Sábado, 24 de enero de 2015 | Hoy
VERANO12 › POR EDGARDO SCOTT
Para Alejandro Herrera
“Possibly the fellows to the crystals on the other masts are also on our globe.”
The Cristal Egg, H. G. Wells
2Galo Malraux es uno de los mejores bateristas del Río de la Plata. Dueño de un estilo único, en sus ya más de veinte años de trayectoria Galo ha conseguido tanto el reconocimiento unánime de sus pares como el de la crítica especializada. Si bien sus primeros pasos los realizó en el ámbito del rock, en grupos under y alternativos de la década del ’90, Galo evolucionó –él detestaría esa palabra, al igual que la idea de perfeccionamiento– incorporando toda la gama de ritmos, sonidos y recursos que la música popular y contemporánea le han podido ofrecer. Galo puede pasar en una misma canción de la batería acústica a las programaciones y secuencias disparadas desde su laptop, o ir desde el kit de percusión al pad de su batería electrónica. En las pocas y ocasionales entrevistas que ha dado a lo largo de su carrera –Galo no suele dar reportajes y su vida pública, fuera de los shows, es exigua–, Galo se ha definido, antes que como instrumentista, como músico. Para la versión canadiense de Les Inrockuptibles, en un festival en 2011 en Quebec, Galo cometió uno de los pocos arrebatos de elocuencia y hasta efusividad: “Yo no soy baterista, soy músico. Pero la música adquiere su forma y expresión gracias a los instrumentos. La batería es el ritmo y el ritmo es la parte ruidosa, atonal de la música –sobre todo si está mal tocada, o sea, casi siempre–, pero afinando el oído, escuchando mejor, también es su parte más sensual, donde sus antiguos espíritus se despiertan, bailan, se liberan, se esconden”.
La biografía secreta de Galo tiene un punto de inflexión. Una noche del ‘94 –cuando su nombre ya era parte del circuito y él tocaba en varios grupos–, Galo no podía dormir. Sentía una dureza, una incomodidad en la espalda. Al comienzo, pensó que la sábana o alguna de las mantas tendría una arruga; después, que se habría acostado sin darse cuenta arriba del control remoto o de alguna prenda, pero Galo giró hacia uno y otro lado de la cama, y la incomodidad persistía; por fin, desvelado, se levantó, prendió la luz, despejó y sacudió las sábanas por completo y no encontró nada. Fue hasta la cocina, tomó un vaso de agua, volvió al dormitorio y, aún desconcertado e insatisfecho, apagó la luz y volvió a recostarse; entonces pudo sentir –si fuera ésa la palabra– que la dureza estaba en su espalda. Galo se incorporó a oscuras en la cama, volteó ligeramente, llevó hacia atrás su brazo derecho, y ya sobre la remera, apenas debajo del omóplato derecho, sus dedos reconocieron el huevo.
Galo no fue un músico precoz; de hecho, y considerando la destreza que ha desarrollado, comenzó a tocar bastante tarde. La historia o leyenda que se repite destaca el azar de su vocación. Sin padres músicos, ni siquiera aficionados a la música, a sus quince años, Galo pasó un verano en la casa de un amigo que, un poco por capricho –y también por impostura– les había pedido a sus padres una batería de regalo cuando pasara de año. El chico finalmente ni la usaba y la batería estaba intacta en un altillo desde el verano anterior. Cuando Galo entró en ese altillo y vio la batería (una Rex de cinco cuerpos, de cascos plateados, que aún conserva), Galo sonrió, como si reencontrara un destino que, acaso como esos nombres sabidos, pero momentáneamente olvidados, por fin recuperaba. Ese amigo lo ha contado en varias oportunidades (su amigo sí ha dado infinidad de entrevistas, es un manager muy conocido): Galo se sentó a la batería, se acomodó, y lenta y simplemente, empezó a tocar.
Desde aquella noche del ‘94 el huevo está en la espalda de Galo, y si bien ha crecido, ese crecimiento ha sido extremadamente paulatino. Orgánica y funcionalmente, el huevo no parece traerle ningún problema; Galo no tiene ni siente ninguna dificultad ni dolor. Y tal vez esa circunstancia sea otro de los motivos por los que nunca hizo una consulta médica. Es cierto que no puede dormir boca arriba, pero antes del huevo Galo tampoco dormía en esa posición. Desde su hallazgo, el huevo se ha convertido en un secreto, su mayor secreto. Nadie, salvo él, sabe de su existencia. El huevo es un secreto y es también una vergüenza. Galo lo juzga como a una especie de grave defecto, como una joroba o un ojo de vidrio, como si le faltara un dedo, un diente o tuviera una de esas grandes verrugas con pelos, aunque en una zona del cuerpo que no suele dejarse ver.
