Viernes, 13 de enero de 2012 | Hoy
VERANO12 › JORGE CONSIGLIO
Las ramas de los sauces detenían el sol de las tres de la tarde. Las sombras de las hojas apenas oscilaban, movidas como por el recuerdo del viento.
Los cuatro hombres reunidos alrededor de la mesa completaban la inercia de la siesta. Eran los únicos seres de la isla que intentaban el arduo trámite de la comunicación. Hablaban con palabras pesadas, cargadas con una molicie igual que la que les impregnaba el ánimo.
Eran Ontivero, Miranda, Barrios y Tizón.
La contingencia y el calor los había juntado en aquel lugar bajo los árboles. Allí, ese sábado de principios de enero, ignorantes de la violencia que sobrevendría, fumaban y tomaban cerveza.
Barrios era moreno. El bigote le disimulaba la boca. Su voz pausada conocía la complicidad de las manos, que movía sobre la mesa buscando el acento justo. Cuando hablaba era como si sonara la verdad.
Los demás lo escuchaban, aunque el verdadero interlocutor era Ontivero, que cada tanto agregaba un comentario mientras se espantaba un mechón rebelde de un manotazo.
Desde donde estaban, se veía un rectángulo de río. Las miradas zigzagueantes, quizá lo único que desafiaba la lentitud de la hora, se perdían en la monotonía de su transcurso. Sobre todo la de Miranda, que parecía querer desentrañar el agua.
Miranda era el único de los cuatro que no había nacido en la isla. Era correntino y no pasaba un día sin que la ironía de algún gracioso se encargara de precisar su origen. Desmalezaba y rellenaba terrenos bajos. Tenía el cuerpo ideal para ese oficio.
Hubo un momento en que todos fumaban. Los yuyos se apretaban alrededor. Al fondo, la casa estaba rodeada por cajones con envases vacíos. En la puerta, una cortina de tiras de plástico cumplía con la formalidad de detener las moscas.
Fue Ontivero o Tizón el que gritó para pedir otra cerveza. Algunos vasos todavía estaban llenos.
Cuando el almacenero dejó la botella en la mesa, ya las caras se ordenaban de acuerdo a una renovada tensión: hablaban de mujeres.
La voz de Barrios se movía cómoda sobre la atención de los otros. Otra vez había sabido ganarse el silencio. Tomaba un sorbo y narraba historias en las que el sexo era un resorte cotidiano.
Contó sobre la hija de la gente que vivía en el fondo del Abra Vieja. “Buena nadadora”, dijo. “Chica: todavía va a la escuela.” Se la cruzaba en la lancha de la mañana; cuando era invierno, esos días de frío crudo. “Hay que tener la piel curtida para exponerla al río. Los brazos te duelen cuando te arremangás la camisa y eso que están llenos de pelo. Imagináte las piernas sin nada, apenas la pollerita.” Sólo los zoquetes, que envolvían poco más que los tobillos. “Un adorno”, agregó como para él con el paladar sensible a su propio testimonio.
Se demoró en las descripciones. Sostuvo el verosímil hasta con el aliento. Contó lo previsible, pero no por esto dejó de enardecer a su auditorio.
En el Tigre, los muelles son lugares de tránsito o de espera. De acuerdo al relato de Barrios, eran –antes que nada– sitios donde él organizaba sus trampas.
A ninguno se le ocurrió dudar de que el pasto crecido y la hora temprana resultaran ideales para ahogar, primero, el llanto y la reticencia y, después, ante la tenaz arremetida, los gemidos de la chica.
Enseguida ganaron protagonismo otras mujeres: la esposa del dueño del aserradero, Julia, Ema Russo, la sordita. En todos los casos, con mayor o menor demora, terminaban dando su consentimiento. Siempre encubierto y caprichoso.
Fue Ontivero el encargado de generalizar: “Son todas putas”, dijo con los ojos clavados en la mesa.
Después hubo un cambio. Lo notaron todos. Algo en los gestos había crecido. Una velada ferocidad se había apoderado de los cuerpos.
A través del bigote de Barrios se entreveía un brillo en la comisura de sus labios. Era dueño de una boca pendenciera.
