VERANO12 › SERGIO OLGUíN

La fabulosa vida de Pinocho

I

Si había algo sagrado para Pinocho era el partido de fútbol los sábados a la mañana con sus amigos. Se habían inscrito en un torneo intercountries y les iba bastante bien contra sus vecinos de Pilar o Benavídez. Ganaban algunas veces, perdían otras y empataban casi siempre. Un típico equipo de mitad de tabla donde Pinocho podía disimular su poca habilidad para el deporte gracias a la buena voluntad de sus amigos. Aunque la paciencia tenía un límite y cuando se perdía por enésima vez un gol frente al arco vacío era común que algún compañero estallara y le gritara: “sos de madera”. Él siempre tenía una excusa: que le habían hecho falta, que pensó que estaba en offside, que la pelota doblaba demasiado.

–Excusarse se parece demasiado a mentir –le había dicho el licenciado Pepe Grillo, su psicoanalista, en una de sus sesiones.

–Probablemente, pero cada vez pongo menos excusas –mintió Pinocho.

II

No había sido fácil. La vida de Pinocho había sido difícil y tortuosa. Una infancia traumática donde su padre lo trataba como un muñeco, el secuestro del que fue víctima por parte de un titiritero llamado Strómboli que lo sometió al trabajo infantil como marioneta, animales que le hablaban en los sueños. Y estaba el hada. El Hada Azul con sus reclamos, sus reproches, sus amenazas. Ella hacía lo que quería con él, lo convertía en esto o en aquello a su antojo y él siempre tratando de zafar. Al llegar a la adultez a Pinocho no se le ocurrió mejor idea que decirle al Hada Azul que estaba enamorado de ella. Y el hada –que podía descubrir una mentira a kilómetros de distancia– se dejó seducir por las palabras de Pinocho. Un hada es antes que nada una mujer y lo que busca es que la quieran o algo razonablemente parecido. Después Pinocho tuvo la idea de casarse con ella.

–Sus ideas alrededor del matrimonio se asemejan a las mentiras –Pepe Grillo hablaba con la pipa en la boca.

–El amor es una gran mentira –le respondió Pinocho.

III

Pinocho estacionó su auto japonés en la entrada del geriátrico. Hacía seis meses que no visitaba a Gepetto y hacía cinco años que lo había llevado a vivir a ese lugar. En la habitación le dejaban tener un pececito y un gato. También le permitían mantener el hobby de la carpintería en un taller que había al fondo de la casa de ancianos. Allí lo encontró como siempre, trabajando una madera para construir un mueble. Pinocho sentía que le corría un escalofrío cada vez que lo veía afilar la madera con un cuchillo. Un miedo atávico, imposible de definir, se despertaba en lo más profundo de su ser. Pero Pinocho había aprendido a disimular sus estados de ánimo (el licenciado Grillo le hubiera dicho que sus disimulos eran otra forma de mentir).

–Padre –gritó con una sonrisa. Tenía que gritar porque Gepetto estaba quedándose sordo.

–Mi pequeño –dijo Gepetto–. ¿Por qué me visitas tan poco?

–Uff, padre, tuve que viajar por Oriente, mi barco naufragó, caí dentro de una ballena, me rescató un barco de Greenpeace, me volví militante ecologista, luché contra los desalmados que arruinan el planeta y planté miles de árboles en todo el mundo.

–Ay, mi pequeño Pinocho, tendrías que haber sido escritor.

Pero Pinocho no había seguido los designios soñados por su padre. Pinocho no era escritor. Era periodista.

IV

La convivencia matrimonial puede convertir a un hada azul en una mujer gris. Desde que se habían casado, el Hada Azul se había retirado del mágico mundo de dar vida con su varita mágica. Ahora pasaba las horas frente a la televisión, miraba programas de chimentos, el reality show de los Tres Chanchitos, la telenovela protagonizada por Caperucita Roja. Cualquier cosa antes de mirar el canal de noticias donde Pinocho conducía un programa de entrevistas políticas. Cada tanto levantaba la vista y dejaba perder su mirada por encima del placard, donde descansaba la varita mágica y pensaba que algún día debía tomar la decisión de volver a la vida activa.

En algún momento quiso tener hijos pero no había podido quedar embarazada. Ella se echaba la culpa a sí misma. Al fin y al cabo, le había dado vida a Pinocho pero se había olvidado de darle una simiente fértil.

–Puro aserrín –se decía más enojada con ella que con su marido.

Además, estaba la amante. El Hada Azul podía ser un hada pero no era idiota. Sabía que Pinocho tenía una amante a la que visitaba con puntualidad digna de mejores causas los martes y jueves. Esos dos días llegaba a la madrugada y ella se hacía la dormida. No quería escuchar una nueva mentira.

