VERANO12 › MARCELO COHEN

Según pasan los cuñados

Empezó una tarde a la salida del trabajo. Wircana y una compañera habían salido a la calle y caminado ajustándose las bufandas, porque el otoño venía tremendo, y en una esquina las había sorprendido un árbol imponente, de hojas tan carmesíes que parecía afiebrado. Viendo que Wircana entrecerraba los ojos, la compañera le había explicado que era una gastenia, y había agregado que ella apenas podría mirarlo, tal pena le daba que se estuviera deshojando.

Ay, no, había disentido Wircana; a mí no. Ella quería que llegara el invierno, las ramas lánguidas, desvestidas, que se estiraban buscando el sol que el cielo les negaba, la temporada de los hotelitos de hielo, sobre todo porque después las ramas volvían a echar brotes, en primavera, y los muros de hielo se fundían y de nuevo se podía dormir bajo las estrellas. ¿Dormir bajo las estrellas?, preguntó la compañera. Yo sí, había dicho Wircana.

Después de despedirse se había alejado con la mirada en la gastenia, por si sorprendía alguna hoja cayendo, a paso más o menos valseado y tan distraída que se llevó un hombre por delante.

Era un hombre fortachón y despeinado. Sonreía de agitación. Era su cuñado Enílcar, el hermano de su segunda ex pareja, un matrimonio en regla. Enílcar la felicitó de encontrarla espontánea y ebelí como siempre, y eso que habían pasado, ¿cuántos años? No llegaron a calcularlo porque se pusieron a hablar de otras cosas, dando por sentada una familiaridad, pero con balbuceos, como si tuvieran bastantes recuerdos comunes pero les costara localizarlos. Enílcar era alergista, seguía siendo. Siempre se había llevado como perro y gato con el ex marido de Wircana. Le contó que si bien ahora su hermano vivía en otra isla, antes de la partida se habían reconciliado. Dijo que seguramente él, Enílcar, iba a llamarla para tener el diálogo sereno que nunca habían podido concretar, y una vez se fue ella se giró a mirarlo. Aunque no cree que vaya a dialogar con ese hombre tan poco sereno, está contenta de haberlo visto, como si las idas y venidas de la vida le hubieran regalado una persona que la memoria borró injustamente con el esfuerzo de eliminar otra. El hermano de Enílcar era un tipo torcido y altanero; en aquel entones, de impotencia para entender por qué se había casado con él, cómo se había ilusionado hasta el punto de tener con él una hija, Wircana se habría desahogado incluso con Enílcar, por desaconsejable que fuese, si no hubiera notado que el hermano lo doblegaba tanto como a ella en beneficio de una asquerosa hermanita de los dos que le sorbía el seso. Lo doblegaba hasta la atrofia. Ahora Enílcar seguía siendo un hombre atrofiado. No había podido reponerse, o se había repuesto apenas para tener, eso había contado, esposa y dos brachitos. Wircana recordó que ella misma había sentido que ese matrimonio la estaba atrofiando. Por suerte la había salvado su optimismo. La maternidad, claro; a veces ser abierta era una ventaja, y una hija era un gesto de apertura. En la humillación de Enílcar había entrevisto lo que sufría ella. Tenía que estarle agradecida. Se arrepintió de no haber sacudido a Enílcar para que se enfrentase al hermano, porque esa rebeldía podría haberle servido a ella para romper el matrimonio, como de todos modos había terminado por hacer, pero con más honra.

No sabe en qué tiempo está pensando estas cosas. Le vienen a la mente visiones oblicuas de Enílcar, escenas de patio familiar, y hasta de su consultorio de alergista, que lo integran y consiguen recortarlo de los elementos malos de la familia. Tiene que ser porque siempre logró recortarse. Un cuñado tiene su peculiaridad, y hasta eclipsado irradia una luz, cuatro o cinco interrogantes humanos que la cuñada sólo puede formularse fría o novelísticamente. Con distancia política, ja. Es muy interesante.

Esto es lo que cuenta Wircana en su reunión semanal del Pedeá, un grupo de afirmación mutua e intercambio para Personas Demasiado Abiertas. Lo que siga pasando durante unas semanas también lo contará en las sesiones, con el aliento y la glosa de los otros miembros.

