Sábado, 28 de febrero de 2015 | Hoy
Por Luis Chitarroni
Era rencoroso y persistente Pablito “Cocoliedro” Tesore, casi como yo. Pidió permiso para ir al baño. No exagero, levantó la mano. Después me pidió un cigarrillo porque “estaba dejando de fumar”. Por suerte había un atado que se había olvidado Madrigal.
Cuando volvió, dijo:
–Me doy cuenta de que no soy la persona adecuada (en este caso, su única rebelión era con la sintaxis: no subordinaba por recato) para lo que me pidieron que haga. “Ellos” (pellizcó el aire de nuevo con comillas invisibles, en un nuevo acto de sumisión, esta vez a sus “protectores”) me dijeron que pensara en otro para la campaña del reencuentro. Que te hiciera compañía, que se pareciera más a vos. Y a mí se me ocurrió... el Chino Wiesbaden. Justo en el baño, mientras miraba eso colgado que tenés... ¿qué es?.., se me ocurrió. ¿Qué es eso que tenés colgado en el baño?
“Ellos” eran los de siempre –Moncloa, Sufeito, Ingrao–, ex compañeros de la secundaria con los que no había quedado yo en buenos términos cuando la terminamos.
–Vos te debés acordar, porque... ¿se llevaban bien con el Chino, Turati y vos?
Le dije que sí, que nos llevábamos bien.
–Por favor, no lo tomes a mal. Todo el mundo tiene celular. Ellos a mí me usan como una especie de comodín y me piden cosas.
–Lo del baño es el regalo de un amigo. Fondo de Hiroshige, un ready made te explico qué es más tarde. Mandame un mail, Pablo, después de consultarlos.
–¿Un amigo o una amiga? –preguntó entonces Pablo–, porque está firmado con labial. Y no tenés que explicarme qué es un redimei porque lo sé, aunque mi mujer no lo pronuncia así. (¿Quién era su mujer? ¿Qué hacían esas palabras en la despintada boca de Pablo?)
–Cierto que éste es un país generoso. Y ahora, agregó, guerfrendi. Dejá de hacerte el raro vos.
Creo que no le gustó mi sonrisa, que no era irónica, sólo un reconocimiento tardío de lo que había dicho.
–Si querés armamos una colecta y te regalamos el celu. El Chino es parecido a vos, siempre anda inventando cosas. Era un bocho, ¿te acordás? Escribió un toco de libros. De Educación y de los otros. Tiene más chapa y cocardas...
Los auriculares gigantes le daban un aspecto un poco sobrenatural a Cocoliedro. Había venido oyendo indistintamente Phil Collins y Manhattan Transfer. A uno por nostalgia; a los otros porque se los había perdido. Ahora asistía a un coro de desafinados que dirigía nuestro ex compañero Nelson Freire. ¿Se había convertido en director de coros, Freire?, pregunté.
–No, no, es kinesiólogo –me dijo Pablito Tesore. Agregó:
–Y desafinado, como yo.
¿Cuántos inspectores de apariencia más tendría que aguantar en casa?
–No me obligues a avergonzarme –me pidió, un poco después de pasarse un rato revisando los mensajes de texto que le habían llegado, mirándome con sus ojos de corto alcance.
La palabra para definir a Cocoliedro es y había sido siempre esmirriado. Procedía de una familia de Treviso (conocí a su madre y a su padre), fue la primera persona de la que oí que había sufrido un surmenage. Dirigiéndose a la puerta de entrada, que por suerte es, en beneficio de las supersticiones y la síntesis, también la de salida, se detuvo. Esperé que fuera por última vez. Empezó a contarme las fogosas –y fatigosas– fantasías a las que solía aventurarlo su mujer, pasada la medianoche. No tenían hijos. Ella sí, de un matrimonio anterior. Una chica, una hija. Se acostaban tarde. No antepuso la adversativa: lo dijo como si entre los términos interviniera –mediara– una relación de consecuencia.
–Ella te conoce, aunque no leyó tus libros. Me pidió por favor que no me olvidara de dejarte su tarjeta.
Y procedió a mostrarme una de esas imágenes que se llevan como equipaje en los aparatitos, aunque el celular no haya sustituido del todo a la billetera. Con la mayor indiferencia, fingí prestarle atención.
Me contó que hacía unos meses, por jaquecas intermitentes y desarreglos sexuales y de la memoria, había ido, a instancias su mujer, al consultorio de un neurólogo.
¿Pero acaso la mujer de él no era –creí recordar– neuróloga?
–No, egresada de Bellas Artes, artista, performer y crítica; ahora, curadora.
Me debía de estar confundiendo con otro. Con otra mujer. Con la mujer de otro.
¿La de Wiesbaden?
