Martes, 9 de enero de 2007 | Hoy
Mientras transcurría la guerra del Golfo, el escritor Juan Carlos Onetti permanecía en cama, como acostumbraba. La periodista uruguaya María Esther Gilio es una de las pocas personas que logró atravesar sus silencios. Esta entrevista lo muestra de cuerpo entero. Obviamente en la cama, pero nada dormido sino hablando de sus amigos, sus libros, su Santa María y hasta de su envidia a Faulkner.
–Veo que esta declaración de Gassman te alegra.
–Sí, me gustó eso de estar junto al futbolista Platini. Me llena de ilusión la idea de que un día, cuando hasta vos estés muerta, seamos “el futbolista Onetti y el novelista Platini”. Porque con el correr del tiempo se van a entreverar los términos y no faltará alguno que diga: “Aquel gol de Onetti... ¡Inolvidable!”.
–Si puedo hacer algo en ese sentido yo trataré de colaborar en la confusión. Decís que esa media hora que te ofrezco en Uruguay la pasarías en el café Metro. ¿Con quién? ¿A quién querrías ver del otro lado de la mesa?
–Uhhh... Toda la barra vieja de la alegre caravana.
–¿Maggi?
–Sí, Maggi me gustaría, pero cuando decís café Metro... Mirá, un tipo me viene a la cabeza porque no hay más remedio.
–¿Por qué no hay más remedio?
–Yo qué sé, porque no hay. Se trata de Picatto. Picatto se llamaba, era jorobado y poeta. Publicó... publicó... A ver, Beatrice –dijo dirigiéndose a la perra que dejó de rezongar y fijó sus ojos en él mientras movía la cola–. Vos que tenés buena memoria, ¿cómo se llamaba aquel libro de poemas que publicó Picatto? Ya sé, ya sé, se llamaba Poema del ángel amargo. Picatto estaba enamorado, fue rechazado y se suicidó. Es una historia que te doy en síntesis –dijo, y quedó en silencio mirando a Beatrice, que seguía mirándolo con ojos enamorados.
Diez o más minutos más tarde dijo:
–Bueno, también estaba Cabrerita, Parrilla. Y yo trabajaba en Reuter, a unos pasos del Metro, lo cual me permitía atender las dos cosas: el café y la agencia. Si venía algún cable importante, me avisaban. Era tiempo de guerra.
–Tiempo de escribir Para esta noche.
–Claro –dijo Dolly. Y en voz muy baja–: Aprovechá a preguntarle ahora.
Pero Onetti la oyó y se revolvió en la cama:
–Cien entrevistas me hiciste ya en tu vida, cien por lo menos, ¿qué más querés que te diga?
–Si tuvieras que elegir una poesía de las que Idea te dedicó...
–Elegiría Ya no.
–Ahora me van a pedir que encuentre los poemas de Idea –dijo Dolly–. Yo en esta casa soy una archivista. Aquí están. (Onetti tomó los poemas y comenzó a ojearlos.)
–Qué cosas tiene, qué buenos. Lo único que no me gusta de esta edición es que ya no me los dedica.
–Bueno, ella añadió ahí poemas que no son para ti. Si quería publicar juntos todos sus poemas de amor, tú tenías que desaparecer de la dedicatoria. ¿O te parece que podía poner para fulano y fulano?
–No me interesan las explicaciones racionales. Me interesa que ya no estoy más allí.
–Tú sabes bien cuáles te corresponden y cuáles no. Ya no te corresponde; “No lavaré tu ropa, no te veré morir”, es a ti a quien lo dice.
–Sí, claro.
–¿Cómo supiste que ese poema era para ti?
–M’hijita, en ese período de nuestras relaciones todos los poemas de amor eran para mí. Y deje en paz mi vida privada. Dolly, poné el informativo.
El locutor decía: “La alocución de Saddam Hussein emitida a través de Radio Bagdad, en su línea habitual, ha afirmado que el triunfo de Irak significará el fin del imperialismo y el colonialismo en el Golfo Pérsico. Asimismo reiteró su deseo de liberar a los palestinos de la ocupación israelí, y ha calificado a Arabia Saudita como el hogar de los infieles desde que aceptó ser la base de la fuerza militar aliada”. Durante 10 minutos todos quedamos en silencio oyendo las noticias. Onetti dijo que aquellas eran noticias viejas y contó que Fidel había mandado a Perú 20 toneladas de medicinas hidratantes.
