Jueves, 16 de febrero de 2012 | Hoy
Por Jorge Accame
Esta historia llegó a mí hace años. Tres amigos habían ido a una playa solitaria en la costa atlántica. Buenos nadadores, se internaron en el mar (los imagino desafiantes, inmortales). Luego regresaron, caminaron hasta un médano lejano al reparo de unos arbustos, y descansaron como dioses que han cumplido con la ardua tarea del ocio. Los despertó el motor de un vehículo grande. En seguida escucharon las voces de unas personas; era un grupo de seis muchachos. Los observaron con curiosidad: el entusiasmo, los alaridos nerviosos; se comportaban como si fuera la primera vez que pisaban una playa. Los seis jóvenes, acaso de la misma edad de ellos, sacaron una pelota y empezaron a jugar. Al rato, transpirados y exhaustos, decidieron darse un baño entre las olas. Uno se alejó más que el resto y desapareció. Cuando sus compañeros se dieron cuenta, salieron del agua y permanecieron contemplando el océano durante unos minutos. Después se subieron al vehículo y se marcharon.
Al escribir el cuento quise ensayar una forma diferente de construir el silencio en los diálogos. Quizás el peso de lo trágico ayude a dejarnos sin palabras.
Cada vez que lo tocaba con la rama seca, el animalito movía sus patas alocadamente y se desplazaba en el charco que había dejado la bajamar. Gruvi lo perdió de vista mientras cruzaba el reflejo del sol y lo alcanzó de un salto en la otra orilla.
–Papi, mami, vengan a ver una estrella de mar que baila.
El matrimonio Arcaréndola se acercó arrastrando las bolsas llenas de almejas que empezaban a sacar sus tubos como periscopios y reconocían el nuevo domicilio.
–Cierto –dijo el hombre–. ¿Será comestible?
La señora le apretó con los dedos el rollo principal que colgaba del pantalón de baño.
–Es suficiente con las almejas, Ruben.
–Nunca es suficiente –dijo el hombre mirando hacia el horizonte, y fingiendo solemnidad sentenció:
–El mar esconde delicias desconocidas y no pienso irme sin probarlas todas.
–¿Qué hace Marito? –preguntó la mujer.
–En la combi.
–¿Con este sol? Ese muchacho es demente. Gruvi, andá a llamarlo. Que venga a bañarse.
–Uh, mamá –gimoteó el chico–. Seguro que está escuchando música y si lo molesto se la va a agarrar conmigo.
–Está bien, Gruvi, no vayas –dijo el padre–. Dejalo, Marta, sólo quiere escuchar música. No tiene nada de malo.
–Se pasa todo el día pensando en la chiquilina esa.
–Qué chiquilina.
–No te hagas el idiota, Ruben. Esa que conoció en la playa el otro día. Te fijaste en ella vos también.
La señora Arcaréndola miró alrededor buscando una sombra.
–Allá, abajo de aquel médano.
Se dirigieron hasta el lugar lentamente, entorpecidos por los bultos que cargaban. Hamacándose hacia ambos lados, parecían una familia de elefantes equipada con sus arneses de safari. El señor Arcaréndola llevaba su botín de almejas y la sombrilla.
Establecieron el pequeño campamento cerca de unos arbustos. La señora sacó el bronceador del bolso y comenzó a untarse los brazos.
–No hay nadie en esta playa. ¿Será privada?
–¿Acaso no querías eso, Marta? Dijiste que estabas harta de la gente.
–Es cierto. Pero no tanto. Gruvi no encontrará amigos para jugar.
El señor Arcaréndola echó una ojeada a las bolsas de almejas.
–El dueño del camping dijo que pueden comerse crudas. Con un chorro de limón.
–Por favor, Ruben. La primera vez que venimos al mar y querés comerte todo.
El hombre se puso un gorro y se alzó. Respiró profundamente, hinchó de aire su pecho y comprobó la playa desierta.
–Qué bárbaro es este país, Marta.
La señora Arcaréndola observó el ancho torso que tenía delante. Estaba sudado y rojo. Los rollos caían hacia abajo dando tumbos como las olas del mar desdoblándose en la orilla.
–Has engordado, Ruben.
–¿Vas a dejarme tranquilo, Marta? Estoy de vacaciones. Cuando regresemos a Buenos Aires voy a empezar un régimen.
–Deberías cuidarte. Siempre has sido un poco excedido de peso.
