Miércoles, 29 de febrero de 2012 | Hoy
Por Oliverio Coelho
En el año dos mil siete escribí una serie de relatos protagonizados o bien por coreanos, o bien por occidentales de paso por Corea, que formaron un apartado de mi libro Parte doméstico (2009). Como los recursos para un escritor son limitados y el imaginario declina, creo que por esto y por mi interés en ciertas culturas orientales, desde entonces, periódicamente, escribo cuentos con un asunto común: la adaptación de un occidental a Oriente. Medio año en Seúl, durante ese dos mil siete, fue determinante para que la adaptación o la transformación se volviera un punto de partida para ficciones cortas. En cualquier escritor la insuficiencia –o la certeza de una escasez invisible para los demás– acentúa el momento luminoso en el que aparece un tema o una cuestión. Uno tiende a sobrevaluar esos asuntos para poder escribir. Aferrarse a ese milagro, explorarlo a través de un autoconvencimiento parecido a la fe, implica también invertirlo: ese es el caso de “Treinta dólares”, el cuento que acá presento. Fue escrito este año. Tentado por la posibilidad de un libro de relatos que reuniera historias asiáticas, encontré una trampa para escribir de nuevo el mismo cuento –de eso se trata la literatura–: orientales en Occidente. O todavía más: un oriental en Buenos Aires. La historia de un desencanto amoroso y la vuelta a la tierra natal, tema típico de la literatura coreana de posguerra en el siglo XX. Quizás anécdotas que me contaron coreanos que crecieron en el Bajo Flores me volvieron consciente de que integrarse a este extremo de Latinoamérica no es nada fácil. En torno de estas dificultades y del deseo de vivir en una sociedad igualitaria gira la pesadilla coreana de “Treinta dólares”.
¿Qué es eso irresistible que un
hombre obtiene de un animal?
A lo mejor lo mismo que de un niño:
la posibilidad instantánea de amar.
Esto escribe Park Chang-ho después de elaborar un extraño método para deshacerse de su mascota antes del viaje de su vida. A diferencia de otros amos que en ausencia proyectan lo mejor para su animal, él, harto de la demanda de una gata castrada de diez años llamada Lola, planea demorar un mes exacto en hacerla explotar, asesinarla sin culpa, concederle lo que siempre ha pedido su gula: sobrealimentación estricta, lácteos, hígado crudo. Destinará una semana al duelo y otros tres días a los preparativos de su viaje a Corea Sur.
Lo cierto es que el problema de Park no es Lola, sino la mujer de la que se separó hace seis meses. Todavía no ha pasado tiempo suficiente como para sacar conclusiones evidentes a los ojos de cualquier otra persona: dilapidó su juventud y su talento en una mujer hermosa que se coló por un intersticio de su débil instinto, una mujer que lo usó para saldar cuentas con su propia feminidad, vengar su suerte. No sabe que la verdadera realización de ella consistió en torturar a un artista ignoto, de ascendencia coreana, criado en el Bajo Flores, alimentando con una regularidad metódica sus celos y el miedo a ser abandonado.
Lo cierto es que, al cabo de cinco años de relación, las ambiciones artísticas de Park se esfumaron y él se transformó en la víctima perfecta para una mujer que venía abatida por las miserias del deseo masculino. Su suerte habría sido distinta si hubiera aceptado una mujer a su medida, pero el complemento para su ambición artística, por aquel entonces, residió en tener al lado a una mujer deseada, según sus cálculos, por cualquier argentino. Como en un pacto diabólico, a cambio de una argentina bellísima, cedió de a poco el talento y el deseo de vivir. Logró a su vez que algunos lo miraran con otros ojos, como si definitivamente la compañía de una morocha de rasgos finos lo argentinizara, pero tras la separación perdió de inmediato esos beneficios, volvió a ser, de un día para otro, el mismo descendiente de coreanos que pasaba inadvertido ante las mujeres y al que los hombres en la cola del supermercado se le adelantaban.
Lo que había sobrevivido a su drama amoroso era la gata que él y ella habían levantado de la calle, a poco de conocerse, y que habían bautizado como Lola, porque así pensaban llamar a esa primera hija que, por distintas razones, nunca tuvieron. Quizá por eso Park siente que desprendiéndose de la gata dejará de victimizarse.
