Miércoles, 22 de enero de 2014 | Hoy
VERANO12 › MARCELO COHEN
Un domingo después del almuerzo, una familia amenizaba el consabido, insulso intercambio de chismes de la sobremesa, debatiendo cuál de las muchas viandas que acababan de zamparse los habría embotado tanto. Desde un rincón del comedor, en un sillón frente al pantallátor, el puntiagudo tío Misio les daba sectáreamente la espalda. Sentada a los mal lavados pies de ese hombre escéptico, una nena pelirroja llamada Segal’Ena se tapaba la nariz. En el show que estaban mirando tío y sobrina, varias personas contaban novelas basadas en calamidades personales supuestamente propias; el torneo duraba meses y cada semana el público votaba, no el mejor episodio sino el que le parecía más verdadero. En ese momento, ese domingo, un ex ministro de Educación describía con un virtuosismo truculento cómo el protagonista de su historia, es decir él, había decidido envenenar a su secretaria, una mujer senil, antes de que el masajista que la tenía seducida la esquilmase hasta dejarla sin un centavo. Rozando con un juanete el hombro de la nena, el tío Misio se preguntó cómo podía no haber en la cara de ese político algo que revelase si decía la verdad o cameleaba. En la otra parte de la sala, la familia era un fotomontaje de saciedad y aflicción. Segal’Ena aprovechó el silencio para susurrarle a su tío que para ella, estaba segura, el ex ministro estaba mintiendo. Aunque el tío subestimó el comentario con un bufido, un par de meses después los detectives del torneo aportaron un informe de autopsia según el cual la secretaria no había muerto envenenada sino por mera electrocución con una tostadora. Al poco tiempo nadie se acordaba de aquel narrador apasionante pero embustero, ni de la firmeza del dictamen de Segal’Ena, pero la nena empezaba a descubrir que no era de chiripa que ella había acertado. Y que no tenía exactamente un don de adivina sino una inteligencia nata especializada en leer las caras como traducciones de un texto original de los sentimientos, las intenciones, las opiniones o lo que fuese que la gente guardaba en el alma. Pronto Segal’Ena empezó a usar su capacidad. En el educatorio sabía cuándo la compañera que iba a dar una fiesta quería o no realmente que ella fuese, y cuándo un chico la asediaba por deseo de ella o para vengarse de otra chica por despecho. Más adelante, ya joven, con un tacto atinado, sin vacilaciones, iba a inducir a cada uno de sus íntimos a votar por el político de mejores intenciones o de intenciones más eficazmente disimuladas, según la idea que cada uno de los inducidos tuviera de la política.
Algunos años después, Segal’Ena, ya una muchacha, se había hecho experta. No es que hubiera desarrollado un diccionario de signos faciales físicos. Más que nada había puesto en claro un procedimiento. Descartaba tics repentinos o constantes, parpadeos, frunces, encogimientos, desvíos de la mirada, retracción de la piel del cráneo, mínimos corrimientos de las orejas, destellos o apagones de las pupilas y temblores o pausas de la enunciación para concentrarse en la atmósfera general de un semblante y a lo sumo el timbre de la voz del dueño, y daba en el clavo. No era semióloga sino dramaturga; comprendía qué obra estaba representando una persona, sin prejuzgar, sin sospechar, sin análisis de lenguaje muscular, convencida de que una cara no podía esconderle nada a una atención límpida. Tratándose de una especialista en fidelidad, no es raro que fuese fiel a su momento de iluminación. Terminó formándose en el funcionariado de isla Dórdica, eligió la rama de Secretaría de Ministerios y, en vez rendir prueba de acceso a la administración de la Guardia o el complejo seguritario, se presentó al Centro de Mantenimiento de la Vida en Común. Le parecía útil para la comunidad determinar cuándo la persona que solicitaba un subsidio era honesta; y aunque le doliese practicar la denuncia, y más negar fondos públicos a individuos privados, era inflexible: a éste no, que es un camelero. De vez en cuando la convocaban también para decidir en casos criminales difíciles; que no fallaba nunca venía corroborado por una ristra de reos que, minutos, días o semanas después de escucharlo de boca de ella, no habían podido soportar la exactitud del juicio lacónico, casi comedido, y habían quedado fulminados por el agobio o el júbilo de aceptarse por fin a sí mismos tal como crudamente eran. Claro que a veces Segal’Ena dictaminaba inocencia; pero la facultad de discriminar al inocente del culpable se pagaba cara: