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El cuento por su autor

–A fines de los años ochenta, el gobierno de Alfonsín había suscripto un tratado de pesca con la Unión Soviética que le valió una tormenta de críticas. Balbinistas, peronistas, trotskystas, nacionalistas, fachos de corbata o de uniforme hacían cola para pegarle. Como contrapeso de la movida británica de ampliar la zona de exclusión en torno de las islas Malvinas, me parece que no estaba mal. Sí era más que discutible la forma en que se implementó, sobre todo el rol que tuvo el Estado argentino y su nula ganancia económica. El asunto es que gracias a aquel acuerdo marco pasé algunas mareas a bordo de buques factoría ucranianos, latvios y bielorrusos. La zona de pesca era terrible –el Banco Burdwood mayormente–, las condiciones de vida pésimas –no le faltaba mucho a la U.R.S.S. para implosionar y eso era notable en lo cotidiano–, los compañeros algunas pocas veces dejaban que desear –veteranos de la guerra de Afganistán, por ejemplo–, pero pagaban muy bien. Y como yo le estaba dedicando menos meses a la navegación para cursar periodismo, no había que oponer demasiados remilgos.

Así fue que me tocó navegar con un marinero moldavo que había pasado un día a flote solo en medio del Océano Indico. Volvían de una campaña de pesca de cuatro años, todos borrachos, cuando él se cayó del barco. Estaba el mar inusualmente calmo y tibio. Ninguna bestia rondaba. El razonó que cuando amainara el efecto del alcohol a bordo se darían cuenta de su ausencia, virarían hacia el rumbo opuesto y en algunas horas lo encontrarían ahí mismo donde había caído, ya que no había corriente ni viento. Así fue. Y desde entonces lo llamaban “el náufrago”. Mientras navegábamos por otro mar, de predisposición bastante más asesina, le pregunté qué había pensado durante esas horas. Si no lo malentendí –él hablaba un ruso melódico y ampuloso como si fuera italiano, yo el ruso que había podido aprender a los tirones en tres veranos de pesca–, durante esas horas a flote en la soledad más inmensa lo preocupó el ojo de buey de su camarote: lo había dejado abierto y cuando el barco pegara la vuelta para buscarlo se le iba a mojar todo. Quise escribir esa historia varias veces. Cada tanto lo vuelvo a intentar. No pude hasta ahora.

Ya en este otro siglo, me enteré del caso de una mujer que había pasado una noche entera a flote en el Río de La Plata después de que se partiese la lancha en la que iba con su esposo, quien contra toda prudencia se fue a nado a buscar ayuda y con varios dioses marinos de su lado pudo lograrlo. Llegamos a conversar brevemente un par de veces, yo tenía ganas de escribir su odisea para incluirla en Crónicas con fondo de agua. Tampoco me salió. Ese episodio cierto resultaba increíble, merecía ser contado como una mentira que se disfraza de mentira, mal, para ser creída entonces como una verdad meridiana.

El último invierno, mientras esperaba en un bar de Villa Urquiza que se hiciera la hora de ir a escuchar a la orquesta El Arranque, tal vez convocado por los aires de tango, visitó mi mesa otro náufrago: un periodista a su pesar, un quebrado, un marino que perdió la gracia del mar. Y es su voz de fantasma la que cuenta la historia de otra mujer, por otro tiempo, a flote una noche entera en el agua de la tormenta. Esta historia que van a leer.

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