Ahora los hombres se movían: con el canto de la mano se golpeaban los brazos para festejar cualquier ocurrencia. La risa se fue haciendo bastarda e impulsiva.
Habló Tizón: “Habrá que estirar un poco las piernas”. Ser cauto, conocer la inminencia del peligro y saber retirarse a tiempo. “Si no meo, reviento. La cerveza te hincha como animal muerto”, dijo y se palmeó la panza. Caminó hacia el río arrastrando un poco una pierna.
–¿No va a pagar nada, compañero? –le gritó Ontivero.
–Ahora vuelvo –respondió Tizón y sin darse vuelta levantó la mano para avisar que no tardaría.
Hubo otro momento sin palabras. El calor parecía dulce. El entorno supo encimarse sobre los hombres. La vegetación trepidaba en los ojos como el delirio.
Ontivero se pasó un trapo por la nuca –hasta Miranda llegó el olor agrio de la piel húmeda–. Dijo: “El verano no deja dormir la siesta a los pobres, carajo”. Y como nadie le contestó, agregó con una sonrisa: “Pero uno se divierte barato con los amigos charlatanes”. Con aquellos que con algo de alcohol potencian su audacia; con los conflictos que terminan a los gritos, a los manotazos y, en algunas ocasiones, con sangre.
–¿Qué me cuenta, Barrios? ¿Duerme o no duerme la siesta?
Barrios levantó la vista hacia la cara de Ontivero. Le dio la frase que éste sabría usar:
–Yo me tiro al catre de día cuando consigo una pierna.
Ontivero ejercitaba la astucia por hábito, sin conciencia de la estrategia que ponía en funcionamiento. Esta vez también logró un buen resultado: Barrios era ingenuo y osado, no le costó demasiado empujarlo hacia la procacidad. Alternando pausas, lo fue involucrando en una trama sin retorno.
Miranda, en tanto, parecía pendiente del río; sin embargo, había registrado el doble sentido y las risas filosas.
Todos estaban al tanto de lo que le había pasado al correntino. Era una de esas historias llanas: había salido de su pueblo, Goya, en busca de un mejor destino. Bajó hasta Buenos Aires; traía con él a su mujer y a un hijo de dos años. Recalaron en Lugano y antes de que pasara un año no conservaban intacto ni el asombro. Se mudaron a la isla para disimular la creciente voluntad de regresar. En el Tigre tampoco había trabajo, pero la regularidad de las changas les permitió sobrevivir. Miranda se llagaba las manos empuñando el machete y la pala. Llegaba a su casa para derrumbarse en el catre; pero cuando fumaba, contemplando las esterillas del techo, ni siquiera sospechaba que lo peor todavía no había llegado. En el futuro, debería nada menos que una muerte.
Fue un verano, cerca de las tres de la tarde. La correntina había cedido ante la insistencia de un botero, joven y próximo a ambos. Ese día, Miranda decidió no terminar el sendero que estaba abriendo en un brazo angosto, cerca del Andresito. El ruido de las lanchas lo había tentado. Cometió la imprudencia de volver temprano. Usó el machete, era lo que tenía a mano. No hubo necesidad de un segundo golpe, el primero fue preciso. Lo aplicó oblicuo en la base de la nuca. La mujer recibió el chorro de sangre de su amante en plena cara. Se creyó muerta, sólo unos minutos más tarde, cuando escuchó la voz que calmaba a su hijo, terminó de entender. Miranda pasó unos años en Batán. Jamás volvió a ver a su familia. Cuando salió podría haber regresado a Corrientes, pero prefirió el Tigre, quizá para confirmarse como un desgraciado. Ahora, además del cuchillito disimulado en la cintura, cargaba con un rastro caliente e implacable.
Barrios, consecuente con su habitual imprudencia, quiso rozar este pasado con su picardía:
–A la mujer hay que cuidarla como al pasto: si no se la corta seguido, crece y hace lo que carajo quiere.
Ontivero, metódico, cuidando los tonos, orientando:
–¿Será, compañero? ¿Habrá que desconfiar de las faldas?
