Viernes, 4 de febrero de 2011 | Hoy
Me tuve que valer de un Starbucks para que hiciese las veces de bar. Las cosas son así, el incordio de lo distinto, cuando uno está lejos. Y yo estaba lejos de veras, estaba concretamente en Boston. Hasta allá debieron alcanzarme las voces de los dos gauchos del cuento. Las recibí con agrado, porque todos a mi alrededor usaban una lengua extranjera. Ya tenía muy leídos a estos gauchos, y ahora me disponía a escribirlos. Contaba con una libreta de tapas grises y renglones un tanto apretados; la decisión de escribir a renglón salteado fue la primera que tomé.
El relato que resultó de aquella tarde le debe todo al propio José Hernández, y todo también a Borges, y a Martínez Estrada, y a Leónidas Lamborghini, y a César Aira. Como nunca consigo recordar películas, no advertí que además de todo eso podía estar versionando aun Secreto en la montaña, sólo que en un registro más llano: en la pampa y sin angustia. Mis vinculaciones con la literatura gay no han sido señaladas hasta ahora, que yo sepa; tal vez por una insospechada vigencia del biografismo en la crítica literaria.
Un tiempo después, durante otro viaje, me tocó leer “El amor” delante de un público bien numeroso. Era de noche, estábamos en Córdoba, el bar era un bar de veras, sobraba la hospitalidad. Al terminar yo la lectura, uno de los asistentes se me acercó contrariado. Me dijo que el texto le había gustado, y yo decidí pensar que no mentía; pero a continuación declaró también su enojo. Me hizo saber que no lo preocupaba haber oído y haberse reído ahí, en Córdoba, es decir: entre argentinos. Pero que si el cuento llegaba a conocerse fuera del país, los argentinos íbamos “a quedar mal”. No me atreví a contestarle nada, y no me atrevo. El cuento me lo pidieron para una publicación colectiva en España. Pero uno nunca sabe qué es lo que irá a leer cada cual cuando lea.
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