Tres días después, en la cola de la caja de un alimentario, alguien le pone un dedo en la espalda. “¡Arriba la manos!”, dice alguien. Es su cuñado Overat, el hermano mayor de su pareja. La fama de chistoso de Overat está muy bien ganada; sólo de recibir el beso de él en la mejilla Wircana se parte de risa. Pero hace un año que no lo ve, desde que el compañero de Wircana le quitó el saludo, harto –eso argumentó– de que bajo la superficie graciosa de su hermano haya un carácter quejoso, infantiloide, manijero y egoísta. Salen del alimentario. Cada uno con su bagayero de provisiones al lado, las de Overat muy escasas, charlan media hora en la calle. Overat deplora que su perro esté sarnoso; se burla, imitándolas, de unas clientas pesadas que asuelan su tienda de luminería, donde gana tan poco que a veces tiene que comerse las lámparas que no vende. En eso, estremecido por una puntada, anuncia que van a hacerle un trasplante de bazo. Es un comediante muy seductor. Wircana pasa un rato sensacional. Sin embargo después, sola, comprende que cada gag de Overat era un lamento encubierto. El tipo no le hizo una sola pregunta sobre ella, ni sobre su hija. Esa noche, aunque se guarda la anécdota para no remover heridas, comprende que su pareja de aquel entonces hizo muy bien en cortar con el hermano: Overat es el típico incapaz de atender a las alegrías del otro, y menos a los problemas, porque siempre le está pasando algo más grave. Así que Wircana aprovecha el encuentro para valorar a su actual compañero, ese viudo despreocupado y franco con el que se entiende en tantos planos. Es una relación amorosa polifacética. Se pregunta por qué no se atreven de una vez a vivir juntos; se quieren mucho; están bien. Wircana le cuenta incluso, sin darle importancia porque no cree que la tenga, que se encontró con un ex cuñado suyo que la hizo reír por un rato, hasta que empezó a desconfiar.

Un encuentro con un cuñado, reflexiona Wircana en el grupo, es un cambio de iluminación en la vida que tuvo una con el hermano.

Presiente que ha entrado en una racha de cuñadismo. Va a haber luces muy cambiantes sobre la vida inmediata.

La hija de Wircana tiene que extraerse un lunar del mentón. Wircana la acompaña a un populoso centro Multimédico y está hojeando un revistor en la sala de espera cuando un hombre se sienta al lado de ella con una aparatosidad raramente silenciosa. Es su cuñado Ríjtal, el hermano de su tercera ex pareja (otro matrimonio). Ríjtal está demacrado. Dice que ha ido a consultar a un neurólogo: no ve otra forma de tratarse de algo que se ha infligido por desesperación. Explica que se pasó año y medio sin empleo y al fin una empresa de archivos humanos le ofreció, si quería trabajar para ellos, implantarle una fotográmina en el córtex visual. El cerebro de Ríjtal captura y fija la imagen de todo lo que él mire durante más de tres segundos, lo archiva y puede descargarlo en dos o tres dimensiones si lo conectan a una reproductora. Mucho más que una mente estándar, que, por bien dotada que esté olvida las dos terceras partes de lo que captan los sentidos, Ríjtal es el continente de un artefacto registrador del mundo. Pero el artefacto lo ha vampirizado, y es insaciable, y a él lo tortura vivir con el cerebro repleto de imágenes imborrables, días enteros, hasta que la empresa le permite descargarlas. Ríjtal sonríe. Wircana lo mira y cree oír un clic debajo de una arruga en el ceño, y se ve fijada en la mente de Ríjtal en una expresión perpleja y aprensiva; él le dice que en efecto hay un clic. De modo que conversan procurando desviar las miradas: sobre lo que caro que le ha costado a Ríjtal en términos amorosos el largo desempleo y esta compulsión profesional, por así llamarla, y sobre lo mucho que lo sostuvo su familia; pero en especial hablan de Emüquen, el hermano de Ríjtal que fue pareja de Wircana, y sobre lo bien que le está yendo hoy en día Emüquen con una pequeña industria de embutidos. A Wircana le duele que Emüquen, que era un talento para la matemática, haya terminado fabricando salchichas. Emüquen y ella se casaron convencidos de ser tal para cual, pero la historia mostró que se habían equivocado en el juicio de las afinidades. Es un error que Wircana tendría que analizar. De momento la domina cierta desconfianza hacia Ríjtal, quizá porque el relato le ha dado escalofríos; y porque la entretuvo mucho. La están llamando; su hija ya puede irse a casa. Ríjtal se abstiene de mirarla, para no tapar la imagen de la nena de hace diez años con una foto de la muchacha adulta de ahora. Wircana se va meditando que Ríjtal siempre fue un mentiroso. Sin embargo a los dos días le llega una foto de ella, los ojos de avellana dorada, los anchos pómulos relucientes, ella en su edad y sus facciones indudables, abiertas. Se gusta, qué le va a hacer. Y qué más da que Ríjtal le haya tomado la foto con el cerebro o con un aparato escondido en la levita casi astrosa, si hizo esa historia. Qué tonta. Cuando vivía con Emüquen desdeñaba a Ríjtal por pobre fracasado.

