Martes, 31 de enero de 2012 | Hoy
Por José María Brindisi
Existe una confusión esencial respecto del tema de los viajes, esa situación narrativa por excelencia. Aun cuando recorramos lugares cuya historia posee un peso insoslayable, hay algo que nos instala irrevocablemente en el presente. Viajamos para descansar de nuestras vidas, para huir de sus efectos abrumadores, incluso los positivos. En más de un sentido, la ilusión del viaje es la de aislarse del tiempo. Pero olvidamos, en esa ingenuidad constante que se nos impone cada vez, que hay otra dimensión del viaje, sin duda la más reveladora, y que funciona hacia adentro, por debajo de la superficie de las cosas: desde nosotros y hacia nosotros.
Muy pronto, nuestros pasos se encargan de borronear el presente, de negarlo, y en cambio se entabla o más bien reanuda un diálogo con el pasado, con todo lo que no es esa inmediatez que se supone está compuesta de puro disfrute y liviandad. No se trata de una cualidad exclusiva de los intelectuales, ni mucho menos: todos, aunque no seamos conscientes de ello, viajamos para poder revisar con tranquilidad nuestras vidas, para entender dónde estamos parados, para ver cómo dan nuestras cuentas y saber si estamos ganando o perdiendo la batalla. No me gustaría explicar demasiado sobre lo que le ocurre al protagonista de este cuento, pero sí decir que en esa dualidad se juega toda la tensión del relato, o que allí radica su apuesta central.
Este cuento es también para mí un ejemplo extremo de esa relación problemática, fecunda pero siempre conflictiva, que se teje entre vida y literatura. Como les pasa a todos los escritores, la gente que me rodea, la que quiero pero también el resto –los que quise, los que me son indiferentes, los que detesto–, ha atravesado de innumerables maneras lo que escribo. Pero, salvo alguna excepción, no son ellos los que están ahí, sino elementos dispersos de su historia o de su entramado psicológico. En otras palabras: son apenas material para la escritura. Casi ninguno posee –y sin duda me incluyo en esa generalización– una vida tan interesante que merezca ser contada. Me corrijo: sus vidas son interesantes y profundas, pero no desde una valoración objetiva; lo son porque les pertenecen, que es lo mismo que decir que la pasión, al igual que la literatura, tiene una cualidad determinante que es subjetiva.
No falta aquel que se ha sentido desnudado porque el protagonista de cierta historia, al igual que él, vivió un tiempo en el norte argentino. Para colmo, su esposa también es rubia. Extrañamente olvida, ese mismo amigo-lector, que el sujeto en cuestión le lleva quince años y treinta centímetros, y que a diferencia de él es sociólogo, ajedrecista y tenista aficionado, amante de los autos, y que sus orígenes se hallan en la otra punta del planeta. “El otro lado de mi casa” es un caso extremo, como mencioné más arriba, porque está escrito a partir de una carta que me escribió un amigo, en la que en esencia narraba ese mismo viaje. Y mientras lo pensaba y luego lo escribía, no podía sacarlo de mi mente, ni tampoco dejar de echar mano de los diversos materiales de que se componía su vida, que a veces también era la nuestra. ¿El cuento es sobre él? De ningún modo. Sospecho que, como suele suceder, él no lo habrá entendido de ese modo, dado que jamás me hizo ningún comentario. No era sobre él, claro, pero sí fue escrito para él, aunque haya elegido no blanquearlo en una dedicatoria. Un homenaje a su vida, y a nuestra larga amistad. Necesitamos a los amigos con nosotros, y nuestra vida pasa en gran parte por la literatura.
Por lo demás, “El otro lado de mi casa” salió publicado en una antología de autores “del siglo XXI” que editó el Gobierno de la Ciudad en el 2006. También en el blog colectivo Nación Apache, en septiembre del mismo año. Y el título remite –ya que estamos– a una frase de Kerouac. Una que llegó a mí porque otro gran amigo la transcribió en una suerte de libro-salvavidas, allá lejos en tiempos de zozobra.
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