Si bien el huevo nunca ha desaparecido, ni siquiera se ha reducido, Galo no piensa en él cuando toca. Cuando toca, para Galo sólo existe la batería, el ritmo y la música, y en ese mundo el huevo no tiene ningún acceso ni lugar. Eso no quiere decir que la música sea un trance, que Galo cuando toca entre en alguna clase de enajenación; todo lo contrario, la batería le exige una conciencia total, una concentración en velocidad. “Es el único deporte más completo que la natación”, suele bromear. “La anarquía del cuerpo encuentra su mejor orden, su orden musical, en la batería y la técnica de Galo”, es la traducción que ha hecho un crítico de la célebre ocurrencia. Y en ese orden perfecto el huevo es un desterrado. Sin embargo, cuando Galo ha pensado en esa ausencia, Galo construye una imagen medieval: un conjunto de perros sin dueño, flacos, perdidos, sarnosos, esperando del otro lado del foso a que bajen el puente, para volver al castillo.
El huevo ha comprometido sobre todo su intimidad sexual. Tanta es la vergüenza que Galo no puede soportar la idea de que alguien –incluso una desconocida, incluso una prostituta pudiera mirarlo y descubrir su estigma; a raíz de esto, algunos músicos han sugerido en voz baja la homosexualidad o al menos la asexualidad de Galo. Y a pesar de su bajo perfil, el rumor ha tomado la consistencia de una evasiva. Lo cierto es que cuando Galo se masturba en su intimidad, frente a convencionales imágenes pornográficas, hay un momento posterior donde en el espejo del baño, antes o después de limpiarse o ducharse, gira, y observa en el espejo si el huevo ha cambiado de aspecto. Galo lo estudia y alguna vez, como cualquiera, le habla.
Desde hace un par de años, Galo sospecha de un compañero de su banda. En verdad, es el cantante de su primera banda, un proyecto que Galo, por costumbre, nostalgia y compromiso, retoma una o dos veces por año. Desde que el huevo apareció en su vida, con metódica prevención, Galo siempre trata de estar de espaldas, contra una pared; que nunca haya nadie detrás suyo; también ha aprendido a evitar o escoger su lugar, apartado o retrasado, en el final de los shows, cuando todos los músicos se alinean, se estrechan y se inclinan ante el público. Puede verificarse en distintas fotografías: nunca hay un brazo ajeno detrás de su espalda. Pero hubo un ensayo, donde el cantante de su primera banda, mientras Galo estaba afinando la chancha, lo tomó por sorpresa y lo palmeo de atrás para saludarlo; lo palmeó en la espalda y lo palmeó –para Galo– alcanzando a rozar el huevo. Todo podría haber pasado desapercibido; el cantante no había sentido nada o quizás había sentido algo a lo que no le dio importancia. Sin embargo, cuando Galo giró, mostró una expresión de lejanía y frialdad; el cantante encontró en la cara de Galo rastros de horror y extravío. Y aunque Galo recuperó el aplomo de inmediato y quiso sobrellevar el momento, los dos ya habían coincidido en ese intervalo oscuro, en esa efímera tiniebla. El cantante nunca le dijo nada, pero Galo percibe desde entonces una diferencia en la relación, y cree que todo es a consecuencia de ese momento. Para Galo, el cantante sabe del huevo, ha entrevisto su secreta desgracia. Y ése es otro –el principal– motivo para no abandonar un proyecto musical que ya no lo entusiasma: no quiere levantar sospechas; tiene miedo de que el cantante revele lo que sabe. Galo cree que seguir tocando en ese proyecto es su parte de un tácito pacto de silencio. La fantasía de que el cantante se muera e, incluso, de mandarlo a matar, retorna sin fuerza cuando cada tanto Galo debe retomar los ensayos con ese proyecto.
En los sueños, el huevo toma formas y misterios amables. Casi nunca Galo ha tenido pesadillas con el huevo. Se repiten variantes un poco infantiles: el huevo es como un zeppelin y Galo es la pequeña nave debajo; el huevo es como una de esas grandes pelotas en las que la gente se dobla para mejorar su espalda, o jugar y relajarse; el huevo es una ardilla o un hurón curioso, que un día empieza a moverse debajo de su piel y le hace cosquillas por todo el cuerpo. Sólo un par de veces Galo tuvo sueños malos: en uno, el huevo explotaba y era tal la lesión o el daño que lo agujereaba, dejando una ranura perfecta y angustiante en su tórax, pero ese agujero no era mortal; extraña y milagrosamente la explosión sólo empeoraba el estigma, porque ahora era casi imposible disimularlo. En otro, el huevo era un ardor permanente, que le provocaba a Galo rachas de una fiebre de trópicos, una fiebre alucinada que lo asaltaba una o dos veces por mes, durando varios días, y que lo llevaba a suspender giras y conciertos. Pero en cualquier caso Galo nunca tuvo sueños patéticos; nunca tuvo sueños “realistas”, donde el huevo pudiera ser, por ejemplo, un tumor maligno.