acrecentaba acerbamente la de conciencia de la responsabilidad. Todo el mundo tiene su deslizamiento tectónico del alma, su temblor, su pantano recóndito entre espesos bejucos. Segal’Ena pensaba en las debilidades y se torturaba. A veces, ante el espejo, su cara le mostraba engaños más flagrantes que los que había descubierto en años de terapia mentalista. Segal’Ena era un edificio sólido y expuesto al deterioro: una academia de corrección de sí misma; siempre había algún desperfecto que subsanar. Además no descartaba que pudiese equivocarse, y una vez realmente pifió. Una noche de otoño, un actor secundario de pantallátor llamado Arlio Duruache se estaba entreteniendo con los fuegos excitantes de la Fiesta Estival del Anís cuando alguno de los borrachos que se divertían disparando al aire le metió un tiro en la cabeza. Como la bala era de poco calibre, y había perdido fuerza al perforar el hueso temporal, había pasado por detrás del ojo derecho para acomodarse en las fosas nasales. En el hospital, sangrando a chorros mientras esperaba que lo atendieran, Arlio había estornudado y la bala había salido volando. Un insoportable inspector de la Guardia quiso saber quién lo había herido. Arlio dijo que no conocía al sujeto; la Justicia le pidió a Segal’Ena que colaborase en determinar si estaba siendo sincero. Entretanto habían operado a Arlio de la retina y de otras cosas; la erguida mitad derecha de la cara le relucía como puré de moras cubierto de resina en torno a un ojo azul fogoso; la mitad derecha, mejilla chupada, ojo reducido y opaco, había asimilado el dolor al costo de deslizarse hacia abajo. Segal’Ena escrutó esa cara, un diagrama de la desgracia y el prodigio, y supo que Arlio decía la verdad. Pero supo mal. Es un modo de decir. Porque Arlio, que tenía una conciencia inacallable, a la semana se presentó ante Segal’Ena para notificarle que no lo había baleado un julinfo ignoto sino el desquiciado padre de un chico al que él había provisto de fraghe en una época de desempleo en que se hacía unos bits vendiendo sustancias intoxicantes. Segal’Ena observó que nadie que no fuera un estúpido se estropeaba la vida por fumar un toscanito de fraghe. Sí, claro, contestó Arlio, pero yo vine a decirle que usted puede equivocarse. Me habrá confundido su cara martirizada, dijo ella. Sí, pero usted puede equivocarse; tiene que ser cuidadosa con sus presentimientos; lo digo porque la aprecio. Quién le dice que mis presentimientos no prefirieron colaborar con un hombre que perdona a su verdugo. Más bien colaboraron con mi remordimiento; pero en fin, Segal’Ena, ¿acepta que la invite a cenar? Como si el flechazo hubiese sido una orden de su tendencia a las copias fieles, y no sólo porque los dos eran pelirrojos, Segal’Ena se enamoró en el acto del amor que Arlio sentía ya por ella.
Segal’Ena y Arlio estuvieron juntos un año y medio. Salvo en dos casos de parálisis facial, ella seguía leyendo correctamente las caras de los extraños; pero empezó a alarmarla que muy de vez en cuando, primero con un hipo de risa, después con un asombro irritado, Arlio cuestionara lo que ella veía asomar en la cara de él. Tal vez los sentimientos amorosos no eran tan cortantes como los de muerte, codicia o poder para abrirse paso hasta las facciones; al menos cuando les faltaba la dosis de muerte, codicia o poder que tiene el amor más afilado. ¿Cuántos hombres no tienen sentimientos profundos y ligeros que no afloran porque se han agarrado a una piedra del fondo para no flotar a la deriva? Justamente por eso Segal’Ena y Arlio terminaron por separarse.
Para Segal’Ena pasó el tiempo, a su voluble modo, y fingiendo no ser tan caprichosos como el tiempo pasaron otros amores. Todos se volvían embarazosos; los truncaba un desconcierto. Por suerte Segal’Ena empezó a notar que no sólo lo que ella encontraba en la expresión de sus hombres difería de lo que esos hombres aseguraban tener dentro y que conductas bastante buenas desaconsejaban cuestionar; notó que los hombres también la leían mal a ella. Este desequilibrio empeoraba las relaciones porque, al contrario que Segal’Ena, más que leerla, los hombres la interpretaban. Al cabo de una temporada, ella y cada uno de ellos, sucesivamente, eran elementos radioactivos que, aunque no siempre nocivos, emitían funciones de onda desfasadas: uno se lo dijo con esta frase: mi cara y la tuya, Segui, emiten funciones de onda desfasadas. Y justamente cuando rompió con ese hombre, Segal’Ena tuvo el segundo arrebato de lucidez de su vida, oportuno pero demoledor.
