Martes, 20 de julio de 2010 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINIóN
Por Martín Rodríguez y Alejandro Rubio *
La asistencia y repercusión masivas en los festejos del Bicentenario quizá permitieron comprobar el agotamiento de un relato hegemónico que asomó su nariz con el retorno de la democracia, se consolidó en la década del ’90, levantó masas en la crisis de 2001 y se arrastró con mejor o peor suerte hasta nuestros días: el relato del “Estado Ogro” contra “la gente”. Estos son los personajes excluyentes de una novela que hace abstracción de cualquier otro actor (corporaciones, Iglesia, clases sociales, ideologías). Son personajes simétricamente inversos: donde el Estado es impiadoso, la gente es piadosa; donde el Estado es opresor, la gente es libertaria; donde el Estado es negligente, la gente es diligente; donde el Estado es perezoso, la gente es laboriosa; donde el Estado es permisivo, la gente es estricta; donde el Estado es corrupto, la gente es incorruptible; donde el Estado defeca, la gente come; etcétera. Así las cosas, queda construido un particular tipo de populismo vacío: todo lo que no es el Estado, es la gente; y de esa manera, si en los populismos clásicos se trataba de que los sectores populares “colonizaran” cada vez más espacios públicos y estatales, aquí sólo queda esfera privada, una opinión cuya única función es evaluar al Estado con resultados establecidos de antemano por el relato y una “clase política” cuyo poder real es tan escaso que sólo le queda negociar en desventaja con los poderes extraestatales (cámaras empresarias, acreedores, gobiernos y empresas extranjeros). Con lo cual el ciclo vuelve a empezar, el relato se confirma a sí mismo y las cosas siguen igual, pero un poco peor.
Los efectos más nefastos de esta mera mistificación son dos y concomitantes: primero, se difunde una versión de la historia de los últimos cuarenta años tan infantilmente simplificada que ha convertido a los ciudadanos en personas incapaces de evaluar la coyuntura política y capaces de creer en políticos como De la Rúa, Cobos y De Narváez, prolijos productos del marketing electoral al servicio de los “grandes ausentes” de esta mistificación; segundo, se mina continuamente el terreno común entre electores y elegidos hasta convertirlo en algo tan instantáneo y efímero como una performance televisiva. Esa cultura quemó a políticos como Chacho Alvarez, poniéndolos sucesivamente en el lugar de “la gente” y “el Estado”, con lo que resultan víctimas de una lógica que primero los aupó y luego no pueden denunciar. Así se minusvaloran sistemáticamente las pocas pero genuinas y duraderas conquistas democráticas logradas desde 1983 hasta la fecha.
Hoy se proyecta un cambio de paradigma que no necesariamente es vivido del mismo modo “histórico” por toda la población. Efectivamente, el cambio se va produciendo en la relación entre Estado y Sociedad de un modo irregular, donde aún permanecen deudas contabilizadas así: como deudas de un Estado ausente sobre una enorme población que vive en la intemperie a la que un ciclo de economía neoliberal condenó. En el principio del orden democrático, el Estado heredado por la gestión radical era vivido como la ocupación de un edificio cableado, habitado por capas de burocracias represivas y colaboracionistas. Los radicales idearon una pedagogía con el binomio Sociedad & Estado que funcionaba como inventario provisorio de lo que la dictadura había separado y permitía separar aún más. El ideal de la época suponía la degradación de lo estatal, hundidos sus símbolos y materialidades en el horror represivo. Pues bien, los tiempos cambiaron. Hoy se puede enhebrar un proceso de recuperación social con un gobierno y un Estado activos. Esa relación es la base mínima para poder elaborar de un modo crucial y urgente la mentada “calidad institucional” en serio. Esa calidad no es otra cosa que terminar de concretar la ocupación civil del Estado argentino: la reforma y la democratización efectiva de las fuerzas de seguridad. Es una idea que debe nadar contra la corriente que ha mantenido el sentido común anteriormente descripto y que reserva para “el problema de la inseguridad” su concepción policial de lo estatal. Los gravísimos asesinatos (gatillo fácil y represión policial) ocurridos recientemente en la ciudad de Bariloche, o el crimen del joven Rubén Carballo a manos de la Policía Federal el año pasado en un recital de rock ponen de relieve esta necesidad de cara al gobierno y al proyecto kirchnerista, que hace eje en los derechos humanos y que arrincona a un jefe de Gobierno por un caso de espionaje policial. Pero peor que escuchar es matar. Y ningún gobierno popular mata o deja matar. Esta demanda, repetimos, es crucial, pero no la única: la paradoja argentina es que para asentar un estado de derecho irrecusable se debe también avanzar en lo social y en lo económico con estrategias y herramientas que tal vez no están previstas en lo que conocimos como estado de bienestar. Aun así, la sujeción absoluta de las fuerzas de seguridad a la ley es condición sine qua non de una futura relación normal y razonable entre un Estado y una sociedad que cumple su parte del contrato ciudadano.
* Periodista (revolucion-tinta-limon.blogs pot.com) y escritor y crítico, respectivamente.
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