La ex de Wiesbaden, sí era neuróloga. La mítica, la primera; la del medio, maestra jardinera; la actual, becaria del Conicet.
La suficiencia con que contestaba excedía cualquier satisfacción... Lo complacía mucho contestar estas preguntas con esa suficiencia que excedía lo satisfactorio, como si yo pudiera organizar para la próxima vez que nos viéramos una lista de preguntas acerca de la profesión de las mujeres de sus amigos.
Le habían hecho una serie de estudios sin resultados negativos, así que el neurólogo lo derivó a un psiquiatra, que encontró una anomalía a partir de ciertas dificultades con los recuerdos, que Tesore le confesó entusiasmado, y lo hizo retroceder otra vez hasta el neurólogo. Otro neurólogo, el primero de una serie más curiosa.
–Y ahí sí me jorobaron. Desde entonces, vivo pastillado.
Parece que se trataba de un mal de... Tesore no se acordaba el nombre que bautizaba los síntomas. En resumen, era algo así como que su memoria transportaba el detalle de una escena a la siguiente, e incorporaba ese detalle en el otro recuerdo sin fijarlo del todo (1).
La memoria de Tesore era un compendio de errores provocado por la sucesión. El comercio entre esas imágenes no inventaba un tercer recuerdo, sino que contagiaba la escena con detalles de la anterior. ¿Qué podía esperarse del mensaje, cualquiera fuera, que Pablito Tesore iba a transmitirles a “ellos”? Acaso mi memoria también fuera “eso” y yo todavía no lo hubiera averiguado.
Le abrí la puerta a Cocoliedro sin entender lo que decía. Habían tratado de pasar por debajo una encomienda gruesa, pero se negó a hacerlo después de haber lamido el borde de la puerta. La levanté, pisoteada (¿había precedido la llegada de Pablo?), y la dejé en la primera superficie de apoyo que encontré.
La noche de la visita de Cocoliedro soñé con la novia de tercer año de mi mejor amigo de la secundaria, Horacio Lovisolo. Horacio exhibía la mayor parte del tiempo, como trofeo de la falta de interés por su persona, una especie de anillo de moco que iba de la fosa nasal derecha a la izquierda (o viceversa). Inherente, se decía, perdurable. Que a esa altura parecía de nácar.
Contar sueños, convengo con todos los autores que lo desautorizan, nada revela y a nada conduce, pero pasé la vida admirando escritores que lo hacen.
Al revés del desplante con que la edad es capaz de aceptar que el tiempo nos presente por segunda vez una réplica deteriorada de nuestro primer amor, la falacia de la edad absoluta mitiga con detalles accesorios, de vuelta el mal de Muybridge, las imágenes que vemos por primera vez. ¿Vemos de verdad algo por primera vez?
En mi sueño Dolores (el nombre, entonces, era una muestra involuntaria que realzaba su tilinguería, asumida sólo como superioridad social) parecía tan privada de corrupción y secreta como un sueño ajeno. Ella era de una naturaleza inalcanzable, no porque rechazara el contacto sino porque parecía solicitarlo con implícito desdén; las calidades parciales –tablas inestables: el pelo y el perfil único– sobresalían.
En el sueño la besaba sobre una superficie almohadonada o almohadillada, algo tan blando, en cualquier caso, como para permitir que nos hundiéramos en una materia blanca o gris sustancialmente repugnante. Ella se había sacado el corpiño, que en esa época estoy seguro no necesitaba, y unos brackets, que llamábamos entonces “aparato”, y que ninguna chica con un resto de cordura se habría animado a lucir a la luz del día. Excepto esa cuya belleza fuera tan suficiente como la víctima de un encantamiento (nuestra castidad nos autorizaba a estas hipótesis feéricas).
Dolores en caftan nos había iniciado en una especie de misticismo indio por entonces en boga, guiándonos a un ashram, y después, en nuestra laboriosa fuga inmóvil, supuestamente, vía la leyenda del tamarindo, a una especie de Katmandú, atiborrando de incienso los lugares de tránsito y haciéndonos creer que lo que guardaba en su morral o en su yica –a veces convidaba– era haschisch traído de Tánger o de Ibiza, paraísos equivalentes para nosotros –o para mí–, donde su tío paterno vivía o había vivido. (Tenía un gusto subterráneo y repelente a raíz acidulada, y olía a mierda, así que tal vez fuera haschisch.) Aparte, nos había convidado con la receta de Wilhelm Reich para acaudalar orgones. Reich era el único teórico que Horacio Lovisolo le dejaba con indulgencia leer, porque maridaba –hubiera dicho Dolores hoy– el marxismo con el psicoanálisis.