–Ya sé que no estás de acuerdo con Bush. ¿Tal vez estás con Saddam?
–Pero no. Para mí que se mueran los dos.
–¿No te parece extraño lo que pasa con Semprún, ministro de Educación de Felipe González, apoyando esta guerra con alma y vida?
–Y eso pasa con los conversos. Siempre se van para el otro extremo.
–¿E Yves Montand? –dijo Dolly–. Da vergüenza leer las cosas que declara.
–¿Qué les pasa? ¿Están viejos?
–No sé, m’hija. Porque yo estoy más viejo que ellos y sigo fiel a mis ideas de juventud –dijo Onetti añadiendo con gesto rápido más whisky a su whisky, como si esa fidelidad mereciera un premio especial.
–Vamos a suponer que estás escribiendo. ¿Qué es lo que te decide dejar?
–Es algo automático, no sé. Pero también hay razones físicas, a veces mis ojos no dan más. Tengo que dejar.
–¿No dejás, en general, cuando sabés perfectamente cómo vas a seguir?
–Sí, siempre. Eso aconsejaba Hemingway.
–Y esa angustia de la que hablan algunos escritores, la de la página en blanco, ¿la sentís?
Onetti soltó un no tan largo e indignado que la mejor posibilidad de una situación así se desvaneció.
–Jamás –dijo–. Jamás. Puede ser que muy al principio, cuando las cosas no están del todo claras. Pero sólo al principio –dijo, y me miró con los ojos entrecerrados–. ¿Vos no conocés un poema de Neruda que dice: “Me gusta cuando callas porque estás como ausente”?
–Esa indirecta carece totalmente de sutileza.
–No busqué sutileza sino claridad. Estoy cansado –dijo bajando la voz y cerrando los ojos. Y unos segundos más tarde, sin abrirlos–: Váyanse a hablar de pavadas al cuarto de al lado.
Nos fuimos, pero sólo Dolly y yo, porque Beatrice quedó ahí sola y triunfante. Reinando junto al dueño de su corazón.
Al día siguiente, cuando llegué a las 8 de la noche, estaba despierto y su rezongo me sonó a música celestial: “¿Por qué dijiste que venías a las 7? Hace una hora que te esperamos”. ¿Sería ése, tal vez, el día para preguntas concretas e incluso indiscretas?
–Contame sobre tu último libro.
–Se llamará algo así como Recuerdos Sanmarianos. Trata de cosas que suceden en una Santa María distinta, años después.
–¿Una Santa María resucitada?
–Creo que el único que resucita es el doctor Díaz Grey.
–¿Y las calles, los árboles y las casas?
–No, porque es un lugar casi desierto. Un lugar donde me contrataron para hacer una represa. Está el río ahí. Y hay también un boliche famoso llamado Chamamé, que ya mencioné en un libro anterior.
–Que existe.
–Sí, yo lo vi hace años en La Boca, instalado en un galpón, sujeto por unas vigas. Daba la impresión de que en cualquier momento se venía abajo. Tenía también un hermoso letrero que no se me olvida. Decía, sin ninguna falta de ortografía: “Prohibido el porte y uso de armas”.
–¿En qué año existía un boliche así, en los ’50?
–Andá a saber –dijo mientras hojeaba Poemas de amor, de Idea–. Aquí está el poema que buscábamos ayer. Leelo –me dijo.
–¿Por qué dice Idea que nunca sabrás quién es ella? “Nunca sabrás quién fui, porque me amaron otros.”
–No sé... Yo nunca sentí que ella estuviera enamorada de mí.
–No entiendo, ¿cómo que nunca estuvo enamorada?, ¿y los poemas que te escribió?
–Yo no digo que no estuvo sino que nunca sentí que estuvo. Yo creo que lo suyo es algo muy cerebral, intelectual.
–¿Nada más?
–También es cama.
–Y la suma de todo eso, ¿no da amor o lo que los simples mortales llamamos amor? Pero supongamos que sea verdad, que ella no te amó. ¿Y tú a ella?
–Andá a saber. Sé que ahí hubo un alto porcentaje de cosa sexual.
–¿Fue Dolly la mujer que más te amó?
–Preguntale a ella.