Cae en la cuenta de que el plan es absurdo cuando suena el teléfono y del otro lado escucha a la mujer que lo arruinó. Ahora ella lo saluda con indiferencia y le pregunta con quién dejará a la gata: Lola al fin y al cabo les pertenece a ambos. Park piensa súbitamente que la mascota en realidad no es Lola sino él mismo. Tartamudea y no puede responder cuando ella dice “entonces me la llevo a casa”. Se termina de convencer entonces de que la única posibilidad de seguir viviendo es viajar y en todo caso, si algo distinto sucede en su patria desconocida, reencarnar.
Un mes después, aunque sabe que no hay nada peor para un felino que ser privado de su hábitat, accede a que Lola se lleve a la gata. La entrega en la jaula de rigor que durante años usaron para trasladarla al veterinario.
A partir de ese momento, para Park el mundo animal y el mundo femenino dejan de ser puertas de acceso al sufrimiento. Como en un duelo, ahora la soledad es la puerta de acceso a otro hombre. En un departamento que ha quedado vacío después de la ida de su ex mujer y de Lola, y que con dos valijas en el pasillo parece a punto de ser abandonado, la imaginación de Park rebota de un lado a otro. Las paredes blancas transforman su mente en una cámara de ecos. Experimenta una especie de ebriedad optimista. En toda alucinación debe haber un límite para que no se desangre la sensibilidad, pero él ya está planeando otra vida en Seúl, se imagina hablando una lengua que nunca aprendió pero que se manifestará como un recuerdo innato, especula con la bondad y la sumisión de una mujer coreana, se ve a sí mismo como un modelo social de integración, un ejemplo de diáspora invertida acorde a las políticas de un país enriquecido que, apenas treinta años atrás, estaba sumido en la pobreza. Prepara las respuestas para una inminente entrevista en un diario importante que por el momento desconoce, pero que en segundos, al tipear en Google “important newspapers Korea”, incorporará a su coreografía fantasiosa. Imagina el vernissage de las pinturas que, en el lapso de un mes, frenéticamente realizará a pedido de galeristas conmovidos por su historia de vida. Aunque Park sabe que hay genios que pasan penurias y son reconocidos post mortem, considera que su caso es más grave: a la falta de reconocimiento se suma una catástrofe migratoria que lo ha dejado sin patria. Nunca ha terminado de acomodarse a la idiosincrasia de los argentinos, pese a haber nacido ahí. Quizá por esa suerte de desprecio que profesa internamente, y no por sus rasgos orientales o por su porte menudo, algunos argentinos lo adelantan en las colas o lo cuerpean, como si fuera invisible, cuando cruza una calle. Por eso mismo quizá también perciba la falta de cortesía general y la torpeza de los cuerpos alienados en lo cotidiano como una agresión deliberada, cuando en verdad el dolor y la insatisfacción, según elucida siempre que se detiene a pensar en la Argentina, están distribuidos en la población, incluso en sus adefesios políticos.
Esta vez no es el teléfono lo que lo vuelve en sí, sino el sonido del portero eléctrico. Atiende. Juega con la idea de que su ex mujer regrese arrepentida a devolverle la gata que, por fuerzas extrañas, intuye se le ha escurrido entre las manos. ¿Cómo puede dirimirse la propiedad de una mascota si éstas no hablan? Piensa que, como en el resto de su vida cotidiana, debe aceptar la ley del más fuerte.
El taxi que lo llevará al aeropuerto está en la puerta. No es necesario describir la imagen penosa de Park arrastrando dos valijas de veintitrés kilos repletas de cosas innecesarias. Las cosas importantes de su vida más reciente no están ahí. Ya no existen en el horizonte de ese hombre a punto de reencarnar.
En Los Angeles, escala obligada camino a Seúl, Park por primera vez se siente argentino. Tiene catorce horas de espera y acepta el convite de su compañero de asiento, John Barreth, un norteamericano voluminoso que vive en Los Angeles y lo invita, según cree entender, a pasar unas horas en su casa, echar los huesos en el sofá y darse una ducha.