Lo que el trato íntimo ofuscado de deseo estaba denunciando era no que ella leía mal sino que sentía mal, y esto no sólo en la vida de pareja, no sólo con su familia y hasta en la amistad. Ella sentía al revés en todo tipo de circunstancias; de modo que cuando entraba a jugar el sentimiento, se extraviaba. Entendió que siempre había sentido al revés que los demás; ahora palpaba la diferencia, y la aspereza atérmica que le recorría el torso como la mano de un médico cínico podía estar diciendo que la diferencia la palpaba a ella. Si en la ciudad campeaba un ánimo atribulado, al borde de la amargura; ella estaba casi siempre alegre. La gente había aprendido del escritor Scarvel que la vida era un proceso de demolición; en cambio si a ella le preocupaba la muerte, a veces era porque podía frustrarle el proceso de construcción permanente. Otros festejaban el poder refrescante del cóctel de fesbulot con hielo; a ella en cambio le angustiaba que el dolor de dientes le estropeara el sabor de un fesbulot bien frío. Todo esto Segal’Ena podría haberlo atribuido a un espíritu rebelde, y mejor aún a un ímpetu de libertad, pero se había ejercitado tanto en la atención desprejuiciada que no iba a responderse con generalidades. Andaba con las cejas siempre mojadas, y no porque sudase de inquietud: era por esa llovizna incesante de preguntas. La gente salía más afectada del teatro cuando una obra de criminales o intrigantes transcurría en su isla, y más si era de un dramaturgo local; en cambio a ella un drama violento la desazonaba más cuanto más lejos de su isla estaba ambientado. ¿Y por qué le parecían tristes películas que hacían reír a la gente de principio a fin? Ese desacuerdo de recepción se le hacía irreversible y le reventaba, porque en las películas tristes le gustaba llorar a moco tendido, y qué difícil era llorar entre espectadores que se descosían a carcajadas, por ejemplo si un personaje tropezaba en la calle, por más que la vergüenza de la caerse en la calle fuese un sufrimiento. En algunos casos, los espectadores se reían viendo sufrir animales, como los pájaros decorativos guardados en jaulas sinfín; para esa gente los animales eran otra cosa, una subespecie; y Segal’Ena, que por su parte no veía una diferencia tajante entre ella y un dirdul pinto, los habría acogotado. Tal vez su vida fuera una regresión constante al estado de niña rara. Al dirdul que tenía de chica y mimaba tanto le había puesto Sérkugo, como el apestoso Hombre Huraño de los cuentos de miedo del Delta de la Torcedura, para recalcar cuán poca gracia le hacía que la gente se riera de los monstruos. Sin embargo, le costaba contener la risa frente a alguien que vomitaba, por muy enfermo que estuviese, frente a la constancia de una hipocresía entre hermanos, en la realidad o en películas, y hasta cuando una despedida incomprensible entre amantes partía los corazones. Le costaba tanto que al final se reía, y entonces otros espectadores la miraban de refilón y a ella le remordía la conciencia.
Así ha seguido Segal’Ena, riéndose cuando no había motivo y llorando en medio de la algarabía. Fueron años difíciles de juicio a contramano; de fe en su mirada de trementina mantenida en base a una inmadurez constante. Y hoy, después de varios romances pasajeros, después de haber sondeado acertadamente tantos fundamentos humanos, si algo no querría Segal’Ena es posar ante sí misma de rebelde; últimamente se pregunta todos los días si no será una niña perpetua. Es que además los consuelos no la tranquilizan: la sacan de quicio. El criado virtual de Segal’Ena prepara todas las mañanas una máxima para ofrecerle junto con la taza de cafeto. Un día la desayuna con ésta: “La vida es frágil como una telaraña y el viento sopla y sopla sin parar”. Segal’Ena traga un sorbo de cafeto y se ilumina: se da cuenta de que el amor de ella por un hombre no va a durar, ni va a durar el amor de un hombre por ella, cualquier hombre, si ella no se las ingenia para manejar las reacciones. Pero ella no cree que pueda manejarlas. ¿Y disciplinarlas? ¿Adornarlas? Otro día la invitan a que calibre las posibles verdades que se dicen en un debate entre candidatos a Réctor de la ciudad. Segal’Ena rechaza la invitación, porque una promesa electora de reducir las emisiones de grodotexamina bien puede ser una mentira que, sin embargo, permita al candidato, cuando se encarame en el Rectórato, erradicar la inescrupulosa industria de la cuasicarn. Detrás o debajo de una verdad escondida, de cualquier temperatura que sea, puede haber varias otras verdades glaciales o candentes. Debajo de la fidelidad a la niña que fue Segal’Ena puede haber un sabotaje a la Segal’Ena amante adulta. ¿Se está quemando Segal’Ena? ¿Va a chamuscarse? Le dan ganas de volverse del revés como un chaquetón, mostrarse el forro, que caigan los bits perdidos en la entretela, pero no tiene de dónde agarrarse: no hay bordes en ella, no hay mangas ni dobladillo, es un pellejo inasible y quizás impermeable. No es que el fracaso la frustre, porque al mismo tiempo descubre que todo el mundo es un poco así, una sola superficie continua, pero la entristece. Resignadamente, en vez de volverse del revés, Segal’Ena se vuelve contemplativa.