–Cómo puedo saber. Yo sé lo que te quiero yo –dice Dolly–. Qué sé yo lo que te quisieron otras.
Y luego, mirándome con esa expresión directa e inocente que no la abandona: “Juan tuvo muchas mujeres”. Y cuando ya casi disparaba la otra pregunta, Onetti gritó: “Párenla, párenla”, con tal cara de “párenla” que paramos. Dolly se levantó y le sirvió más whisky y más hielo, una manera de aventar enojos. Y yo le conté una anécdota sobre Borges y su cuento La intrusa que era otra manera de aventarlos.
–¿Sabés que en Buenos Aires hicieron una película sobre La intrusa? Ahí, el guionista y el director insinuaron que hay una relación homosexual entre los dos hermanos. Borges se puso furioso, enojadísimo. ¿Tú qué pensás?
–Que había, sí, una atracción muy fuerte entre los dos hermanos. Para mí, es indudable. Pero no se puede pedir a Borges que vea eso. Recuerdo cuando Sur publicó su cuento Ema. Yo me encontré con Mallea por la calle y hablamos sobre el cuento. “Ese es el realismo al que puede llegar Borges”, dijo Mallea.
–¿Y tú qué dijiste?
–Que el error estaba en lo que doña Victoria había dicho en la propaganda: “Un cuento realista de Borges”. Y no. Es otro cuento fantástico de Borges.
–¿Por qué fantástico?
–Porque cuando un individuo es asesinado de un tiro, lo llevan derecho a la morgue a que le hagan la autopsia y ahí se descubre de inmediato que no hubo eyaculación previa al balazo. Y la revisación de ella habría demostrado que la violación había ocurrido hacía más de 48 horas.
–A él no le gustaba mucho ese cuento; yo oí decir que lo había escrito porque una amiga se lo contó y le pidió que lo escribiera.
–Cecilia Ingenieros, pero no se lo contó, le dio los hilos de la trama.
–Tú has dicho que “Hombre de la esquina rosada” es su cuento que más te gusta.
–Sí, es el que más me gusta. Yo siento ahí el amor de Borges por el hombre porteño. Su identificación o su deseo de identificación con ese hombre.
–¿No estuviste con Borges aquí en España?
–Sí, estuvimos cenando juntos en Barcelona, invitados por Editorial Bruguera, una editorial tan buena que se fundió. El tenía a su lado a la japonesa que le daba la sopa en la boca.
–Y estaba ciego.
–Sí. Ciego pero con unas piernas de fierro. Se había roto el ascensor en el edificio donde debía dar su conferencia y subió sin chistar los 80 escalones. Yo me negué, a pesar de tener 10 años menos que él.
–A usted le encanta hacer drama, señor Onetti.
–No podía, ¡coño! –dijo, y quedó silencioso con expresión de fastidio que no duró mucho. Un estante de la biblioteca, que cubre la pared frente a su cama, comenzó a atraer toda su atención. Finalmente dijo–. ¿Ves esos libros? Son 100 que seleccionó Bruguera. ¿Sabés qué decía Borges? “Unos se enorgullecen por libros que han escrito. Yo me envanezco por los que he leído.”
–Y tú, ¿de qué te envanecés?
–¿Yo? De nada. De nada –dijo y masculló algunas palabras que parecían deshacerse y religarse y que, en definitiva, debían significar, aunque no puedo asegurarlo, ¿de qué me voy a envanecer yo? Todo eso con una expresión en que se mezclaban un fastidio grande y un leve pesar–. Eso me ha salvado en la vida o me ha retardado un camino hacia la literatura –dijo en tono irónico–. Pero sobre todo hay en mí una indiferencia tan grande. (Y esta vez su acento era melancólico y sincero.)
–¿Es verdad eso? ¿Finalmente habrá que creerte?
–Sí, hay que creerme. Me llegan de aquí y de allá cheques de mucho dinero. Y yo no me conmuevo.
–¿Alguna vez te conmovió el dinero?
–No. Pero esos cheques no son sólo dinero, son lectores. Miles de lectores. Pero es igual, no me conmuevo. A veces me viene un vago pensamiento: “¿Por qué no me ocurrió esto cuando tenía 20 años?”.
–¿Qué pensás que habría cambiado eso en tu vida?
