de tanto en tanto eso de “tu hijo” y también él puede escuchar de ambas bocas “es que tu madre...”, fórmulas típicas de las rencillas cotidianas que en definitiva son el meollo de la vida misma.

Sin embargo, y por las dudas, también lo alentamos a que nos llame por nuestros nombres. En mi caso, al menos. En el caso de A., su nombre es tan largo que optó por su apellido bisílabo, a lo que nuestro hijito respondió muy bien... en los siguientes cinco minutos. Después lo olvidó, como olvidó el “ta ta” con que responde a veces a mi insistencia.

Intimamente creo que A. se merece el primer “mamá”. No sólo por haberlo gestado y parido con la majestad y el poder que tales tareas requieren; también porque es mi amor y entonces quisiera ser testigo de ese temblor que provocan las primeras veces. Además, debo decirlo, F. ya me ha regalado momentos memorables. Como querer venir conmigo aun estando en brazos de ella, que lo amamantó durante más de un año. O morderme la nariz de pura euforia porque todavía no sabe dar besos más que a la distancia y cuando se despide.

¿Es necesario que me diga mamá para saber que eso soy para él? Ahora puedo decir que no. Aunque el tiempo de la adopción, ese que sucede entre el extrañamiento y el amor incondicional, incuba el germen de la duda. A la distancia puedo decir que fue un tiempo corto, aun cuando la adopción de este hijo que no parí sea un compromiso que se renueva a diario, como los votos del amor. La misma noche en que nació, F. durmió sobre mi pecho, toda la noche. Su otra madre durmió a nuestro lado, a pata suelta, agotada y tranquila. En esas horas se fundieron nuestros olores y nuestros latidos –una manía más de la que cuesta despegarse. ¿Hay algo mejor que dormir en dulce montón?–, mi insomnio de ojos como platos con la respiración relajada de los dulces durmientes. En esas horas después del parto, yo estaba teniendo a mi hijo, literal y metafóricamente.

Hace poco, mientras comíamos en un restaurante, salimos A. y yo a fumar un cigarrillo. Otro fumador se acercó a hablarnos. ¿Vinieron solas? Nos miramos. ¿Acaso no éramos dos? A. se adelantó: “Sí, vinimos sin hijos”. El tipo insistió, solas para él era sin machos. “Somos una pareja”, dije yo. Como un hábil pescador, el tipo recogió la línea tan rápido como pudo, preguntó cuántos hijos teníamos, dijo qué lindo, él también tenía los suyos. Después de esa conversación, A. me dijo: “Estoy harta de que digas que tenemos un solo hijo. Tenemos dos, y una nieta”. A ella, adoptar a nuestra hija mayor le llevó varios años. Su reclamo fue más dulce que un beso en la boca. Además, supe otra cosa. Nuestra hija mayor jamás le va a decir mamá a A. Pero la maternidad es un vínculo que se ejerce unilateralmente. Para decirlo en criollo: un viaje de ida.

Con F., nuestro bebé, es distinto, por supuesto. Para él y con él estamos inventando una constelación nueva. Además de sus dos madres tiene un padre, lo que convierte todo en más difícil de explicar –extrañamente– a vecinxs, empleadas domésticas e incluso familiares. Creo que nuestrxs amigxs tienen menos problemas al respecto. Estoy segura de que F. no tiene ninguno, aunque puedo imaginar su revoleo de ojos en señal de hartazgo cada vez que tenga que hacerse cargo de su propio coming out familiar.

Hay consenso entre quienes nos rodean en que F. tiene mis ojos, el placer por bailar heredado de su padre y el carácter impetuoso de su otra madre. “Otra”, sí, porque soy yo quien escribe, mami Marta, aunque todavía es una incógnita saber cómo me va a nombrar. Qué importa, en este viaje de ida lo importante no es llegar, mucho menos tener retorno. Lo que importa es andar el camino. Y en eso estamos, en eso estamos.

Testimonios recogido por Harlyn Aizley en su libro Other Mother.
(La otra madre. Confesiones de madres no biológicas y lesbianas) Beacon Press, Boston.

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