Sábado, 6 de enero de 2007 | Hoy
–Llegamos al sur y todavía no ha mencionado a la Argentina, a pesar de que estamos a una semana de las elecciones presidenciales.
–Tú dices: “Usted no ha mencionado a Argentina”. Entonces yo te respondo: efectivamente, no he dicho una sola palabra de Argentina, porque sé que tú, como argentino, me ibas a mencionar el tema, uno de los más complejos precisamente, y con relación al cual yo tengo el temor de perder mi condición de imparcial dentro del proceso electoral cuyo desenlace tendrá lugar en pocos días. La prudencia y la sabiduría me aconsejan hablar muy breve. Mi amor por los argentinos podría llevarme a estar toda la noche hablando sobre el tema; optaré por la prudencia. Primero, algo une a cubanos y argentinos. A lo largo de la historia ha habido una simpatía, por distintas razones. Por ejemplo, Libertad Lamarque y Carlos Gardel eran personajes extraordinariamente populares en nuestro país. Hablo de cuando yo empezaba a tener uso de razón, que iba al cine, cuando tenía 10 o 12 años, si mal no recuerdo, para ver, por ejemplo, las películas de Libertad Lamarque –tal vez me ponga nostálgico–, y quedaba embelesado con el trino maravilloso de aquella inolvidable voz. Recuerdo también los días tristes en que murió Carlos Gardel. Y es un hecho harto conocido que aquí el tango era más admirado que el ballet o cualquier otra forma de danza española o europea, que nunca dejaron de gustar mucho. Además, por aquellos tiempos de mis años mozos, en que Hollywood no era dueño de todas las pantallas, en Argentina se producían excelentes películas, aunque solo fuesen para niños, adolescentes y jóvenes. Muchos de los españoles que vinieron a Cuba con posterioridad a la independencia tenían parientes también en Argentina. Yo mismo contaba allí con un tío, Gonzalo Castro Argiz, hermano de mi padre, a quien tuve la suerte de conocer en el mismo año 1959 después del triunfo de la Revolución, en un viaje a Argentina, a él y a unas primas. Guardo de su persona un grato recuerdo por su carácter dulce y afectuoso, más suave que el de mi propio padre, gallego y acostumbrado al ejercicio de la autoridad, aunque sumamente noble y generoso. ¡Qué tiempos aquellos en que visité por primera vez Argentina! Era, aproximadamente, el mes de marzo. Yo había estado antes, de paso, por Brasil y Uruguay. Al llegar a Argentina coincidió con una reunión nada menos que de la OEA. Había un representante norteamericano que, si mal no recuerdo, se llamaba Rubotton, o algo parecido. Por los pasillos del hotel (Alvear) se apareció más de una vez la figura de aquel representante norteamericano, como tanteando qué clase de sujeto era yo y cómo se me podía domesticar, ya que había salido de la Sierra Maestra demasiado rebelde. Conociendo muy bien el grado de pobreza de los pueblos de nuestro hemisferio, similar a la de Cuba, que nosotros deseamos transformar, se me ocurrió, nada más y nada menos, en aquella reunión, que proponer un Plan Marshall para América latina, no menor a 20.000 millones de dólares. ¡Qué lejos estaba yo de suponer que apenas dos años después, y como consecuencia de nuestra Revolución, unido al desastre de Girón, el presidente de Estados Unidos, John Kennedy, estaría hablando de reforma agraria, reforma fiscal y otras cosas más o menos parecidas a aquellas por las cuales nos habían acusado a nosotros de ser incorregibles comunistas, y por lo cual, desde muy al principio, en los días finales del ilustre (Richard) Nixon y el insigne general Eisenhower, habían ordenado ya para Cuba la receta de Guatemala, aplicada a Jacobo Arbenz por haber tenido la “insolencia” de proponer, hacer aprobar y promulgar una ley agraria. Pero esto sería lo de menos si, a su vez, el presidente Kennedy no propusiera una Alianza para el Progreso con aportes económicos equivalentes a 20.000 millones de dólares, exactamente, ni un centavo más o un centavo menos, la cifra que yo había propuesto dos años antes. Fue mi primera gran contribución a la economía latinoamericana, aparte de la cuota de casi 4 millones de toneladas de azúcar con precio preferencial que nos arrebataron y fue repartida entre todos los productores de azúcar de América Latina y algunos otros países azucareros, cuyas conciencias almibararon con las cuotas azucareras de Cuba. Todo el mundo feliz, y nosotros, muy seguros y confiados, comenzamos el largo camino de aprender a luchar contra una superpotencia cuyas lecciones, al cabo de 44 años, no nos queda más recurso que agradecer; gracias a ello, Cuba es hoy Cuba.
