Sábado, 2 de enero de 2016 | Hoy
VERANO12 › POR GUILLERMO SACCOMANNO
Esta es la historia de un hombre y una mujer que, enamorados, estuvieron siempre juntos desde que se conocieron hasta el momento de su muerte, a los ochenta y siete años. Sus nombres, Miguel Angel Bermúdez y Lidia Josefina Uriarte. Ambos, oriundos del mismo pueblo, Las Flores, provincia de Buenos Aires, donde nacieron en 1927. Se pusieron de novios a los quince años, se casaron a los veintiuno. Por entonces Miguel empezaba a trabajar en el Banco Nación y Lidia recién se recibía de maestra normal.
La carrera de Miguel en el banco tuvo varias geografías. Trabajó en filiales de todo el país. Por remotos que fueran los destinos donde el banco lo trasladaba, ambos vivían cada mudanza como una aventura turística. Durante los cambios de domicilio, allí donde fueran, Lidia y Miguel eran considerados una pareja modelo. No sólo se los veía enamorados. Estaban enamorados. Apenas llegaban a un pueblo, por ejemplo, Caleta Olivia, se ganaban rápido el aprecio tanto de las fuerzas vivas como de los catacruceños del petróleo. No había geografía que les disgustara ni ser humano al que no le encontraran un rasgo para ser apreciado. Así como Miguel se ganaba la simpatía de todos, Lidia pronto se empleaba de maestra y se convertía en un modelo de docente. No se conoce el país, decía Miguel, si no se conoce a su gente. Y la mejor manera de conocerla, decía Lidia, es en su lugar. Y más se desprende uno de prejuicios, decía Miguel. Los indios, antes que indios, son humanos, decía Lidia, que no tenía reparos en dedicarles toda la atención a sus alumnos criollos. Ustedes deben ser comunistas, les dijo un ingeniero del Rotary cuando vivían en Mendoza. A nosotros no nos interesa la política, le aclaró Miguel. Sólo el ser humano. Y Lidia aclaró: Mi marido juzga al prójimo por lo que es y no por lo que tiene. No creemos en los valores materiales sino en los espirituales. En estas frases simples podía resumirse su filosofía. Tenían una visión práctica y sencilla para cada conflicto. Cualquier dificultad la enfrentaban con una sonrisa. Era difícil no quererlos. Y también no envidiarlos.
Los Bermúdez irradiaban seguridad en sí mismos y en su relación. Eran una unidad. Transmitían una impresión admirable de salud, vitalidad y alegría. Todo en sus vidas era bueno y daba gusto. A Miguel las mujeres lo observaban con suspiros y Lidia, allí donde iba, atraía las miradas de los hombres. Dolía verlos. Cualquiera que se detenía a contemplarlos se sentía desgraciado.
Miguel trabajaba en el Nación de Paraná cuando Lidia quedó embarazada. Lidia se puso más hermosa aún. Hermosa y, por qué no, deseable. Si algo le faltaba a la pareja para completar el aura de felicidad que emanaban era una criatura. No faltó un comentario resentido al respecto: Quiero verlos si les nace idiota o deforme, a ver qué cara ponen. Ni idiota ni deforme, Lidia perdió la criatura una noche de tormenta. Diluvio, truenos, relámpagos y la crecida del río. La inundación. Esa noche que parecía el fin del mundo, fue el fin de su embarazo. También de la esperanza de volver a quedar embarazada. Tal el diagnóstico.
El drama pareció afirmar aún más la fortaleza de sus sentimientos. Consultaron especialistas, viajaron a la capital una y otra vez. Hasta arribar a una conclusión: aceptarían la sentencia de la fuerza sobrenatural –se llamara Dios o destino–, que había decidido privarlos de hijos. No había adversidad que pudiera contra ellos. Eran invulnerables a la maledicencia, el mal de ojo y toda miseria humana.
