VERANO12

Los coristas

 Por Jorge Consiglio

Para Pele
todo pequeño gesto una masacre
María Malusardi

Hay momentos en los que accedo a una perspectiva exacta acerca de mi vejez. Soy consciente no sólo de lo más inmediato, quiero decir de la imagen externa de la decadencia, sino que también puedo entendérmelas con la dilatación gradual de cada tejido, de cada célula. Estos estados de lucidez acompañan, por lo general, algún tipo de descompostura física; hablo de una gripe fuerte, de alguna infección o de un problema de estómago. Me sucedió, justamente, dos miércoles atrás durante la hora de la cena. A la tarde de ese mismo día, por ahorrarme unos pesos, me había comido unas empanadas en un bolichito que está cerca de la terminal de micros. Juro que mi estómago digiere piedras, pero esa vez algo del relleno logró desequilibrarme. Cuando un par de horas más tarde me senté a la mesa del Toledo y clavé los ojos en el plato de sopa que tenía frente a mí, sentí que un grumo de saliva me bloqueaba la garganta.

–Araujo, nunca lo vi tan pálido, ¿se siente bien? –preguntó Ayala.

–Carajo –alcancé a pronunciar mientras salía corriendo con los dientes apretados.

Tanta era la urgencia por meterme de cabeza en el inodoro que no llegué a cerrar del todo la puerta del baño. Caí de rodillas y largué un chorro interminable de vómito. Los ojos se me salían de las órbitas. Un larguísimo hilo de flema me colgaba de la boca. Con cada contracción, mi cuerpo se daba vuelta como un guante y un sudor helado me inundaba los pliegues. Después de cada arcada sentía que era menos dueño de mis actos; me entregaba casi con dulzura a la e-najenación de esa violencia. En un momento, entendí que me abandonaba el ánimo y apoyé la palma abierta contra la pared. Logré mantener el equilibrio pero no pude salvar los anteojos que, con el bamboleo, me saltaron de la cara y se hicieron pedazos contra el piso. Fue en ese instante, en ese preciso instante, que escuché su voz. Conservaba el mismo tono cristalino y el mismo aire de trivial arrogancia de hacía veintitantos años. Hablaba con Ayala en el comedor. No me hizo falta ni un segundo de esfuerzo de memoria, lo reconocí de inmediato. Scarsi, murmuré, Juan Pablo Scarsi. Y me paré con dos movimientos.

Lo distinguí rígido, con el antebrazo apoyado en el mostradorcito de la recepción. Había en el piso, junto a sus pies, un bolso grande con las manijas descosidas. Llevaba puesto un traje jaspeado que le quedaba chico. La corbata era una tira de tela oscurecida que se cerraba alrededor de su cuello como si quisiera asfixiarlo. Estaba más gordo, mucho más gordo, pero era claro que los kilos de más no eran los que trae la prosperidad sino aquellos que llegan con los años o la progresiva resignación. El pelo lo llevaba peinado hacia atrás, endurecido con fijador. La vida le había restado altura y convicción; sin embargo, conservaba, sobre todo en las mejillas y en las bolsas que le colgaban debajo de los ojos, cierto esmalte que se podía interpretar como un añejo orgullo. Era Scarsi; sin dudas, era Scarsi.

–Buenas noches –dije.

El hombre hizo un gesto con la cabeza y alzó las cejas. Con cierta dicha, pensé que no tenía voz ni para saludar. Ayala, que permanecía sentado con una cuchara colgando de la mano, le informó el costo de las habitaciones y aclaró que las dos únicas disponibles no estaban en las mejores condiciones.

–La humedad hizo que se cayera parte del revoque –dijo.

–¿Y el precio es el mismo? –arriesgó Scarsi.

Hubo un silencio. En algún lugar del edificio, alguien abrió una canilla y se escuchó el tránsito del agua por los caños.

–Señor, este hotel se llama Toledo, yo soy el encargado y el precio de las habitaciones no es discutible, ¿me comprende? –cerró Ayala.

Su estadía duró cuatro días. Fue lo que aquí llamamos un huésped fantasma: ocupó el baño al alba, estuvo ausente durante el día y cenó en la cama de su habitación comida comprada.

Durante el tiempo que compartimos el techo, lo crucé un par de veces. En ambas oportunidades, lo miré directo a los ojos para desafiar su curiosidad, pero estaba demasiado ocupado en congeniar su voluntad con el reumatismo. Evidentemente, mi cara ya no era ingrediente de su pasado.