No puedo olvidar tampoco que por aquellos días la deuda externa de América latina alcanzaba 5000 millones de dólares; ahora, cuando pienso que está cerca de 800.000 millones, no puedo menos que aterrorizarme ante la idea de que fui tal vez quien envició a los países latinoamericanos en ese diabólico arte de endeudarse hasta el cuello y convertirse en campeones olímpicos de las fugas de capitales, el despilfarro, la malversación, la privatización: una especial habilidad para ponerse la soga al cuello y estar a punto de anexarse a Estados Unidos. Desde luego, no es tan grande mi tragedia cuando albergo la más profunda esperanza y, más que esperanza, la absoluta seguridad de que los propios pueblos de nuestra América, como ya comienzan a hacerlo, se encargarán de arreglar todo lo que hay que arreglar.
–Esto nos introduce directamente el tema de uno de los candidatos. Usted habló de privatización, de despilfarro, muchos le podrían poner un nombre propio, el de Carlos Saúl Menem, que ha intentado descalificar a su adversario, Néstor Kirchner, asegurando que quiere “construir una Cuba”, en tanto él se propone “construir una España”.
–¡Caramba!, qué lástima que Menem no tuviera razón, porque con esos inmensos recursos de Argentina –un desarrollo industrial nada despreciable, toda la energía hidráulica y térmica que se necesita, todo el petróleo y el combustible como para satisfacer las necesidades de lo que el neoliberalismo prácticamente convirtió en una sociedad de consumo; más de 50 millones de cabezas de excelentes rebaños de ganado vacuno, sin contar lanar y caprino; 60 millones de toneladas de granos, soja, trigo, maíz, girasol, porotos, lentejas de tan alta calidad como aquellas de las que por un plato fue vendido un reino; pampas húmedas por millones de hectáreas que no requieren casi fertilizante; leguminosas y gramíneas, materias primas para producir leche, cerdos, aves y huevos; una de las más ricas regiones pesqueras del mundo, etcétera, etcétera, etcétera–, añadidos a millones de graduados universitarios inteligentes y bien preparados, una clase obrera activa y capaz, convertirla en una Cuba donde ni un solo niño se muere hoy de hambre, la mortalidad infantil es la más baja de América latina y las perspectivas de vida, en tiempos no lejanos, alcanzarán 80 años, con niveles de educación más altos, con casi cero desempleo, para sólo citar un mínimo de cosas, sería sin duda mucho mejor que la Argentina que Menem destrozó y cuenta hoy no sólo con miles de niños que mueren de hambre, once millones en la indigencia, y 60 por ciento de la población por debajo de la línea de pobreza. De un paraíso terrenal habría que hablar. Convertirla en una España, no por cierto la España familiar que nos dio cultura y una parte de su sangre, sino la España del hombre cuyos bigoticos me recuerdan tanto los de Adolfo –algo que realmente dudo mucho si fue casual, intencional diseño, o tal vez un gen recesivo de carácter ideológico–, sería otra gran tragedia para un pueblo de tanta rebeldía, dignidad y vergüenza como el de Argentina.
Pero para qué discutir este bizantino tema. Estoy tranquilo, y ustedes también deben estarlo. El caballerito no tiene ni la más remota posibilidad de ganar esas elecciones. Con esto termino, y no me provoques más, que no quiero inmiscuirme en los asuntos internos de Argentina.
