Martes, 22 de febrero de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eduardo Febbro
Otra pieza despótica del ajedrez mundial empieza a perder su lugar en el tablero. La misma rabia ciudadana que deshizo los regímenes de Túnez y Egipto, e hizo tambalear luego los autocracias o las monarquías de papel y petróleo de Bahrein, Yemen y Jordania, se vuelca ahora contra el coronel Khadafi. El líder libio, repudiado por la comunidad internacional e integrado luego a golpes de contratos petrolíferos millonarios, sacó su carta de identidad vigente desde hace 42 años: represión y matanza.
Con los negocios como telón de fondo, muchos empezaron a ver en Khadafi un pintoresco dictador algo excéntrico y demodé a quien se le podían pasar por alto las excentricidades mientras no apoyara al terrorismo y mantuviera abiertas sus bocas petroleras. El pacto era tentador: Libia dispone de recursos petroleros inmensos que se traducen en una producción de un millón y medio de barriles por día, mientras que sus reservas alcanzan los 42 mil millones de barriles. El 79 por ciento del petróleo libio se exporta hacia los países de la Unión Europea (las democracias ejemplares). Es cierto que en Libia no existían las mascaradas democráticas como las elecciones trucadas (Egipto) o el partido único (Túnez).
La democracia simplemente no existe: los partidos políticos están proscriptos por ley (la Nº 71). Khadafi inventó un modelo casi único en el mundo cuyo eje son los Comités Revolucionarios que se encargan de todo. La disciplina se articula en torno de su programa, el famoso Libro verde que el coronel publicó en 1975. Libia, que es el país más rico de Africa, vive bajo el régimen de la Jamahiriya, el “Estado de las Masas” o la “Era de las Masas”. Sangrienta paradoja la que ofrece un dirigente que usa la aviación para bombardear a ese mismo “Estado de las Masas” que el socialismo khadafista se propuso gobernar.
Acusado de apoyar todas las formas posibles de terrorismo –desde la ETA, pasando por el IRA irlandés, los extremistas palestinos de Abu Nidal, la extrema derecha italiana y los movimientos insurreccionales de América latina–, Khadafi fue vinculado con varios atentados: el que derribó al avión de la compañía PanAm sobre la localidad escocesa de Lockerbie (1988, 270 muertos), los atentados contra los aeropuertos de Viena y Roma (1985) y una discoteca berlinesa. El ex presidente norteamericano Ronald Reagan ordenó una serie de bombardeos contra Libia que dejaron decenas de muertos –entre éstos, una hija adoptiva del coronel–, pero no terminaron con su reinado. Las sanciones internacionales que siguieron ahogaron al régimen hasta que en 2003 el sorpresivo coronel hizo las paces con el mundo: asumió la responsabilidad del atentado de Lockerbie, luego la del acto terrorista contra un avión francés de la empresa UTA (1989, 170 muertos). Khadafi aceptó indemnizar a las familias de las víctimas e incluso renunció públicamente a las armas de destrucción masiva.
Las grandes democracias de Occidente le perdonaron todo. Khadafi se convirtió en un aliado de la lucha contra el islamismo radical y el mundo reintegró a Libia en el seno de la comunidad internacional. Con ello, las empresas petroleras norteamericanas y europeas volvieron a operar en el país. La misma lógica que Túnez y Egipto. Poco importa cuántos presos políticos, cuántos exiliados o cuántos asesinados haya; poco importa si hay libertad de expresión y si los derechos humanos son respetados; sólo cuentan el petróleo y el gas. Khadafi fue recibido con honores por casi todos los dirigentes del Viejo Continente, siempre tan ávido a la hora de repartir consejos y dar lecciones de civilización, y tan olvidadizo cuando se trata de hacer negocios.
Libia es el cuarto productor de petróleo de Africa y exporta la mayoría de su oro negro hacia Europa, en particular Italia, Alemania, España y Francia. El ridículo, en materia de tiranos, no tiene fronteras: en 2009, Khadafi habló ante la Asamblea General de las Naciones Unidas de... paz y seguridad. Molly Tarhuni, un experto en Libia miembro del grupo británico de reflexión Chatham House, comentó a la prensa que “los gobiernos extranjeros tienen muy poca influencia sobre Khadafi. Occidente se tragó la ilusión de la reforma”. Luis Martínez, integrante del Centro de Investigación y de Estudios Internacionales (CERI), explicó al vespertino Le Monde que “será difícil para la comunidad internacional obligar al régimen a moderar la represión. Trípoli practica una temible diplomacia petrolera. Si un gobierno se mete en los asuntos políticos interiores, se verá excluido de los mercados petroleros”.
Los visionarios de las capitales occidentales no vieron venir la ola democrática. El color negro del petróleo les tapó los ojos. El coronel tampoco supo sentir el corazón de su pueblo. Tarde o temprano se lo tragará la historia, es decir, el implacable movimiento de las masas. El socialismo libio terminará en la fosa común de los despotismos, mientras Occidente hará su tardío y ritual mea culpa sobre un abismo de cadáveres.
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