Alguna vez, no muchas, Galo ha pensado en extirparlo. Sabe que debería ir a un dermatólogo directamente, aunque cuando lo juzga más grave, considera que sería mejor que primero lo viera un médico clínico. Imagina que el huevo, para la medicina, debe ser un quiste sebáceo importante, que se ha ido y que recomendarían sacar. O un gran absceso. Galo calcula que lo sacarían mediante algún tipo de intervención que lo explote o deshaga, pero también piensa que lo más probable sería una operación con anestesia local. ¿Por qué Galo sin embargo no ha hecho una consulta médica? No sólo por su aprensión a un diagnóstico negativo y preocupante, sino porque Galo teme que el huevo sea un ejemplo más de aquella clase de cosas que la medicina todavía desconoce y no sabe cómo tratar. Después de tantos años y de su pacífica, silenciosa convivencia con el huevo, Galo se ofusca y se enoja ya con la mera probabilidad de verse como un conejillo de Indias, frente a balbuceos y continuos e inútiles exámenes y estudios; se imagina siempre exhibido, manoseado y nunca curado frente a un confuso coro de médicos, expertos y aprendices. Por otro lado, la salud y el físico de Galo son los de un atleta, y el huevo nunca le ha provocado ninguna molestia ni contratiempo. Y algo más. Aunque a Galo le costara admitirlo, cuando se imagina sin el huevo –después de una exitosa y sencilla intervención– Galo imagina su vida más aburrida; imagina que su vida, sin el huevo, sería mucho más vacía, común, e indiferente, y sobre todo más parecida a las vidas seriadas que suele llevar todo el mundo, y que Galo desprecia.
El huevo está en el centro de la espalda, un poco desplazado hacia el hemisferio derecho. Una mano pequeña y ahuecada, que imitara una ventosa, sería la mejor manera de imaginarlo a cubierto. Sus colores y textura varían, más allá de la luz; a veces el huevo es violáceo, a veces es de un rosa intenso, colorado, pero Galo también ha contemplado la maravilla de cuando el huevo se vuelve de un negro azabache, de un gris perlado, o cuando parece esmerilarse y latir en notas amarillas, turquesas o de un naranja tornasolado. En los ya remotos primeros días, Galo intentó pulsarlo y explotarlo como a un grano cualquiera, pero no emprendió esa tarea con demasiada violencia ni decisión. Lo extraño era que incluso entonces, cuando lo apretaba, el huevo no le generaba ningún dolor ni molestia, apenas si parecía reconcentrarse y endurecerse. A pesar de su incuestionable materialidad, el huevo nunca se confundió con una cosa más entre las cosas, siempre ha sido motivo de reflexión, inspección y fantaseos.
Galo entiende al huevo como una condición, y cuando incluso alguna vez ha cedido al canto de sirenas del orgullo y la ignorancia, lo ha juzgado un precio en verdad bajo por su inigualable talento. El huevo ha impuesto sus condiciones y circunstancias, y es sabido que las condiciones y circunstancias son la única forma del destino. Pero con intermitencias, en el final de un show en Caracas, en el 2009, en el ensayo de otro, en Tokio, en el 2011, y en el tercer show de la serie de doce conciertos que lo llevó por su última gira de festivales de verano europeos, Galo ha sentido que el huevo, como un nervio prodigioso y vertebral, o como una conexión muscular y luminosa, comenzaba a alterar –siempre dentro del tiempo, por fortuna– el ritmo que él estaba tocando. El huevo se expandía hasta la punta de los dedos de su mano izquierda, hasta el palillo con el que pegaba al tambor, y hasta la sensible planta de su pie izquierdo, con la que modula el pedal del hi-hat. Fueron apenas destellos, relámpagos –Galo también pensó si no habría sido apenas una sensación, una irrealidad–, pero en cada caso hubo comentarios de críticos, y también de alguno de sus músicos, que señalaron después del show la novedad, la ocurrencia: ¿Qué fue eso que hiciste? ¿Qué fue eso que tocaste durante tal tema, en tal compás? Galo en algunos casos evitó el comentario y en otros mintió o contestó vagamente.
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