De repente entiende que, a fuerza de fabular, su cuñado Ríjtal había generado un campo magnético y a ella le daba miedo que ese campo la sorbiera. Hacia su centro. Pavor. Le daba pavor su propio deseo de vivir ahí, en la esfera de las mentiras fabulosas. Mirado desde los inventos de Ríjtal, el mundo funcionaba con mecanismos no menos aceptables que los que una usaba todos los días, o los de la matemática de Emüquen. Un relámpago nocturno no era un fenómeno eléctrico que el lazo con otras noches de tormenta. Ríjtal no prosperó, pero no deja de ser una prueba de que es posible vivir siguiendo esos mecanismos. A lo mejor, dice Wircana, es eso lo que ella está haciendo ahora. Las fábulas cambian la situación, en general. ¿No cambiarán todo, lo que pasó y es pasado y lo que está por venir?

Una mañana de sábado lleva a revisión el robot cocinerillo y el que atiende el mostrador del taller es su cuñado Stáburan, el hermano de su primer novio. No bien se saludan, él le pregunta cómo está y atolondradamente, como si se excusara por trabajar ahí, le aclara que de noche es barman en un club. Por supuesto, claro. Wircana se acuerda que ya de jovencito Stáburan hacia unos cócteles transportadores, pero suponía que ella, su hermano Arrofalan y su propia novia se los elogiaban por compromiso. No era así. En absoluto. Bien que un poco los sacara de manuales, eran unos cócteles fenomenales. Ah, Stáburan el timidísimo. Sigue siendo apocado, y Wircana siente tal ola de simpatía que acepta pasar una noche de la semana siguiente por el club donde él oficia. Es un lugar de luces húmedas, sofocante y hospitalario. Ni mencionan al hermano de Stáburan, que también era tímido y a Wircana le encantaba, aunque ahora le cueste recomponer la cara; hablan de qué ha sido de la vida de ella. El menudo Stáburan bate la coctelera frente a clientes expectantes. Ella saborea las creaciones deliciosas que él le dedica. Asfódelo, Farol, Quieto Entusiasmo: estos tres se los zampa, y se achispa y acepta la invitación de un señor a bailar, y después de haber bailado está que desborda de contenta, pero tan cansada y didelfa que se le empasta la lingual; no puede hablar mucho con Stáburan. Por otra parte él no es de hablar. Pero se despiden con un abrazo cariñoso.

Para beneficio de sus compañeros del Pedeá, Wircana reflexiona que lo intrigante de la timidez es qué cosa le da miedo al tímido, si defraudar expectativas o hacer el ridículo por sobrepasarlas. Puede que le dé miedo no averiguar nunca a qué teme. Es un brete paralizante. Las pocas veces en que un arranque de timidez le bloquea el estado habitual de apertura no bastan como experiencia para que Wircana despeje el enigma. Al contrario. El enigma se hace más denso. Tal vez por eso no entendió nunca a Arrofalan. Eran jóvenes, observa un compañero del grupo.

El pensamiento de Wircana es un tren rápido. Acaba de llegar a otra estación. Quieto entusiasmo: como el cóctel de Stáburan se siente ella en este momento. Presagia que se avecina un nuevo encuentro, el que le estaría faltando, y de hecho tiene tantas ganas de que suceda que a los pocos días lo realiza.