Miguel había sido trasladado a Rosario. Pronto lo notó. El padre de un alumno, un estanciero, le arrastraba el ala a su mujer. No acosó a Lidia con preguntas, no atenuó su ternura ni tampoco permitió que la certeza del engaño modificara la mínima rutina diaria. No dejó que la rabia lo cegara ni tramó una venganza. Dejó pasar el tiempo. Fueron unos meses largos, casi todo un año. El estanciero iba al Nación cada dos semanas. Un mediodía Miguel le preguntó si podían tomar una cerveza. Que lo esperase en un bar de la ribera. Cuando Miguel llegó, el hombre no estaba. Se sentó, pidió una cerveza, esperó. Esperó una hora. Supo que el otro no acudiría a la cita. Al volver a su casa en Fisherton, Lidia estaba acostada, desnuda, llorando. Miguel también se desnudó.
Nunca volvieron a hablar de lo ocurrido. Si alguna vez, en la Rural o en el Jockey, se cruzaba con aquel hombre, se saludaban como si nada hubiera pasado. Y, en verdad, nada había pasado. Miguel tenía una explicación de por qué Lidia había tenido ese desliz: la imposibilidad de ser madre. Pero nunca le contó a Lidia lo que pensaba. No valía la pena revolver el asunto. Poco después, en el otoño, a Miguel lo trasladaron a Trelew. A los Bermúdez los entusiasmó el nuevo destino: el viento patagónico terminaría de limpiarlos.
En Trelew, Miguel ocupó un cargo jerárquico. Y Lidia una vacante de profesora en el liceo. Si bien habían vivido antes en la Patagonia, los dos tenían la sensación de que esta vez era diferente. El sur tenía fama de ser, además de tierra de exilio, una tierra sanadora. Acá se empezaba de nuevo. Y uno podía darle otro rumbo a su existencia. Aunque tenía algunas canas, Miguel se sentía dueño de una energía desbordante. Le atribuyó esta energía al romance con una odontóloga, una viuda joven. Como en toda comunidad chica, el rumor de la relación no tardó en llegarle a Lidia. Pero ella no le dio importancia. Si Miguel tenía una amante, ella misma era la responsable. Miguel se estaba quitando de encima la rabia de su engaño en Rosario. No iba a durar demasiado esa aventura, pensó. Y se equivocó. Duró dos años. Y en todo ese tiempo Lidia, igual que Miguel cuando ella lo engañaba, no cambió su comportamiento en lo más mínimo. La mentira de Miguel, lejos de amargarla y de dejarse estar, la estimuló. No sólo se puso más apetecible sino que se convirtió en una compañera ardiente como Miguel nunca había soñado. Miguel, a su vez, sintió que estaba más enamorado que nunca de su mujer. Y terminó dejando a la viuda. Más tarde la misma chusma que había informado a Lidia de la relación de su marido le comentó que si había cortado se debió a un embarazo. Miguel no había querido que la otra siguiera adelante. A Lidia le dolió enterarse. En su imaginación soñó que la otra moría en el parto y que ellos criaban a la criatura. Un sueño, nada más. Una locura, también. Cómo se lo podía imaginar.
En los años de la dictadura Miguel fue gerente en el Nación de Madariaga y Lidia directora de una primaria. Como en todas partes, también acá se integraron pronto. Aunque los locales se jactaban de ser un pueblo gaucho y tenderle siempre la mano al visitante, era cierto que la amistad campechana con que eran recibidos se debía en gran medida a sus puestos. Ser gerente del Nación y directora de escuela era mucho más que ser alguien. Para el matrimonio este pueblo era un oasis comparado con lo que, se decía, pasaba en el país. Por un tiempo agradecieron a esa fuerza sobrenatural –Dios o destino– no haber tenido hijos. De ser padres, sus hijos ahora tendrían veintitantos. Y, con seguridad, estudiarían una carrera universitaria lejos del hogar. Ya se sabía en estos tiempos qué suerte podían correr los hijos que se criaban apartados, especialmente los que iban a estudiar a La Plata. Sus hijos no habrían sido la excepción, habrían estudiado en La Plata y en La Plata habrían desaparecido. Esa fuerza sobrenatural –Dios o destino– sabía por qué hacía las cosas. Fue en esta época que, además de comprar terrenos en Pinamar, construyeron un chalet frente al mar.
