Sábado, 13 de febrero de 2016 | Hoy
Por Mauricio Koch
El cuento por su autor
Escribí este cuento unos años después de la muerte de mamá, y cuando la lectura de Daniel Moyano, Juan José Manauta y Rulfo y sus fantasmas ya había hecho su trabajo y yo empezaba a tener confianza en mi pequeño paisaje, a creer que merecía que se escribiera sobre él. La idea nació de las visitas que solía hacer al cementerio cuando volvía al pueblo, acompañado de tía Aurora, mi madrina. A todos sus muertos queridos ella les dedicaba un momento, rezaba o murmuraba mientras limpiaba las tumbas y cambiaba flores; con otros hablaba en voz alta, recordaba anécdotas compartidas, viejos chistes, los ponía al tanto de las novedades. También la he visto insultar o negarle flores a alguien que en vida la había hecho sufrir. Con mamá hablaba siempre, y siempre lloraba. Le contaba que mi hermana y yo estábamos con ella, y que estábamos bien. Hacía ya muchos años que yo vivía en Buenos Aires y había olvidado este rito tan común entre la gente de pueblo que a priori puede verse como pintoresco, pero creo que es mucho más que eso: muestra una relación con la muerte –con los muertos, en realidad–, no exenta de tristeza pero de mucha naturalidad: no están fuera ni más allá de la vida sino acá, y el diálogo sigue. El cuidado también. Las tías del cuento esperan que los chicos hagan lo mismo con ellas, es el saber que intentan transmitirles.
Hace poco llegó a mis manos un libro de Julian Barnes, Niveles de vida, donde el escritor inglés reflexiona sobre la pérdida de su compañera, y cuenta que habla con ella continuamente: “Es algo tan normal como necesario. El hecho de que haya muerto puede significar que no está viva, pero no significa que no exista”, dice.
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