Ayala, en su función de encargado del hotel, tuvo alguna que otra charla con él. Incluso, me enteré de que una noche salieron a fumar un cigarro a la vereda. Se sentaron en el banco que hay a la derecha de la puerta y perdieron la mirada en la oscura arboleda del Parque Alberti. Scarsi contó que vendía una línea de productos para un laboratorio de herboristería. Protestó por las condiciones del mercado, por los viáticos, por el escaso respaldo que le daba la empresa; se preocupó por una abstracción a la que, para simplificar, llamó porvenir; se rió a carcajadas de una palabra mal pronunciada, de un término relacionado con la lealtad y la traición. Dijo que tenía una mujer que lo esperaba en Mar del Plata, una novia. El resto fue lo que cualquiera en su lugar hubiera contado.

Se fue un domingo muy temprano por la mañana. Sé que, con una sonrisa discreta, aceptó el desayuno que le ofrecieron, que prometió volver el próximo mes, que se tomó el tren con destino incierto. Cuando me desperté ese día cerca de las once y Ayala me comentó, entre otras cosas, el egreso de Scarsi, dije:

–¿Quién entiende a la gente?

Y me aboqué a tomar mate y a leer detenidamente el diario.

Como Ayala es sereno y le gusta respetar cierto proceso digestivo del pensamiento, volvió al tema recién una semana más tarde. Estaba sentado en el sillón de mimbre del patio. Su geométrica cabeza de general dispuesta de frente hacia la puerta de entrada; la camisa blanca, impecable, con un único botón desprendido. Lo recuerdo ocupado en tomar agua y cuando digo ocupado, me refiero a que la actividad implicaba algo mucho más complejo que el simple hecho de hidratarse. Se llevaba el vaso a los labios, pero antes de que el vidrio hiciera contacto con la carne, detenía el movimiento y consideraba el líquido con una mirada. Después, bebía y saboreaba. Entornaba apenas los ojos con el propósito de que ningún otro sentido impugnara el protagonismo que le otorgaba, en ese instante, al paladar. Parecía abstraído en el entendimiento de cuestiones íntimas de la sustancia.

–Dígame, Araujo, ¿usted lo conocía de algún otro lugar a Scarsi?

Arqueé las cejas.

–¿Por qué lo pregunta? –arrojé para ordenarme.

–Una impresión que tuve. Pura curiosidad –cerró.

Durante algunos segundos, deseé un cigarrillo en silencio. Me alisé los pantalones con las palmas abiertas y giré la cabeza como si la memoria, el esfuerzo al que la sometía, me dictara ese gesto. Creo que hablé marcando una pausa que empieza a serme habitual, no sé si por una cuestión respiratoria o por simple hábito.

Dije que gran parte de la secundaria la cursé en una escuela de Mar del Plata, en el Instituto Mioso. Si se trataba de prioridades, en aquel lugar, había una y bien marcada: jugar al fútbol. Dos veces a la semana, la escuela permanecía abierta hasta las once de la noche para cumplir con los campeonatos. La elección de los jugadores que integrarían el equipo que saldría a jugar con otros colegios respondía tanto a cuestiones arbitrarias como a méritos justificados. Durante la primera parte de mi estadía, la escuela fue un sitio sin sobresaltos, signado por la ciega voluntad y el frenesí que suele establecer un ámbito de competencia. Pero un marzo muy caluroso, llegó, como un castigo, un Fondo Mensual del Ministerio, que según nos aclararon debía ser empleado para la promoción del deporte y de alguna otra actividad que tuviera en cuenta el equilibrio espiritual del alumnado. Se pensó rápido y con buen sentido. Eligieron la música. Diseñaron con arrogancia y alguna precisión lo que al cabo de dieciocho meses se convertiría, de acuerdo a mi juicio, en un nudo de desgracia: el Coro de Jóvenes del Instituto. Obedientes, nos sometimos a las pruebas de voz que equivalieron para la mayoría a prolongadas sesiones de tortura. Pasado un mes, se conocían los nombres de las treinta mejores voces. Pero la verdadera oportunidad de mostrar talento todavía no había llegado. Se trataba de la elección del solista. Fue un trabajo arduo, por momentos verdaderamente desesperante, tanto para el grupo como para Amaranto, pianista melancólico sobre quien recaía la tarea. Nos enteramos del nombre del elegido un lunes a las siete y veinticinco de la mañana. El propio Amaranto pronunció orgulloso las cinco letras que fueron el signo del éxito. El alumno Sebastián Nieva, exclamó. Y la escuela entera se volcó sobre el negro Nieva, que medio encorvado y con una mancha roja en el cuello, largaba risotadas de pudor. Desde el principio, la actividad del coro se caracterizó por su intensidad, pero, en compensación, siempre fue acompañada por el reconocimiento de los entendidos y del público. Al tercer mes empezaron las giras. Fuimos a Zárate, Cañuelas, dos veces a Tres Arroyos y participamos en un festival en Buenos Aires. De inmediato, nos acostumbramos a los buenos vientos: no había paso que diéramos que no estuviera acompañado por aplausos. De esta forma, transcurrió un poco menos de dos años, tiempo en el que nuestro prestigio se había vuelto indiscutible.