Abordan juntos un taxi. John no deja de hablar sobre las bondades americanas en un inglés pastoso que Park comprende a medias. Entiende, sí, que John voló a Buenos Aires a acostarse con una mujer que conoció chateando y con la que pensaba casarse. Pero el encuentro fue absolutamente decepcionante: Gabriela vivía en un barrio decadente, en las afueras de Buenos Aires, no recuerda dónde –aunque de inmediato revisa su teléfono y acota “González Catán”–, con una hija de tres años feísima y con una madre postrada. El, John Barreth, no podía trasladar a su casa a una familia disfuncional. Tampoco, después de evaluar el contexto humilde en el que se había criado Gabriela, podía confiar en el futuro de la pareja, casarse y rifar sus bienes. Aunque el nivel sociocultural de Gabriela era satisfactorio, inexplicablemente satisfactorio, algo le decía que su humildad, una vez en Estados Unidos, rápidamente mutaría en irracionalidad, y ella terminaría devorando sus bienes, colonizando la casa a través de una anciana inválida y una niña famélica. Había visto cientos de vidas desechas por una elección matrimonial inapropiada. El, John Barreth, ingeniero informático, podía seguir esperando. Había viajado más bien para terminar de convencerse, en dos días y una noche, de que Gabriela era una de las tantas bellezas tercermundistas que habían encontrado en una conexión a Internet y en una cámara la estrategia de escape a la miseria.
El taxi poco después se detiene frente a un chalet con porche, edificado a imagen y semejanza de todos los que hay en el vecindario. John baja, paga, toma su equipaje del asiento de adelante, y como si olvidara la presencia de Park, camina hacia la puerta de su casa atravesando un pequeño jardín. Las piernas flacas, en contraste con el torso en forma de trompo invertido y las caderas obesas, subrayan un efecto óptico: parece un muñeco de nieve deslizándose en el césped.
El taxista negro se vuelve y mira a Park un poco aterrado, tiene las pupilas irritadas, como si hubiera fumado marihuana o no hubiera dormido en días. De inmediato Park se siente expulsado por esa mirada, sale, pero John Barreth, a diez metros, da un portazo, evidentemente fastidiado, o bien por la tarifa del taxi, o bien por los malos recuerdos que revivió al hablar de su aventura bonaerense. Park piensa que no debería haberlo dejado hablar o que no debería haber aceptado el convite. Vuelve a entrar al taxi y como un perro que ha quedado fuera del hogar, a través de la ventanilla mira fijamente la puerta, esperando una señal que nunca llega.
Retrospectivamente, el viaje en avión junto a John se le representa de una complicidad patética. Ya había ahí señales de una hipocresía que no supo detectar. A todo Park asintió; con una fe resignada lo escuchó hablar de su negocio informático y hasta creyó identificar en él un modelo de hombre americano exitoso, para descubrir luego, en un suburbio prolijo de Los Angeles, a un carenciado afectivo que vivía en un chalet impersonal que quizá fuera parte de un plan de vivienda social.
Cuando el taxista pierde la paciencia, sin pensarlo él le dice “al centro”. “El centro es demasiado grande”… Entonces le viene a la mente el recuerdo de su profesor de coreano, que alguna vez le dijo que en Los Angeles residía la mayor comunidad coreana del mundo.
–Al barrio coreano.
–¿A qué zona del barrio coreano? –pregunta el otro, desconfiado, y aprovecha para desabrocharse dos botones de la hawaiana.
–Al centro.
El taxista sacude la cabeza, fastidiado. Apenas llegan a Korea town, detiene el coche. “Son treinta dólares”, dice bruscamente. Park paga y se baja desconcertado. Nada indica en realidad que no esté en Corea: carteles en Hangul, calles repletas de restaurantes de cuyas puertas entreabiertas mana la inconfundible fermentación del kimchi, nativos hablando en coreano y comiendo samgyopsa, bulgogi y bibimpap. Algo, quizá su súbita argentinidad, lo detiene. Se avergüenza de no hablar la lengua de sus ancestros. Retrocede... Cae en la cuenta de que es un error viajar a Corea, nada lo emparienta con ese país, salvo parientes que no hablan ni inglés ni castellano, y rasgos faciales que le pesan como una máscara. En unas horas sus valijas seguirán rumbo a Seúl y él deberá decidir si seguirlas o empezar en Los Angeles una nueva vida. No contienen nada importante. Sólo restos de su pasado más íntimo que, como pedazos de un viejo transbordador, quedarán girando en una cinta, en el aeropuerto de Inchong.
Como si fuera el amo de su destino o una barca a punto de cruzar el Hades, el taxi que lo ha traído sigue detenido en el mismo lugar.
“Lo sabía”, dice el taxista cuando Park se escurre en el interior del vehículo y en una frase irracional, como pronunciada por alguien que habla a través suyo, expresa su deseo: “Quiero ir al barrio de las putas”.