Horacio, mi mejor amigo, a esa altura de la secundaria –pintábamos un convento de la calle Arroyo, creo ya haberlo dicho, mientras leíamos el Antidühring de Engels– me había regalado su rotring, su tatami, su kimono y, sin el consentimiento de los padres, el escritorio de ocio y la biblioteca Thompson de un tío –hermano de la madre, parte rica de la familia–, que murió soltero en la pobreza (era escribano pero había terminado siendo sólo rutinario escritor en la ruina). Y dos corbatas. Tal vez porque no tenía gusto yo: para instruirme en eso también. Poco concesivo como era –esclavo marxista, lo increpaban, lo increpábamos–, nunca nos cedió un ápice de su novia a nosotros.
Después de su ruptura con Horacio, Dolores nos rebotó al Bebe Pestalozzi, a Mumi Moncloa, a Ingrao, a Sufeito, a Turati y a mí, y predispuso contra todos a todas sus amigas, convirtiendo el harén en una hueste de malevolencia. El sueño, que no tenía fin (o que mi represión obliteró) prologaba un ensueño largo, también en posición decúbito supina. Un eclipse nupcial permitía a muchas las mujeres de los otros que yo deseaba –¿a todas?– participar en una ceremonia adúltera financiada por una secta o sociedad criptoerótica, de arsenal y recursos inagotables.
La secta procuraba a sus feligreses guantes, máscaras, antifaces, consignas –Istonio, Fidelio, Idomeneo–, preservativos y botas de montar o de siete leguas para la despedida de los labios de las piernas larguísimas de Nicole Kidman (resto diurno establecido con imperturbable nitidez: estaban pasando la última película de Kubrick por la tele cuando me quedé dormido).
Hipnagógicas, unas jóvenes luminosas con uñas azul oscuro y opacos y espléndidos muslos plagados de tatuajes, ahogaban calabazas de Halloween con las facciones reconocibles de mis ex compañeros de secundaria (Lovisolo, Pestalozzi, Tesore, Wiesbaden, Catanzaro, Freire, Moncloa, Sufeito, Ingrao). Otras, con pulseras y ajorcas en brazos y antebrazos –catadoras, curadoras– las probaban y aprobaban antes, hundiéndoles los dedos con la codicia erotómana de la consulta de madurez en los melones pálidos y en las demás cucurbitáceas.
Vivo en un departamento estrecho, corto, de circulación única, muy bien ubicado (a pocas cuadras del convento que alguna vez ayudé a pintar). Por eso el día de la visita, en cuanto Tesore se fue, no tardé en reconocer esa mezcla de descomposición mezclada con el olor a tabaco que destilan “las personas que están dejando de fumar”.
La toalla tenía a esta altura unas vetas o várices dignas de descrédito. Eran casi protuberancias. (Madrigal me dejaba usar sólo jabón blanco de tocador en el lavabo: su ausencia brillaba.)
No pude dar con la colilla (la esmirriada también ventana es una invitación a la fuga, al suicidio de los objetos minúsculos), pero la sólida deposición que encontré en el inodoro era el anagrama reconstruido; una especie de rúbrica adicional acentuaba el carácter tal vez no alevoso de la ofensa, que tenía la deferencia tipográfica de parecer –aunque sólo lo era– una coma fecal. Tenía coartada: como trofeo de su visita, respondía a esa indolencia perseverante que nadie se atrevía a reprocharle a Tesore. ¡Había tenido un surmenage! De modo que podía explicarlo con su mohín de niño cantor de Viena albino, y acompañarlo con el gesto de encogerse de hombros. Distraído con el ready made de mi amiga, el esmirriado mensajero de mis enemigos –el go-between, el correveidile, el comodín– se había olvidado simplemente de apretar el botón.
Unos pocos días después me tocó ir a una galería de arte que inauguraba una muestra conjunta. Fui solo. Estaba pasando por un cómodo intervalo en mi relación con Madrigal.
Era una muestra de tres artistas de tendencias similares, colgada con buen criterio, en la galería Missolonghi.
Un crítico llamado Máximo Marusi había opinado, antes que todos (lo conocía de sobra; su costumbre, su preocupación era competir). “Los tres mosqueteros le ganan a Audran”, había titulado su columna.
Los tres mosqueteros eran Artime, Veblen y Katsimbalis, que practicaban a su manera una “épica de la disuasión”. Del relato curatorial, por ejemplo, nada había podido colegir; ni un atisbo de intención del ejercicio narrativo había sido advertido por “el adelantado” (su desprecio por la anécdota lo condenaba a ese suburbio de la mediocridad en el que medran los incomprendidos). Cada cuadro parecía anticipar algo del siguiente, corregirlo o, ya en un alto grado de subjetividad, disimularlo o disminuirlo.