–¿Y qué tiene que ver? Vos sos rellena. Los chicos también. Estamos sanos, ¿no? Es lo que importa.
–Esa chica no va a tomarse en serio a Marito. Sólo quiere divertirse.
Unas gaviotas pasaron graznando y el señor Arcaréndola no pudo entender a su esposa.
–¿Qué dijiste, Marta? Vení, vamos a bañarnos.
–Hablaba de esa chica.
–¿Qué chica?
–No soporto que te hagas el idiota, Ruben.
–Ah, ésa. Bueno ¿vamos?
–Andá vos. Yo prefiero quedarme.
De pasada, el señor Arcaréndola invitó a Gruvi. que estaba haciendo un pozo algunos metros más allá. El chico aceptó y jugaron una carrera hasta la orilla. El hombre empujó a Gruvi haciéndolo caer sentado en el agua, el niño salpicó al padre. Con los ojos entornados, mientras tomaba sol, la señora Arcaréndola escuchaba los gritos y las risas desde su refugio al pie del médano. Se había bajado los breteles del traje de baño; el elástico le apretaba la naciente de los pechos y le dibujaba una franja roja y fruncida. Su marido y su hijo eran dos hombrecitos de juguete en el límite entre el agua y la arena. Se hallarían a cien o ciento cincuenta metros de ella.
Giró la cabeza y vio en el camino la combi y la colosal silueta del hijo mayor sentada al volante. Lo imaginó soñando con aquella chica, escuchando una canción romántica. Era una hermosa chica moderna y se dijo que habría preferido que Marito se fijara en otra clase de muchacha. Posó sin pensar una rápida mirada sobre sus piernas rosadas y vastas y volvió a los dos que seguían bañándose.
Las voces llegaban de a pedazos, palabras incompletas entre el sol de mediodía y el permanente y manso rugido del mar. Apoyó la cabeza en la toalla y cerró los ojos.
La despertaron unas gotas heladas sobre la cara y el cuerpo. Eran el señor Arcaréndola y Gruvi que sacudían los cabellos encima de ella y reían a carcajadas viendo su expresión de sorpresa.
–El agua está fantástica –dijo su marido sentándose al lado–. Es una pena que no hayas venido.
Ella se incorporó sosteniéndose sobre sus codos.
–Soñé que Marito se suicidaba por esa chica.
El señor Arcaréndola la miró como si estuviera en presencia del evento más incomprensible del universo.
–¿Querés acabarla? No es el primero que se enamora. ¿Dónde están los sandwiches? Vamos a almorzar. ¡Gruvi! Vení. Mamá hizo unos sandwiches especiales.
–No querés entender. Esa chica no le va a dar ni la hora.
–¿Y? No va a suicidarse por eso.
–Ruben ¿la has visto bien? Es muy moderna. Bailaba con todos. Puede tener al que le dé la gana.
–Por favor, Marta, a esta carne le falta sal.
La señora Arcaréndola se echó a llorar.
–Marta, mujer, qué te pasa. Por Dios, cómo es posible que te pongás así por una pavada.
Gruvi se acercó.
–¿Por qué llora mamá?
–No llora, le entró arena en los ojos. Andá a la combi y traeme el bidón con agua.
Cuando Gruvi se fue, el señor Arcaréndola abrazó a su esposa.
–No llores, Marta. Si querés, esta tarde, voy a pedirle a Marito que me ayude a pescar con esa red nueva que compramos. Una actividad en familia, como dicen ahora –le guiñó un ojo–. Así lo podré vigilar de cerca.
La mujer asintió y fue calmándose, esbozó una pequeña sonrisa cuando su marido le ofreció un poco de su sandwich.
El señor Arcaréndola entró al agua con un extremo de la red en la mano, dando saltitos.
–Ahora sí está congelada. Marito, vení vos también. Pero no te me acerqués mucho. El vendedor dijo que hay que dar un rodeo y volver a la playa.
Marito sostenía su parte de red como si le repugnara.
–Papá, no tengo ganas de pescar.
El hombre señaló el cielo.
–¿Ves esas nubes? Va a llover en seguida. Si nos apuramos, podemos atrapar unos cuantos pescados para llenar la heladera. Me dijeron que a veces salen langostinos.
–Papá ¿puedo volver a la combi?
El señor Arcaréndola se metió más adentro y el agua le apretó la cintura, Marito lo siguió chillando de frío.
Hicieron un corto recorrido y regresaron.