–Una última provocación: Menem siempre lo atacó a usted públicamente pero alguno de sus allegados hizo trascender que fuera del escenario político y diplomático las relaciones personales fueron cordiales. ¿Es así? ¿Cómo fue su relación personal con Menem?
–Excelente siempre. Cuando nos sentábamos juntos en algún acto o en algunas de esas terribles cumbres en que tuve el martirio de sentarme cerca de él, siempre bien vestidito con la última moda, corbata y pañuelo del mismo color, corte no sé si inglés o francés –porque soy muy mal entendido en esos temas, acostumbrado como estoy a llevar durante más de 40 años mi traje guerrillero–, me juraba el orgullo de su amistad y me hablaba de los excelentes vinos de su finca, del gusto por los puros cubanos, y nunca dejamos de intercambiar puros y vinos. Así tuve la oportunidad de descorchar algunas botellas y “disfrutar” de uno de los vinos más exquisitos del mundo. Al menos eso habría deseado con toda mi alma, más allá de cortesías diplomáticas. Algo, sin embargo, puedo asegurar en honor a la justicia: más de una vez me obsequió champán de La Rioja de su propia cosecha, y jamás he probado un refresco más exquisito (risas). Lamentaría mucho que por causas meramente políticas yo me fuese a privar de tales maravillas. Por mi parte, he jurado: pierda o no pierda las elecciones le seguiré enviando puros cuantas veces los necesite, advirtiéndole, como le advierto a cada amigo a los que obsequio una caja: “Si fumas, disfrútalos; si no fumas, regálaselos a los amigos; pero el mejor consejo que puedo darte es que se los obsequies a tus enemigos” (risas). Ahora, me faltaría añadir: no hubo una sola vez en que, al hablar conmigo, no mostrara gran orgullo por esa amistad; el problema era cuando, cinco o diez minutos después, se reunía con la prensa. Entonces no había quien lo parara. Me he quedado hasta hoy sin el privilegio de poder aterrizar en el modesto aeropuerto que se hizo construir en las proximidades de su finca, a la que con tanto afecto más de una vez me invitó.
–No creo que ahora lo invite a visitar Anillaco; ha recuperado el lenguaje de la Guerra Fría y hasta insinúa que su rival, Kirchner, es montonero.
–¿Eso dijo Menem? No tengo elemento de juicio alguno sobre tal tema, pero sí me contaron otra cosa muy distinta. Para hablarte con toda franqueza, conocí a los dos Menem.
A Eduardo lo vi más de una vez. Recuerdo que estuvimos juntos a raíz de la toma de posesión de Carlos Andrés Pérez en su última elección, meses antes de la gran matanza de venezolanos, una de las cosas que decidió definitivamente la rebelión de Hugo Chávez. Allí conversamos en un hotel, guardo de él la impresión de un hombre correcto y amistoso.
–¿Eduardo Menem?
–Sí, Eduardo. Nunca dio razones para que pensara lo contrario. Incluso, en determinado momento, cuando aspiraba a Presidente de la Interparlamentaria, le dimos nuestro apoyo. Carlos Menem resultó ser otro tipo de hombre; incluso, nos engañó a todos. Recuerdo muy bien cuando se decía que era un hombre de izquierda, el mejor entre los candidatos peronistas. Alguien bien informado me contó un día que hasta los Montoneros, que habían sido casi eliminados durante la sangrienta dictadura militar y quedaban muy pocos sobrevivientes, ayudaron a Menem con cientos de miles de dólares para la campaña electoral en su primera elección en el año 1989. Valdría la pena preguntarle si esto fue o no cierto. Quizás haya todavía testigos que puedan dar testimonio. Los que me conocen saben que jamás me hago eco de falsos testimonios o mentiras. Si lo desean, pregúntenselo a Aznar –el émulo de Carlitos, el que vendió o más bien regaló la Argentina– que todavía no se ha dignado a responder nuestra reciente denuncia sobre su papel en la guerra contra Yugoslavia.
–¿Ah, pero Aznar sabe lo del apoyo de los Montoneros?
–No. Sabe simplemente que yo siempre digo la verdad.
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