La repartición donde trabaja la envía a un simposio sobre Logística de los Suministros Hospitalarios en una isla vecina. Wircana acaba de entrar en el vagón del Subfluviano cuando a quién se encuentra sentado ya en una butaca sino a su cuñado Brömend. Wircana finge sorprenderse para ocultar la expectativa que la abruma. Como ella, Brömend está en una madurez fresca, algo entrada en carnes pero firme y comunicativa, y mantiene ese estilo único que siempre concuerda con una moda u otra: el pelo gris con raya al medio y lentes de lectura. Una vez le ha extraído a Wircana un informe detallado de sus andanzas, no retacea nada de lo que lo tiene contento en la vida, hasta donde es posible estar contento sin ser un estúpido. Hoy está yendo a isla Adela por dos días como representante de una firma de velas. La descripción de las ligeras emociones que suscita la luz trémula de una vela atrapa a Wircana, y con la locuacidad de Brömend el trayecto pasa en un soplo. Wircana toma la precaución de despedirse con amabilidad y rapidez, pero lo primero que hace en el cuarto del hotel es mirarse al espejo. En cada lagrimal se descubre una gotita de ámbar como la secreción de un deseo archivado.

Durante un tiempo, entre su tercera pareja y la actual Wircana, vivió formalmente en trimonio, de dos mujeres porque le pareció que sería más ventilado, o menos trabajoso. Pei-Javdor, un hombre inteligente, considerado, sabía que el secreto de un buen trimonio es evitar las camas redondas, pero no lograba esconder una inclinación por Wircana, y Wircana no podía evitar que la leve postergación de su coesposa le aumentase a ella la temperatura. Imprevistamente se había encontrado espiando a la otra; más aún: sobre todo se había encontrado intentando espiar al hermano de su marido, Brömend, cuando iba de visita, como si la vida trimonial, diseñada para salida módica y poner orden en los impulsos, le provocase un anarquismo libidinoso. Una noche había soñado que Brömend tenía un duende agazapado en el hombro, un lälo, uno de esos de mirada pícara, y no se daba cuenta, y ella se prometía sacárselo un día pero le habían dicho que era peligroso tocar el lälo de otra persona. Qué boba.

En fin. Wircana va a la convención y, aunque a la tarde está cansada, cuando la llama Brömend acepta la invitación a cenar y después a dormir con él, estaba escrito, y la noche siguiente vuelve a aceptar. La primera noche es fogosa, sobreactuada y físicamente satisfactoria. La segunda es sexualmente un despropósito, pero lo pasan de maravilla contándose películas favoritas, explicándose por qué votaron como votaron y susurrando manías que nunca le habían confiado a nadie. En la reunión de cierre de la convención, Wircana se sorprende culpando a Brömend por estar muerta de sueño. Le causa gracia, este rencorcito, y la reafirma en la seguridad de que no va a verlo más.

En cambio le gustaría encontrarse a Pei-Javdor alguna vez, únicamente para preguntarle por qué echó e perder un trimonio prometedor manifestando burdamente una preferencia por ella.

Se alegra de volver a casa y de tener por delante muchas noches con su compañero de ahora.

Tres o más miembros del Pedeá le observan de distintas maneras que dentro de todo supo manejar su apertura con cierto criterio. Wircana lo toma como una felicitación forrada de una advertencia. Por suerte el grupo la ha dejado desagotar tanto el corazón que por muchas sesiones va a poder escuchar muy abiertamente a los otros.

Ya no le quedan cuñados en la lista. Los que pasaron no le han revelado pocos aspectos. Cosas. Los cuñados no sólo son útiles como blanco de comentarios para desviar rencillas de pareja. Los cuñados son las notas al pie más trabajadas de una historia sentimental. Tal vez Wircana tenga que releer las que le tocan.

–No, mamá –opina la hija de Wircana–. Lo que hizo la racha de cuñados fue sacar a la superficie una napa escondida de tu vida, y ahora tu vida es diferente.

Wircana la abraza: “Tenés razón, hija; me siento otra”.

Mientras tanto los días traen un suceso decisivo tras otro. Frente al balcón del apartamento de Wircana, una alondra que no migró afronta el invierno en la rama más alta de una gastenia desnuda. Cada vez que la alondra aletea la rama se curva y en la luz glacial destellan dos brotecitos morados.

“Ya”, piensa Wircana. O: todavía. Después del invierno viene la primavera. Después de una película viene otra, con unos días de intervalo si acaso. Después de una separación viene la pena y después de la indiferencia la ilusión. Pero Wircana no sabe qué viene después de una racha de cuñados. Hay que esperar, sin alterarse.

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Imagen: Pablo Piovano
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