Preguntar para escuchar la respuesta que desencadene el frenesí. Ayudar con la ironía –una mal fingida candidez– a quebrar del ánimo.
Barrios: –Y si no, pregunte a la gente que sabe. Alguno que otro tenemos por acá, ¿no, Miranda?
Miranda: –No se haga el zángano, amigo.
Enseguida, la réplica. Barrios: –Preferible zángano y no otra cosa... ¿Qué son, correntino, esas ramas que te asoman en la cabeza?
Estallaron los insultos. La mesa rodó por la tierra. “Bueno, carajo.” Barrios dio unos pasos hacia atrás buscando equilibrio, se había parado rápido. “¡Hacete el loco ahora!” La hoja brilló en el puño de Miranda. Se hizo una niebla de polvo: los pies rabiosos se arrastraban sobre el piso. “Portate, degenerado, que volvés adentro.” Otra niebla cruzaba las caras de los hombres. “Cornudo.” Los tres se movían, veloces. Agitados. “Te ensarto, sucio.” Sólo una mano estaba armada e imponía el vértigo. Todo era impulso. El verano no permitía la vejez en la isla. “Correntino víbora.” Los cuerpos eran complicados como laberintos. “Ya está, Miranda, guardá”, Ontivero quiso terciar pero no fue convincente, ni siquiera escuchado. La pelea era lo único que existía. “Te vas, boconazo.” Había dos botellas en el piso, de una salía la cerveza que iba formando el charco que los pies de todos, sumidos en la batalla, no evitaban. “Serenate, no vale la pena”, de nuevo Ontivero, demasiado cerca del arma. Quizá durante unos segundos pensó que podría detener lo inminente. Barrios con la camisa desprendida ya no tenía espacio para esquivar los puntazos.
Miranda no pensó el primer corte, su mano con el filo chocó con el abdomen de Barrios. Abrió una línea horizontal. Apenas asomó la masa de intestinos, el isleño se apuró a contenerlos con las manos. Quedó inclinado hacia adelante. La saliva, enredada en los bigotes, desvirtuaba su cara de moribundo.
El correntino, entonces, se detuvo y lo estudió. No fue casual que, esta vez, el cuchillo se hundiera unos centímetros por debajo de la tetilla izquierda. El filo se abrió paso como una lengua. Rasgó piel, grasa y músculo para entrar en el corazón.
El cuerpo de Barrios se derrumbó hacia adelante. Sus manos todavía juntaban los labios de la primera herida.
“Miranda, ya no hay más que hacer”, Ontivero sacó al verdugo de su ensimismamiento.
Al otro lado de las cortinas del bar, una pareja era testigo de la escena. La mujer insultaba en voz baja; el hombre traspiraba la culata de un veintidós. Los dos registraron cómo la coyuntura volvía cómplices a Ontivero y a Miranda, y cómo, casi enseguida, escapaban en dirección al río. Tras ellos quedaba Barrios, perplejo y muerto, en medio del olor de la sangre.
Deambularon unos doscientos metros hasta un muelle. Aprovecharon una lancha colectiva que llegó al lugar casi al mismo tiempo que ellos. Iba para la estación de Tigre.
No se hablaban. Evitaban mirarse. Estaban ablandados por el miedo.
Ontivero encendió un cigarrillo. Tenía una cara cuadrada sin relación con su voz. Los ojos eran chicos y estaban dispuestos demasiado juntos. Sabía que había cometido un error comprometiéndose con Miranda, pero después del crimen se le ocurrió como la mejor idea para evitar un riesgo mayor. Ahora, tenía la impresión de que el imbécil que viajaba a su lado no hubiera podido dañarlo jamás. De todas maneras, entendió que no era el momento para reprocharse el pasado. No tenían pensado nada, habían huido intempestivamente.
Se detuvo en Miranda y, a pesar de considerarlo incapaz de plantear eventuales estrategias, le preguntó:
–¿Qué le parece que hagamos?
El correntino parecía haber estado esperando la ocasión para hablar:
–Rajar para el lado de la Capital, así, en pelotas, no sirve. Uno no sabe dónde meterse. Enseguidita salta todo... ¿No tiene algún pariente que nos pueda aguantar?.. Esa sería la cosa.