Desde que se habían casado no fueron pocas las crisis que atravesó el país. Y de todas salieron ilesos. No se podía atribuir sólo al talento administrativo de Miguel con respecto a sus ahorros, bienes, inversiones. También incidía que su pequeña fortuna fue creciendo a través de los sucesivos traslados y ascensos en su carrera. A la confianza que les transmitía a sus superiores debía sumarse también el aprecio de los influyentes de todo pueblo al que arribaban: gente de campo, comerciantes, los pequeños propietarios que, al solicitar un préstamo, tenían siempre en cuenta una atención con Miguel. Lidia, por su parte, como docente pero también como esposa de una figura prominente, nada menos que el gerente del Nación, participaba en actividades de caridad y beneficencia. También ella inspiraba confianza. Por supuesto, la pareja también había sido del círculo de algún político sospechoso y sabido de sus enjuagues. No les faltó cerca un militar cuyo patrimonio se incrementaba en los años de la junta militar. En esos casos, que no habían sido tantos, aunque les resultaron beneficiosos, elegían, además de una reserva absoluta, no conversar siquiera entre ellos. Ellos nunca se habían metido con nadie y nadie se metía con ellos. No juzgamos, decía Lidia. Y Miguel lo repetía subrayando: A nadie. Y no nos metemos en política. Quien estuviera libre de culpas, pensaba Miguel, que arrojara la primera piedra. En este punto, como todo, Lidia estaba de acuerdo. No había trabajo que no tuviera su lado desagradable. Nadie trabajaba por gusto, aunque ellos, los Bermúdez, parecían nacidos para encarnar una prosperidad amable, sin sobresaltos.
Al jubilarse, Miguel y Lidia se radicaron en el chalet de Pinamar. Miguel empezó a trabajar en una casa de cambio. Lidia se empleó en un instituto privado de enseñanza media. Toda su vida habían soñado con pasar sus últimos años de vida junto al mar. Y aquí estaban. No tenían ya ni padres ni parientes que frecuentar. Sus padres habían fallecido y sus parientes, como tanta gente que había simulado quererlos encubriendo la envidia y el resentimiento, habían ido quedando atrás. Tampoco les quedaban amistades del pasado. Con el paso de los años y las mudanzas, aquellas amistades que en un momento parecieron esenciales en una comunidad chica, con la distancia se habían vuelto primero esporádicas y después, pasado. Los Bermúdez, al venirse a Pinamar, traían un pasado. Pero a diferencia de aquellos que vienen a la costa huyendo de algún conflicto tormentoso, los Bermúdez llegaron con su felicidad invulnerable. Porque los Bermúdez, qué duda cabía, eran felices. Pasados los ochenta, tenían un aspecto más vital que los de su edad. En parte podía deberse a que hacían una vida sana, se cuidaban en la alimentación, caminaban, andaban en bicicleta, hacían gimnasia. Tomamos mucha agua, decían alternativamente cuando se les preguntaba el secreto de su bienestar.
No se alarmaron cuando el diagnóstico de Lidia indicó un cáncer. A Miguel, a su vez, le había empezado el Parkinson. Con la misma naturalidad con que habían enfrentado los escasos conflictos privados como fueron, en su momento, los adulterios, aceptaron la edad y sus trastornos. Una mañana radiante de septiembre bajaron a la playa con una botella de litro y medio de agua mineral y una mochila liviana. Caminaron por la playa hacia el sur, hasta los médanos desiertos. Se sentaron en la arena, destaparon la botella, abrieron la mochila, extrajeron las cajas de psicofármacos y los fueron tomando mirándose con una sonrisa. Las gaviotas volaban cerca. Se acordaron de Caleta Olivia, Mendoza, Paraná, Rosario, Trelew, Madariaga. Los paisajes, las vacaciones. Se sentían agradecidos al mundo que habían vivido. Agradecidos y en paz con sus conciencias. Agradecidos a esa fuerza superior, fuera Dios o destino. Hasta que a Lidia la inquietó pensar que abandonaban este mundo sin haber dejado a alguien todo lo que tenían. Lidia se acordaba ahora de unos sobrinos lejanos. Miguel le dijo que no debía llevarle el apunte a una cuestión material en este instante. Era un instante espiritual. Lidia asintió. En el fondo, siempre habían sido seres espirituales. Nunca se habían sentido tan espirituales. Nunca.
Agarrados de la mano, se acostaron en la arena, boca arriba, mirando el cielo.
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