“Lo sabía”, repite el taxista, y arranca ese Lincoln automático en cuya marcha Park recién ahora repara: tiene el andar del Boeing 770 que lo depositó en Los Angeles.
De a poco la ciudad se le representa espantosa. Sin ese chofer no podría llegar a ningún lado. Las avenidas anchas y las autopistas subrayan en Park la impresión de que el anhelado centro en Los Angeles no existe, y que la topografía urbana se reduce a una aglomeración de suburbios. El único centro es ese Lincoln que ahora avanza por el boulevard Santa Mónica, en un trayecto sin retorno, cada vez más lejos del aeropuerto internacional.
Park pensó siempre que la debilidad de los hombres argentinos por el sexo pago –tiene entendido que Buenos Aires es la ciudad con más prostíbulos por habitante masculino en el mundo–, se debe menos al temperamento evasivo de la mujer porteña, que a la genética fallada de los machos argentinos. Más allá de esas migajas de temperamento histriónico que dejó la inmigración italiana, los porteños combinan dos hilos del mismo ovillo, hilos ancestrales de melancolía y misoginia, y gracias a una tarifa que asegura una gama de servicios inmediatos, juegan a buscar lo que en las mujeres que cortejan no pueden encontrar, eso que es, a la vez, aquello que una prostituta, por instinto de autoprotección, nunca va a dar.
La mujer que lo recibe en el bar de un hotel de mala muerte es mexicana, se presenta como Jacinta y sonríe –¿se enternece?– al escuchar hablar a un coreano con acento sudamericano. Está apoyada sobre la barra sin ningún alarde de sensualidad, a punto de quedarse dormida. Detrás de las mechas de pelo que le ocultan la cara, boquea como un pez, habla sola, suelta palabras tenues.
Park puede ver que le faltan dos dientes y que por esos huecos burbujean nudos de saliva cuando ella apura, cada tanto, un trago de cerveza. Juega un poco, como los bebés, a masticar el vacío, la sed o el hambre. Bajo la capa espesa de rouge que cubre los labios, hay estrías, una superficie agrietada por edades o padecimientos que Park no puede imaginar pero huele: bajo el maquillaje barato y tenue, detecta la dulzura somnífera del jarabe, esa especie de aliento enfermo y a la vez beatífico que cultivan quienes pasaron una noche bebiendo y siguen de pie. Supone que el olor narcótico de Jacinta y el hecho de que se presente con un nombre tan poco atractivo, la diferencia del prototipo de prostituta argentina. Parece venir de otra galaxia. O parece ser una mujer que la noche anterior tomó la decisión de hacerse pasar por puta y se disfrazó, sin ningún éxito, para yacer ahora en la barra, como si hubiera sobrevivido a un gran naufragio.
Park no sabe si ofrecerle auxilio o solicitar sus servicios. Quizás una cosa implique la otra, de modo que le pregunta si pueden pasar a una habitación. Ella le contesta que está fuera de horario, se levanta la camiseta y le exhibe dos moretones, como si así demostrara que trabajó toda la noche, y le dice que de cualquier modo, si no tiene apuro, pueden ir a su casa. El taxi espera en la puerta. Park duda. Querría consultarlo con ese chofer que en menos de una hora se ha transformado en su ángel de la guarda. Se pregunta si entre Jacinta y el conductor no existirá alguna conexión, no un parentesco pero sí una relación venal e incluso afectiva. De estar en Buenos Aires, se creería víctima de una celada, pero en Estados Unidos, piensa, las cosas son diferentes, no necesitan víctimas internas para hacer dinero, siempre existe la posibilidad de una guerra afuera. Mira alrededor: el bar está desierto, el único mozo en el campo de batalla duerme en una silla, con la boca entreabierta, junto a una ventana. En la mesa un haz de luz recorta un cuaderno de contabilidad.
Entran en el taxi. El conductor, del cual Park sigue sin saber el nombre, los recibe sobresaltado. Ahora lleva anteojos de sol. La postura lánguida en el asiento lo hace más pequeño. ¿O hubo, en el lapso que pasó en el bar, una sustitución? Park no está seguro de que sea el mismo taxista y descubre que de hecho ya no viste una camisa hawaiana sino una remera negra y un saco gris arrugado. A través del vidrio trasero busca el Lincoln con su barquero, pero no hay ningún auto estacionado, el sol resplandece en la calle, como si en el asfalto hubiera metal. Jacinta susurra una dirección, apoya la cabeza en un hombro de Park y sueña.