Ontivero siguió fumando. Achicó los ojos hasta que fueron dos arrugas.
El río parecía no tener fin. La tradición siempre le asignó el mismo lugar: algo constante que acompaña fiel la locura de los hombres.
–La cosa sería quedamos por acá, en algún lugar perdido del Delta y seguir haciendo lo que sabemos. Lo que va a ser jodido es conseguir alguien que nos lleve y que después se olvide de dónde nos dejó –dijo el isleño porque tuvo ganas.
Al rato, comentó Miranda:
–Llegamos.
Un olor amargo se impuso. El último canal era espeso. No había otra cosa que lanchas, basura y aceite.
Caminaron por el Tigre hasta que comenzó a oscurecer. A los dos les ardía el día en los ojos. Pudieron verse envilecidos y con la piel salpicada de pequeños cortes y picaduras. Sin dudas, se sentían castigados.
A las nueve juntaron la plata que llevaban encima. Compraron fiambre, pan y cerveza. Se escondieron a comer en un descampado cerca de las vías. Buscaron amparo en la oscuridad y la comida. Por primera vez desde el crimen, olvidaron su condición de fugitivos. Entre los grillos, rodeados por la jungla del baldío, fumaron. Impunes.
Quisieron dormir. Resistieron menos de una hora tirados de boca a los yuyos. Aquel no era lugar para nadie, ni siquiera para ellos.
–La policía del Tigre, a esta altura, ya lo sabe. Vamos a respirar un poco para el lado de San Fernando.
Miranda dijo que sí, pero enseguida preguntó:
–¿Y qué mierda vamos a hacer en San Fernando?
–Te vas a entregar allá que los botones son más lindos, correntino.
Entonces, el cuchillero alardeó:
–No te hagás el loco que no tengo una mierda que perder...
Era una noche aplastante. Resultaba todo tan penoso que sólo atinaron a intercambiar una mirada de descrédito.
Anduvieron sin buscar nada; sin embargo, encontraron. Enfrente del río, las luces de un quiosco fingían un espacio de tolerancia en el verano.
Se acercaron después de un vano intento por borrar de sus caras la impronta de lo clandestino. Reían. Los dos iban mordiendo tallos verdes. Para ellos también era obvio que el que atendía ese remoto negocio desconocía el delito que habían cometido; pero igual exageraron la prudencia.
Compraron un cartón de vino.
Los cómplices, con la espalda pegada a la pared húmeda, alternaban los tragos.
–Cómo se la vio venir Tizón. Tiene buena nariz el marrano –dijo Ontivero.
–Ya va a caer él también; ya le va a llegar –Miranda había aprendido a hablar sin creer en lo que decía, por reflejo.
Volvió Ontivero: –Siempre que lo veo, se está yendo. Lo debe tener cagando alguna.
–Y... algo de eso debe haber... Lo que uno tiene, se lo busca. No hay vuelta... –concluyó el correntino. De inmediato, notó la mirada oblicua de Ontivero.
En los siguientes quince minutos sucedieron tres cosas en este orden: primero, un perro lento como un planeta husmeó sin interés los pies ahora descalzos de los hombres; después, alguien amarró un bote con un motor Johnson de 35 caballos a un embarcadero, pero por alguna causa no saltó a tierra sino que decidió hacer algo –Ontivero y Miranda no podían ver qué– sobre la embarcación; por último, un viento repentino levantó remolinos de polvo. Sólo uno de estos hechos tendría más adelante algún protagonismo.
Miranda se refregó la cara con las manos. Dijo: –Hay que hacer algo pronto; si no, nos vamos a cagar muriendo en plena calle.
–Correntino, ¿por qué no mira para adelante?
–Hoy está boludo sin grupo, amigo.
–Le digo por el embarcadero, mierda... ¿No ve que hay una guardería?
–¿Y qué me quiere decir con eso? –dijo Miranda.
Se levantó ayudándose con las manos. Caminó. A los pocos metros se lo tragó la oscuridad. Enseguida, llegó hasta Ontivero el ruido fresco del orín chocando contra el pasto.