Pero como todo termina, un septiembre, brutalmente, de un momento para otro, se cortó el Fondo Mensual del Ministerio. No hubo justificativos, simplemente se evaporó, dejó de existir. Este hecho desencadenó dos cambios contundentes. El primero se registró en el ánimo del rector, principal promotor de las actividades artísticas. Algo, cierto alambre íntimo, se desplazó en su interior y comenzó a generar un ruido áspero cuyo testimonio se dejaba ver, sobre todo, en la crispación de su gesto y en la inestabilidad del pulso. Lo ganó una profunda frustración: había logrado desarrollar un proyecto que le daba prestigio sin demasiado esfuerzo, y de pronto, sólo para confirmar que lo bueno es efímero, todo se cancelaba. Ahora, el rector era enemigo hasta de sus propias uñas. El otro cambio impactó de lleno en el coro. De pronto, nuestro éxito resultaba fastidioso. Nos sentíamos vestidos de fiesta en medio de un bombardeo. Nuestro repliegue fue mudo; sin saberlo buscábamos una forma válida pero diminuta de la dignidad. Suspendidas las giras, Amaranto decidió sostener la actividad como una módica forma de resistencia: nos juntábamos a cantar en el auditorio chico que está detrás del jardín. De todas maneras, nunca logramos perder suficiente entidad como para pasar desapercibidos. Recuerdo que una mañana de lluvia en la que trabajábamos Bach, recibimos la visita del rector. Abrió la puerta con autoridad y revoleó la mano para indicar que no hacía falta interrumpir la tarea. Se ubicó en un lateral del salón, cruzó los brazos en la espalda a la altura del cóccix y se dispuso a escuchar. No bien terminamos el primer movimiento, Amaranto giró la cabeza esperando un juicio que sabía inválido; sin embargo, su imaginación se quedó corta frente a los hechos. Algo suena mal, determinó el rector. El pianista intentó defender su trabajo. Fue desarticulado con un gesto y dos palabras. Es acá, en el medio –precisó el rector con los brazos en alto, señalándonos–. Vamos a hacer una prueba con estas seis filas y el solista. Cantamos un fragmento y nos interrumpió: No. Es más al centro. Ahora vamos con cuatro filas y el solista. Otra vez el mismo fragmento. Ya casi lo tengo. Estas dos filas. También el solista. Ahora los involucrados éramos cinco. Sabíamos que sobre nuestras espaldas pesaba algo mucho más importante que el simple hecho de desafinar. Las cuerdas vocales se tensaban porque sobre ellas se libraba una batalla que no tenía relación con la música. De esta forma enfrentamos el reto, que entendimos bien como el último. Nos interrumpió antes de terminar. Es usted, Nieva, dijo y apuntó al solista con un índice huesudo. No lo tome a mal, no es culpa suya. La voz en la adolescencia se distorsiona, se ablanda dicen los que saben. ¿Cómo no se dieron cuenta antes? Y Nieva, que no tuvo la suficiente amplitud de tórax para entender la injusticia, que buscó con la mirada desesperada un cómplice con el que compartir su desconcierto, se separó, aturdido, del grupo, caminó hasta la pila de bolsos de útiles y se puso a buscar el suyo. Le costó encontrarlo: pude ver en las arrugas del mentón el altísimo costo de esa demora. Cuando se alejó, lo hizo con el paso irregular de los rengos.

Ayala bostezó y los ojos se le llenaron de lágrimas.

–¿Hace falta que le diga el apellido del rector? –pregunté.

Su respuesta fue inmediata:

–No veo a Scarsi en ese papel.

Sorprendido, tomé una bocanada de aire y elevé la protesta:

–¿De qué me está hablando? Yo no le miento.

Ayala irguió su cabeza castrense. El pelo mojado era cobre que se le pegaba al cráneo. Dijo:

–Con Scarsi nos fumamos un cigarro afuera, charlamos un rato. Me pareció un buen tipo, muy castigado. Sé que es una impresión superficial, pero no me lo imagino en el rol que usted le puso, ¿no se habrá confundido de persona?

Me mordí la yema del índice para suprimir una picazón que a veces me da. Arrugué la frente por toda respuesta. Pensé que había contado mal las cosas. En algo había fallado. Quizás había pasado por alto algún detalle elocuente. Creí entender que, aunque los hechos se ordenan en el tiempo, las evidencias que los vuelven reales los van abandonando si no hay un esfuerzo de memoria. Tuve la intención de volver al tema, de rectificarme; pero el desánimo supo imponerse. Me acomodé en la curva del sillón de mimbre, repasé mi encía con la lengua y, por unos instantes, pude disfrutar del aire fresco de la tarde.

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