Gruvi y la madre los esperaban impacientes en la orilla. Entre todos extendieron la red y recogieron los pescaditos plateados que saltaban arqueando sus cuerpos.
–Qué es esto –preguntó el señor Arcaréndola, descubriendo una especie de araña enredada en los hilos.
–Es horrible –dijo la mujer–. Gruvi, alejate.
–Bueno, sáquenlo y volvamos al agua –dijo el hombre.
–Ya está bien, papá –bufó Marito.
–No hemos pescado ni un langostino. Te dije que había que meterse más.
Algunas gotas mojaron sus hombros. Marta y Gruvi comenzaron a acarrear los bultos hasta el vehículo, mientras la centolla estiraba sus patas rumbo al mar y el señor Arcaréndola y Marito se metían otra vez con la red, hundiendo sus piernas en las primeras olas.
El mar se había picado un poco; se veían los rayos de la lluvia sobre algunos barcos lejanos. El horizonte se hallaba casi esfumado por una nebulosa gris. El señor Arcaréndola aferró su mano en la red y se acercó a Marito.
–Tu madre está preocupada.
–¿Qué?
–Por la chica.
Avanzaron más. El agua les daba en el pecho. El hombre miró a su hijo.
–Atorrante, te gusta la chica.
–¿Qué?
El señor Arcaréndola salpicó a Marito, que protestó riendo.
–Yo también me enamoré cuando era joven –dijo el hombre–, pero ya ves, luego me casé con tu madre.
Marito rió de nuevo.
–¿Ya habrá langostinos por acá? –preguntó.
El hombre escudriñó el lugar con aire experto y dijo:
–Probemos.
Dio unas brazadas y se detuvo, buscando apoyarse en el fondo.
–Marito –llamó–. aquí no hago pie.
–¿Qué?
–Voy a correrme hacia la izquierda.
Con las últimas palabras el señor Arcaréndola tragó un poco de agua.
–No hago pie –repitió.
El muchacho comenzó a volver a la orilla arrastrando la red.
Estaba pesadísima y tiraba con todas sus fuerzas.
–Me parece que hemos pescado algo grande, papá –gritó sin mirar atrás.
La malla se tensó. Luego se aflojó de golpe y Marito prosiguió su regreso ya sin resistencia.
Gruvi y su madre aguardaban en la playa.
Marito llegó exhausto y empezó a recoger la red.
–¿Y papá? –preguntó Gruvi.
La señora Arcaréndola se asomó a las olas, mojándose los tobillos.
–Ruben, Ruben –llamó.
Aturdido, Marito continuó tirando de la red hasta que apareció la otra punta, blanda y dócil serpenteando en la arena mojada.
La mujer se estiró e intentó ver más lejos.
–Ay, Dios mío.
–¿Dónde está? –preguntó Gruvi.
Marito sostenía la red abrazándola y miraba el extremo que pendulaba en el aire.
–Venía conmigo.
Con una mano, la mujer se quitó los cabellos del rostro.
Giró rápidamente sobre sí misma, buscando ayuda y sintió un malestar en el estómago.
–Ruben, Ruben –llamó tanteando, como si estuviera lista la cena y ella no supiera en qué habitación de la casa se hallara su marido.
Corrió a lo largo de la orilla unos metros y se metió al agua de nuevo. Salió y volvió a correr. Gruvi la acompañaba en la carrera y gritaba:
–Papá, papi.
Las voces se superponían y terminaban en los graznidos de las gaviotas.
La señora Arcaréndola se dejó caer en la arena. Sus hijos la ayudaron a levantarse, tomándola de los brazos. Sin soltarla, permanecieron así juntos, respirando brevemente, mientras la espuma les bañaba los pies.
–A lo mejor lo alzó alguno de esos barcos –dijo Marito.
–¿Qué barcos?
–Ahora no se ven con la niebla. Pero estaban por allá.
Un vapor pesado y denso avanzaba hacia ellos.
–Volvamos a la ciudad a preguntar –dijo finalmente la mujer.
Caminaron hasta la calle con asfalto. Lloviznaba. La señora Arcaréndola y Marito subieron a la combi. Gruvi contempló unos instantes la superficie del mar que se despeinaba con las ráfagas del viento. Después entró también. Sólo se escuchaban los limpiaparabrisas contra el vidrio gris; chirriaban apenas al barrer el agua que se escurría hacia abajo. Ahora la llovizna era un poco más fuerte.
“Esa chica” está incluido en el libro Cumbia.
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