VERANO12

El cuento por su autor

 Por Marcelo Birmajer

n A principios de los años ’90, trabajando para el programa de Fabián Polosecki, El otro lado, me encargaron seguir un circo. De posta en posta, de función en función, sostuve diálogos memorables con la mujer barbuda, los enanos, los payasos, los equilibristas, el tragafuegos y el hombre bala. Pero la conversación que literalmente quedó clavada en mi memoria fue la que sostuve con el lanzador de cuchillos. Este hombre, ya mayor, con los ojos húmedos, me explicó que desde hacía treinta años le lanzaba cuchillos a la esposa. Muchos años después, en un asilo de ancianos al que fui a dar una conferencia, tuve acceso a una historia que volvía a involucrar a un lanzador de cuchillos, pero que se los arrojaba a su hijo. Fui contando ambas historias, en orden de aparición, a lo largo de distintos libros, artículos, guiones. En alguna versión, la esposa del lanzador escapaba corriendo, aduciendo que su marido quería matarla. En otra, narraba el primer día en que el hijo le lanzaba cuchillos al padre. Pero los relatos nunca me parecían a la altura de los testimonios que había escuchado. Creo que me jugaba en contra, por un lado, la protección de la intimidad de los implicados; pero, más importante: no había pasado el tiempo suficiente para que esas anécdotas reales se convirtieran en una ficción madura.

En el año 2001, en una nota que me hizo para este mismo diario, le comenté a la periodista Verónica Abdala que intentaba escribir una historia de amistad. Trataría, seguramente, de dos amigos, llamémoslos Pedro y José: por motivos que José desconocía, Pedro dejaba de hablarle. Incluso, aparentemente, lo olvidaba por completo, al punto de no reconocerlo cuando se cruzaban; más que un enojo, una amnesia selectiva. Nueve años después publiqué esa novela: La despedida. Pero Pedro, que finalmente se llamó Natalio, luego de retirarle hasta el saludo a su amigo Dreidel, hace algo mucho peor que olvidarlo: se muere de pronto, sin explicarle por qué dejó de hablarle.

Dreidel busca desesperado las razones del silencio, enojo o reproche tácito de su amigo, y en esa odisea conoce a un adinerado abogado que guarda bajo el jardín de su mansión el cadáver de un guardaespaldas sindical; y a una bruja que aparentemente conoce los secretos del Más Allá, pero que le proporciona la primera pista racional, y que también, azarosamente, conoce el secreto enterrado en la mansión del abogado.

La bruja se apellida, en primera instancia, Rosales; y la historia que le narra a Dreidel es, finalmente, en su mejor y completa versión, la de los dos cuchilleros a los que escuché a principios de los ’90 y mediados del 2000. Me gusta incluir cuentos autoconclusivos dentro de mis novelas. Lo hice en El alma al diablo, con mi historia Cicatrices, que luego se publicó a su vez en forma de libro ilustrado. El cuento del día que me perdí en la playa, en Mar del Plata, lo publiqué en forma de cuento en mi novela Tres mosqueteros, y también lo incluí como relato autoconclusivo dentro del guión El abrazo partido, interpretado en un inolvidable monólogo de Adriana Aizenberg.

En orden cronológico, esta es la última versión de la historia. Pero creo que también es la última versión a secas. ¿Cuándo una historia ha dado todo de sí, cuándo ha llegado a su punto final? Creo que como en casi todo: cuando ya no tenemos más ganas de contarla. Pero nunca se sabe. A diferencia de los seres humanos, las historias nunca dicen su última palabra

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Imagen: Arnaldo Pampillon
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