Encendió un cigarrillo y quedó en silencio. Había fumado más de la mitad cuando dijo:
–A veces pienso que yo, como escritor, no existo, ni existí nunca.
–Dios mío, crisis de autoestima. ¿Cuánto tiempo te duran?
Dolly puso a un lado el té que tomaba y lo miró. Esperaba tan interesada como yo una respuesta que aventara aquella pesada nube de melancolía que de pronto oscurecía el cuarto. Pero Onetti se resistía. “No existo”, volvió a decir. Y apagó el cigarrillo. Al cabo de dos o tres minutos añadió: “La única que existe es Carmen Balcells. Mi adorada Carmen Balcells, ella fue quien fabricó y extendió mi fama”. La nube había pasado.
Dolly soltó una carcajada, Beatrice ladró y Onetti bebió un largo trago. “Por la catalana”, dijo.
–La recuerdo cuando vino a Montevideo a conocer a Juan –dijo Dolly–. Era en julio o junio y ella llegó a casa sin avisar. Juan y yo estábamos los dos con gripe. Los dos en la cama y toda la casa, allá en Gonzalo Ramírez, patas para arriba.
–El ascensor roto, el viento helado del mar colándose por las ventanas. Y ni una silla vacía para que la pobre Carmen, llegada desde más allá del océano, se sentara.
–Sí, es verdad, hubo que vaciar una silla para que se sentara. Recuerdo que yo, para curarme la gripe, tomaba crema de whisky.
Dolly se sirvió otro té y dijo: “Carmen entró y no sé qué pasaba, pero sé que estaba enojada. Decía: ‘Como pelillos al mar, como pelillos al mar’”.
–Decía eso porque yo, entre otras varias burradas, le había vendido mis obras completas a Aguilar por mil dólares. Se agarraba la cabeza. No podía creerlo. Es verdad que decía “Como pelillos al mar”. En esa época yo hacía cualquier cosa –dijo Onetti y pidió a Dolly que encendiera la televisión porque no quería perderse el informativo.
Durante 10 o 15 minutos el locutor habló del Scud que había caído en Tel Aviv. “Ningún muerto, sólo heridos”, decía. Onetti dijo: “No me asusta morirme”.
–¿Cuál fue la asociación que te trajo hasta aquí?
–Vos, que me preguntaste si tenía miedo a la muerte.
–¿Yo? Yo no.
–Entonces no sé. Lo que sé es que le tengo asco.
–¿A la muerte?
–No a la muerte. A la agonía. Le tengo repugnancia física. Todo es por haber visto agonizar a personas queridas.
–¿A quién viste?
–“No sabe, no contesta.”
–Sos un payaso.
–Me gustaría saber si estos hijos de puta, norteamericanos, ingleses y socios, van a soltar Kuwait después que lo hayan tomado. Quiero verlo –dijo, pero una fuerte tos interrumpió la frase–. Esta tos me llevará a la tumba. ¿No se nota?
–No. Tenés la cara tan fresca y
sonrosada como si la expusieras
durante varias horas diarias al sol del Mediterráneo.
–No te creo. Pero no pienso comprobarlo. Hace muchos años que no me miro al espejo –volvió a decir.
Pregunté a Onetti qué escritores nuevos había leído. “Cuando quiero leer cosas bellas, agarro a Proust”, dijo. Y luego: “Qué maravilla, qué inteligencia. Claro que el otro es Faulkner”.
–¿Volvés a leer a Faulkner?
–No, es curioso. El que tengo apartado ahí para leer es Absalon, Absalon, pero lo empiezo y lo tengo que largar.
–¿Por qué?, ¿qué te pasa?
–Qué bueno es... ¡Qué lo parió!
–¿Qué sentís?
–Admiración y envidia... todo mezclado. Leo la primera escena y ya... –dijo arrastrando las palabras con acento falsamente dramático. Tanto que Beatrice, asustada, apoyó las patas delanteras sobre la cama y comenzó a lloriquear–. Es así, Beatrice, aunque tú no lo creas –agregó Onetti dándole unos golpecitos en la cabeza.
Eran las doce de la noche, los ruidos que subían de la avenida habían amainado. “¿Puedo volver mañana?”, pregunté.
–Sí, volvé. A visitar a Dolly. Yo me reservo el derecho de admisión –dijo levantando la cara para que lo besara.
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