Cuando despierta, están en el corazón de Korea Town. Park intenta persuadir a ese nuevo chofer de que están en el lugar equivocado. Piensa en bajarse y echarse a correr, aunque no tiene con el actual taxista la misma confianza que con el anterior. Seguramente éste, en vez de esperarlo, lo perseguirá.
“Treinta dólares.”
Park lee en esa cifra el precio de su libertad. Paga y se baja.
La cabeza, de Jacinta, sin apoyo, golpea contra un borde del asiento. Abre los ojos. Ve la cara de un coreano que desde afuera del coche le tiende la mano y extrañamente le habla en su lengua. Es el primer coreano que conoce que habla castellano. A duras penas, menos por la borrachera que por el sueño, ella conduce a Park por un callejón poblado de tachos de basura gigantes. Algunos perros huyen ante la presencia de humanos, que a esa hora inmaculada de la mañana parecen cazadores.
Entran a un edificio de dos plantas, a través de una puerta lateral, y suben una escalera de lo que parece ser una pensión. De la planta baja llegan diálogos en coreano que enseguida se ramifican en gritos. No terminan de llegar al descanso cuando un hombre en musculosa pasa fumando y se para en la puerta. Simula no verlos. Suelta el cigarrillo, pisa la colilla con la suela de una ojota y se queda inmóvil, mirando la fachada desteñida de la casa que tiene enfrente: una suerte de paisaje industrial en ruinas que remeda los recovecos más sórdidos de Seúl después de la guerra. Así permanecerá, fumando y aplastando colillas, mientras Park, un piso arriba, en un cuarto cuya ventana da al mismo paredón descascarado, desviste a Jacinta sobre un colchón y, casi en seco, con una erección incontrolable e inversamente proporcional a la duración que tendrá el acto, la penetra haciendo a un lado la bombacha. Jacinta gime tres veces al ser penetrada. No atenderá al hecho de que Park, después de acabar, se subirá los pantalones y el cierre de la bragueta, como si saliera de un baño público, y dejará la habitación sin pagar un solo centavo. El hombre de musculosa lo detendrá en la salida, le hablará en coreano, al notar su incomprensión le señalará la habitación de arriba y le reclamará treinta dólares que, sin pensarlo, Park cubrirá con un billete de cincuenta. Transido por una repentina repulsión y por la culpa, recorrerá el callejón sin esperar el cambio, y encontrará un taxi, quizá conducido por el mismo hombre que lo arrimó a la perdición, y al que con un poco de urgencia y culpa le ordenará ir hacia el aeropuerto internacional.
Un día después, en un recuadro ínfimo del diario Los Angeles Times, en la página destinada a crímenes y menudencias sensacionalistas, John Barreth leerá la siguiente noticia mientras hace un repaso de las mujeres argentinas, rusas y colombianas que ha conocido en el MSN durante la última semana:
“Inmigrante mexicana de veintiocho años fue hallada muerta en un edificio ubicado en la intersección de W 5th. Street y S Kingsley Jr., pleno Koreatown, según la policía de Los Angeles. Los detectives creen que la víctima estaría vinculada a una red de prostitución. La vivienda en la que fue hallada la víctima pertenecería al dueño de una cadena de restaurantes coreanos procesado por estafa y proxenetismo. Ningún otro detalle fue revelado por la policía, que dijo que las investigaciones seguirían.”
Casi al mismo tiempo, Park aterrizará en Seúl y pasará un puesto de migraciones atendido por una empleada rígida, tan rígida como la norteamericana que lo interrogó en Los Angeles. Recogerá sus valijas repletas de cosas inútiles y saldrá a un nuevo mundo. Afuera lloverá y el calor será insoportablemente pegajoso, como en un país tropical. Abordará un taxi y le extenderá al conductor un papel con una dirección en coreano. Las autopistas monumentales, las ciudades satélite encadenadas, los restos informes de la gran capital, las cruces iluminadas en los techos de las casas, como si la urbe en la noche se invirtiera y mostrara un cementerio de vidas, producirán en Park una visión inmediata: después de mucho tiempo está verdaderamente sólo, y todo eso que ve a través de la ventanilla del auto es el paisaje muerto que lo habita y debe conjurar.
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