Me detuve al salir. La muestra se llamaba Ficciones inestables; la curadora, Irene Toubiana. Su foto me provocó inquietud. Como reflejo condicionado del freak book o como asociación de ideas generalizada, eso de poner la imagen de uno, colgarla en un altar del ego dejado atrás, no parecía estimulante ni halagador. Sin embargo, ¿de dónde conocía yo esa cara?
El mal de Muybridge es un parpadeo, un grano de incertidumbre lo anima y lo habita. Cuando se difunde es, decía el doctor Pinder–Schlöss, algo así como “el polen de la verdad”. Yo había estado de novio con la mujer de Pablito Tesore, acababa de comprobar. En la adolescencia. Poco después o poco antes, mal de Muybridge, o bien apenas ayer, no puedo precisarlo. Que era menos radiante pero no menos admirable que Dolores. Más voluptuosa, más plebeya y menos tilinga, las cejas y las pestañas definidas como un contorno de Roualt. Ya entonces pintaba unas acuarelas en exceso aplicadas, decorativas (ella misma se quejaba). Había quedado huérfana de madre y su padre, que no se había vuelto a casar, trajo vivir a la casa una mujer fea, que Irene detestaba. En compensación, le habían regalado una perrita. Nos quedábamos quietos en un banco del Parque Chacabuco cuando oíamos el paso firme de su papá –¿martillero público?– y, al lado de él, el chisporroteo de llovizna de la perrita chihuahua.
Ella me había dejado tocarla abajo casi con insolencia (Irene, no la perrita, que sólo persistía en lo bajo, no en lo oscuro). La insolencia era entonces nuestro mal o bien compartido. ¿Quién hubiera podido distinguir en esa ínfima semilla de la memoria esta versión ante la que tenía yo que bajar los ojos?
Busqué en casa la tarjeta de la mujer de Pablo Tesore, que Cocoliedro me había dejado. Estaba exactamente ahí, debajo de la encomienda (libros, libros de Chile). Leí para tranquilizarme. No, no se movía como los recuerdos “nómadas” del síndrome de Muybridge.
Ella se había cambiado el apellido: Aschero le debe de haber parecido inapropiado para una crítica de arte, y el anagrama implícito en el apellido de su marido, inaceptable. Me arrepentí de no haber mirado con atención la imagen del celular, en la que la huella digital de un instante anterior la hubiera rejuvenecido.
(1) Todo tiene un largo desarrollo y, a lo largo del siglo veinte, su acompañamiento onomástico paralelo. Empezó siendo “el mal de la enciclopedia” y luego “el mal de Bourbaki”, hasta alcanzar (en 1969) la denominación actual, en apariencia definitiva, porque a pesar de cierta inferioridad de precisión semántica, abarca un lugar sin límites de fidelidad conceptual. El doctor Linus Latimer, discípulo de Elkhonon Goldberg, discípulo de Alexander Luria, había logrado aislar en un paciente los componentes –si se dice así– del síndrome. Se trataba de un aventajado estudiante de Bellas Artes que, ante una consulta iconográfica del Courtauld Institute, había añadido a Las meninas un perrito de Van Eyck, por lo que al mal se lo llamó un tiempo “la enfermedad de Arnolfini”. Se empezó a hablar, en estos recuerdos “frescos” pero diferidos, de células fósiles y nómadas y de tablas de inestabilidad. Entonces al doctor Latimer se le ocurrió añadir un ingrediente inusitado e imprevisible –la velocidad– y obtuvo otro resultado, imperfecto pero menos alejado de la verdad. Era como descomponer la solidez del tiempo, que no es sólido en absoluto, en grageas gaseosas, amenazadas siempre por una especie de identidad sobresaltada. Por lo demás, los ajustes fueron haciéndose en lapsos, si bien no prolongados, de atenta observación. Y si en el comienzo se le concedió al mal una propagación acaso imprudente en el catálogo de imágenes que cada cual lleva consigo, fue a partir de los estudios del Dr. Pinder Schlöss, discípulo de Latimer, que se concluyó en que las partículas de contaminación, en la medida en que eran aledañas, anejas, cercanas, incidían menos en el síntoma, volviéndolo confuso, borroso, cuando el mal empezó a acariciar sus límites. “Algo que se contrae en el tiempo, se contrae con anticipación y, en mayor medida, en el espacio”, había afirmado Latimer, “pero eso no quiere decir que la simetría o la armonía preestablecida se hayan apoderado de la definición”. Y a partir de esta conjetura disfrazada de certidumbre, el equipo que lo respaldaba –en particular el doctor Pinder Schlöss– empezó a darle crédito a la contaminación milimétrica de los archivos fotográficos del primer fotógrafo del movimiento. Desde entonces, los tests liminares se hicieron siempre con las imágenes de Animals in Motion y la enfermedad fue referida como “el mal de Muybridge”.
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