La breve tregua le había mejorado la cara al correntino cuando surgió con las manos en la bragueta.
–¿Cómo el embarcadero? –preguntó.
–Levantamos cualquier bote y nos perdemos río adentro. Yo me ubico. Subimos, póngale, por el Angostura hasta que se haga Andresito y ahí nos metemos por algún canal. La zona de atrás del hotel que hay en la isla grande es boscosa. Nos quedamos unos días y después por el Antequera nos tiramos a cruzar el Paraná y, si lo conseguimos, nos podemos empezar a cagar de risa.
El correntino se dio tiempo para la evaluación. Encendió un cigarrillo y, entornando los ojos, se animó a dudar: –¿Le parece?
Ontivero tenía la convicción, no del todo consciente, de que su voluntad era una abstracción próxima a lo concreto. En aquel momento, sintiendo que la estupidez le arrebataba la oportunidad, fue enérgico:
–Con la policía oliéndonos el culo, no estamos para pensar las cosas más de una vez. Aunque en una de ésas, querés volver a Batán porque extrañás a tus amigos.
De las tres embarcaciones que quedaban afuera, eligieron la más chica. Apenas llegaba a seis metros de eslora. Flotaba en un canal cercano al río abierto. Tuvieron en cuenta que además del mástil rebatible, el motor fuera de borda estuviera puesto en la popa.
Ontivero, agazapado, fue el primero en llegar hasta el barco. No creyó en su suerte cuando nadie le salió al cruce. La garganta se le llenó de latidos cuando deshizo las amarras.
Al cabo de un rato, levantó los ojos hacia el alambrado: ya se tendría que haber descolgado Miranda. Se encontró en su lugar con una figura gruesa que lo miraba impasible. Estaba parado a menos de siete metros de él. No parecía asombrado. Quedaría en su recuerdo llevándose una fruta a la boca, quizás un durazno. Lo vio caer con el correntino encima. Escuchó el golpe del cuerpo contra la tierra. Los prófugos, en adelante, cargarían otra muerte.
Ni Ontivero ni Miranda eran timoneles, pero pudieron llevar el velero hacia el centro del Luján. “¡Carajo que salió redondo!”, se oyó cuando la quilla cortaba el agua.
El matador y su socio olieron el río. Sentados, separados por el motor, ganaron sosiego. La realidad, en aquel momento, simplemente no era implacable.
El barco llevaba pintado en el casco un nombre: Balandra. Su interior era reducido, pero la distribución permitía aprovechar el espacio al máximo: una cucheta doble en el triángulo de proa y dos conejeras en popa.
Descubrieron más provisiones de las que esperaban. El amanecer los encontró con la boca llena de atún y galletas. Miranda cambió de cuchillo; ahora llevaba uno con hoja de acero pulido y guardamano con cachas de ciervo.
A las seis de la mañana ya estaban en el Andresito. Buscaban un canal que los llevara a la isla grande. Los dos fumaban. Hacía poco que habían conseguido desplegar las velas. El día era despejado. El excelente viento los hizo cambiar de parecer: decidieron cruzar el Paraná de las Palmas. Cuando vieron la bandada de patos creyeron, sin decirlo, en el buen augurio.
Ontivero se agachó sobre uno de los lados del velero y hundió la cabeza en el agua. Con el pelo mojado habló sobre la estabilidad del casco. Después, satisfecho, dijo: “¿No le dije, amigo? Si usted me escucha cuando le hablo, nunca va a tener problemas”.
Las cosas se les habían presentado favorables: su intuición como timoneles, el viento, la ausencia de perseguidores. No tuvieron dudas de que se acercaba el fin de la evasión y, a esta altura, descontaron el éxito. Sin embargo, la fatalidad es la que dispone los ejes: en pleno Paraná se produjo el cruce con la autoridad. Al comienzo, los ojos de la Prefectura se limitaron a admirar el veloz desplazamiento del velero. Pero para quien huye, la mirada de la policía jamás es deportiva, y la alarma y la inexperiencia son una combinación desgraciada que, inevitablemente, conduce a las peores catástrofes.
“Embarrados” apareció en el libro de relatos Marrakech (Ed. Simurg, 1998).
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