Ahora, la contemplativa Segal’Ena mira las caras sin indagarlas ni entenderlas, los cuerpos sin oír murmullos soterrados, las laderas de los cerros de Lagrinach sin deseos de escalarlas, las cosas sin deseo de desarmarlas; mira cinco o siete minutos la esfera del reloj del cocinerillo, la hoja entre cientos de hojas, hasta que deja de saber qué culinchas está mirando; y pasado un lapso de inocencia, sea lo que fuere lo que tiene enfrente, le gana una especie de despreocupación, y en muchas de las cosas que mira empieza a ver formas que no son eso que supuestamente está mirando. En lugar de entorpecerle esta empresa entusiasta de los sentidos, el trabajo ya burocrático de valorar sinceridades la estimula. Segal’Ena ve un demonio con un pipa en la humareda del incendio de una fábrica de tejidos, la cabecita de su canario en el peinado de la esposa del Réctor de la ciudad, el pie con juanete de su tío Misio en una mancha de aceite en el pavimento, la maravillosa asimetría de las facciones de Arlio en la costra de un pastel de requesón, una mujer alzando un brazo al cielo en un enjambre de abejas; ve la frase no está permitido abandonar la tarea en las escamas del lomo de un bagre, un contable dormido sobre su escritorio en el oleaje que levanta una lancha en la laguna Synnah. Ve a una chica leyendo boca abajo en una alfombra enrollada, la figura flaca y algo rígida de su amiga Paghy en una lámpara de mesa. Se ve a sí misma en el blanco sucio de la pantalla de un cinema cuando termina la película. Días después, el viejo tío Misio le va a decir que está somatizando; que alucinar formas en los objetos no es exactamente una enfermedad, pero es un síntoma y se llama Simidolia. En cuanto el tío emite el diagnóstico, la cabeza de Segal’Ena lee la denominación al revés, o bien la lee correctamente: lee el comienzo de una estrofa poética, Ay, Lodia..., y recuerda cómo seguía ese responso que le enseñaron en la escuela: “La vida es frágil como una telaraña”... Poco después, un día la penetra subrepticiamente un mensaje entretejido en la letra de una canción de moda; está en un dialecto que ella no conoce, pero se le queda en la cabeza como una garrapata sonora. Esta invasión verbal es un suceso que no la conmueve, ni se repite. Sobre todo porque con el paso del tiempo y el espacio mental que Segal’Ena obtiene privándose de juzgar, de tanto en tanto ve en una cara la forma de esa cara misma, una duplicación de los rasgos que no es una copia y no es perfecta, pero tampoco es una falsificación sino el fruto natural de una actividad física espontánea, una escultura orgánica de un alma ávida de darse.
La fidelidad de esas caras a la información que difunde su forma la conmueve.
Una tarde de otoño, para darle a la mente el permiso de alisarse que viene pidiendo, se sienta a mirar cómo valsea el río entre las luces cambiantes de la bahía. En el mismo banco hay un hombre con un botello en la mano; bebe a sorbitos medidos, y entre un sorbo y otro saluda por fin a Segal’Ena, le advierte que va a molestarla muy poco, pero que no puede callarse, y le pregunta qué está viendo en el río, porque la nota muy atenta. Ella le contesta que francamente en este momento no ve nada; nada más que el oleaje apacible del río. El hombre dice que, si con tanta atención no ve nada más que lo que está viendo, quizá sea porque espera algo; ¿qué espera? Bueno, no es que espere, dice Segal’Ena, pero tengo la impresión de que un día de estos me voy a enamorar por un tiempo largo. El hombre le pregunta si quiere que brinden por el presagio. Ella le pregunta qué está tomando. Cerveza de hueso humano, dice el hombre: hecha de cebada y lúpulo, como tantas cervezas, más unas tazas de hueso molido de un pariente que uno quiera recordar antes de que lo entierren. O de que lo incineren, matiza Segal’Ena. El hombre, asintiendo, dice que el ingrediente le da a la cerveza una picantez incomparable, porque no hay nada más cierto que el hueso, ¿no?, y su meollo. Segal’Ena pega un sorbo, deja que el amargor o la picantez la estremezca, pega un sorbo más y devuelve el botello.
Cerveza de hueso humano, dice el hombre; un invento mío.
Instantáneamente, Segal’Ena sabe que una de las dos cosas no es verdad. Pero no le importa.
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