–Hay piquetes en toda la ciudad y tuve que ir por la colectora desde la General Paz hasta Pilar.

–Estuve unas horas detenido por manejar sin tener las últimas tres patentes pagas.

–Cerramos tarde en el diario porque murió Michael Jackson (en realidad, se había muerto pero dos meses atrás).

–Me perdí y aparecí en Luján. Aproveché y me fui a la basílica a rezar un poco.

El Hada Azul se contenía para no hacer una escena, para no decirle que le había hackeado las cuentas de Gmail, de Hotmail y del Facebook y que estaba al tanto de la existencia de otra mujer. A ella ya no podía engañarla más. Un día ella se iba a animar. Iba a tomar la varita mágica y volvería al trabajo fuera de casa, pero su primera labor la pensaba ejecutar sobre su marido.

V

A Pinocho no le gustaban las mujeres tipo Barbie ni las peponas, ni las cargadas de siliconas que parecían de plástico, ni las muy peludas que parecían de peluche. Tal vez porque no se parecía a ninguno de estos estereotipos, Pinocho estaba fascinado con Melania, una dominicana que había conocido un año atrás en un bar exclusivo de la zona Norte. Lo volvía loco su piel de ébano y lo hacía morir de placer que Melania con sus uñas largas como ramas lo acariciara fuertemente, hasta astillarlo.

A Melania le confesó que su esposa no lo entendía, le contó que no tenía sexo con ella desde hacía tres años, le prometió que iba a separarse muy pronto.

Todas esas veces Melania hacía como que le creía. No era el primer hombre casado con el que andaba.

VI

Una vez al año Pinocho desaparecía de los lugares que solía frecuentar. Se esfumaba por quince, veinte días. Sus conocidos creían que se iba con alguna amante a una isla del Pacífico Sur, o a esquiar a Aspen, o a tomar tragos raros a la terraza de un hotel en Abu Dhabi. Estaban equivocados. Durante esas misteriosas desapariciones iba a Río de Janeiro a visitar la clínica del doctor Ivo Pitanguy. Cada año se sometía a una operación de nariz. Los médicos lo conocían y sabían cómo tratarlo. Le reducían el apéndice olfativo a niveles aceptables. Ni tan larga como para espantar a la gente ni tan pequeña como para que lo dejaran de llamar Narigón, Narigueta, Cara con Manija, o algún otro epíteto con clara alusión a su prominente nariz. Nadie se daba cuenta que esa nariz crecía cada día un poco y que una vez al año volvía a un tamaño que podría definirse como normal. Sólo el Hada Azul conocía su secreto. Melania lo sospechaba. Y el licenciado Pepe Grillo se había dado cuenta, pero pensaba que era un síntoma psicosomático que el éxito de la terapia le permitía reducir notablemente cada año.

VII

No, señores, no había sido fácil su vida. Tal vez habría terminado como vidente de parque de diversiones o como vendedor de tiempo compartido, si no hubiera sido porque en su vida se cruzó el Honrado Juan, un viejo zorro del periodismo que le vio a Pinocho madera para el oficio.

El Honrado Juan dirigía un semanario de información general. Ahí empezó Pinocho escribiendo notas del mundo del espectáculo, pasó más tarde a la sección deportes y terminó en política y economía. Pinocho se sentía en el paraíso: cuanto más exageraba las mentiras, más crecía en su carrera profesional. Y cuando algún desubicado lo acusaba de mentiroso (ya se sabe, nunca falta un aguafiestas), él se escudaba en el derecho a la información, la libertad de expresión y varios pactos internacionales, además de contar con el apoyo incondicional de sus colegas, que preferían siempre una mentira ingeniosa a perder tiempo chequeando los datos que Pinocho publicaba.

Del semanario saltó a uno de los diarios más importantes, a una radio al mediodía y a un programa televisivo a la noche. Escribió libros sobre el país, sobre los dirigentes del país y fue honrado por varios premios nacionales e internacionales.

Pinocho intentaba disfrutar de su destino, pero no podía relajarse nunca. Quizás por eso siempre parecía tan duro, tan armado. Cuando alguien (su esposa, su amante, su psicoanalista, su padre, algún fan en el muro de Facebook) le preguntaba si era feliz, él decía que no. Había alcanzado tal grado de perfección en la mentira que él mismo creía en su falsa infelicidad. Así se acostumbró a ser un amargado gran parte del tiempo. Si alguien se hubiera detenido a observarlo, o lo hubiera visto cuando se quedaba solo, lo habría descubierto sentado en una silla, la mirada perdida, el cuerpo como muerto.

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Imagen: Bernardino Avila
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