Miércoles, 24 de enero de 2007 | Hoy
Entrará a Buenos Aires con el polvo de un largo camino. Pasará primero por México, donde va a presentar su autobiografía El pez en el agua, y por Guatemala, cuya geografía piensa recorrer de cabo a rabo.
La conversación que sigue duró dos horas y media y fue grabada tanto para el archivo oral de la Universidad de Princeton cuanto para su publicación en este suplemento. En la transcripción, las intervenciones de Arcadio Díaz Quiñones y de Tomás Eloy Martínez van en letra negrita, precedidas por las iniciales de sus nombres (A. D. Q. y T. E. M.). Las intervenciones de Vargas Llosa están en letras redondas, sin indicación de nombre.
T. E. M. –Tu obra abunda en confesiones personales como las de La tía Julia y el escribidor, en rendiciones de cuentas políticas como las de tus artículos periodísticos, en reflexiones sobre las mudanzas de tu propio pensamiento intelectual como las que se compilan en los dos volúmenes de Contra viento y marea. Que ahora aparezca una autobiografía titulada El pez en el agua parece casi un pleonasmo. ¿Cómo lo explicas?
–La razón fue la campaña política por la presidencia del Perú. Después de la campaña, la revista inglesa Granta me pidió una crónica o memoria de esa etapa. La escribí, y se publicó con el título de El pez fuera del agua, que indicaba lo excéntrica que esa experiencia había sido en mi vida. Quedé insatisfecho. Me pareció que al circunscribir mi crónica a lo político estaba dando una versión falaz de mí mismo. Soy algo más que un político, o al menos algo distinto, aunque haya hecho política profesional. Así surgió la idea de un texto que diera una impresión más matizada y compleja de lo que fue aquella experiencia. La pensé, al principio, como una crónica limitada a esos tres años de participación en la política peruana. Pero no bien empecé a escribir, me di cuenta de que era imprescindible ubicar esos años en el contexto de mi actividad intelectual, de mi vocación literaria y de la relación que he tenido con mi país. Así, terminé intercalando el relato de la campaña con el de los primeros veintitrés años de mi vida, en los que se cuajó todo lo que yo sería.
T. E. M. –Y El pez fuera del agua termina convirtiéndose en El pez en el agua. No entiendo, de todos modos, la razón profunda de tanta abundancia autobiográfica.
–Seguramente conoces el esfuerzo de Sartre por recurrir a todas las disciplinas de su tiempo para explicar el caso Flaubert. Eso lo lleva a escribir un libro inmenso, El idiota de la familia, que deja sin terminar porque, al cabo de miles de páginas, Sartre llega a la conclusión de que no hay escritura capaz de agotar la vida de un solo hombre. Todo escritor utiliza su experiencia personal como materia prima de su trabajo. En algunos eso es más consciente, obsesivo e inevitable. Tal es mi caso. En El pez en el agua asumo por primera vez, de manera deliberada, el relato de historias que han marcado no sólo mi vida sino también mi trabajo literario. Un ejemplo es la relación con mi padre. Mi padre es uno de los personajes centrales del libro. Tuve con él una relación difícil, traumática, que acabó por condicionar mi vocación. Si él no se hubiera opuesto a mi vocación de manera tan drástica, tal vez yo no me habría entregado a ella con terquedad.
T. E. M. –Los obstáculos te estimulan.
–Sí, siempre lo han hecho, desde el punto de vista intelectual. Mis novelas son diferentes entre sí porque cada una era para mí un desafío nuevo. Lo mismo me ha sucedido con la política. En el libro refiero, un poco en broma, lo que le respondí cierta vez a un periodista: que si la presidencia del Perú no fuera el oficio más peligroso del mundo, nunca se me habría ocurrido ser candidato.
A. D. Q. –Estoy pensando en otros escritores que también fueron candidatos a la presidencia de su país, que perdieron en esa batalla y que también reflejaron esa experiencia en su autobiografía. Es el caso de José Vasconcelos y de su Ulises criollo, donde ajusta cuentas consigo mismo, con su formación literaria y con el vendaval político que termina marginándolo. Me pregunto si tuviste a mano modelos como ése al escribir El pez en el agua.
–No. Nunca tengo modelos, al menos de manera consciente, mientras escribo cualquiera de mis libros. Trabajo aislándome casi por completo del contorno. Las novelas, las obras de teatro y esta autobiografía exigieron una especie de reclusión en un mundo muy privado, casi egoísta. No puedo decir que tenga presente ni siquiera a los lectores potenciales. En esa ceremonia se produce, por supuesto, una suerte de desdoblamiento, porque para utilizar la escritura de una determinada manera tienes que estar siempre desdoblándote y tratar de reaccionar como un lector.
A. D. Q. –¿Cómo deslindas lo público y lo privado? Por lo que dices, en tu autobiografía parecieran fundirse esas dos esferas.
–No, no se funden. El pez en el agua cuenta dos períodos de mi vida y lo hace con la mayor sinceridad. No hay ánimo de justificación. Es un libro tan autocrítico como crítico. Es muy explícito en todo aquello que ayuda a entender mi vida como candidato y como escritor. Eso me ha llevado a revelar ciertas intimidades. Pero ya que no se puede contar todo, ya que una autobiografía no puede ser una mera acumulación de informaciones, he seleccionado lo importante, tal como lo hace un novelista. La diferencia es que en este libro hay afán de objetividad. He tratado de no desnaturalizar el recuerdo. La excepción son algunos episodios donde ya no tengo muy claro qué es lo verídico y qué lo ficticio. Uno de esos episodios es un viaje a la selva que hice en 1958, por el Alto Marañón, y del que han salido varios relatos e historias fértiles para mí. He hablado y escrito tanto sobre ese viaje que ya no puedo discriminar entre lo que viví entonces y lo que fantaseé después. Pero en lo político, que es muy cercano, he tratado de ser muy objetivo. Siempre creí que, si llegaba a escribir mi autobiografía, lo haría después de los setenta años. La etapa política fue lo que me movió a escribirla ahora. Temí que, con el tiempo, se diluyera la memoria de esa experiencia.
A. D. Q. –Me llama la atención que en tus ensayos sobre otros escritores –sobre Flaubert, sobre García Márquez, sobre Sartre, sobre Borges– parezcas estar hablando de ti mismo tanto como de ellos, de tu propia vocación literaria y de tus proyectos.
–La crítica literaria ha sido siempre una forma creativa, donde la imaginación tiene su propio derecho. Es para mí un género tan personal, tan comprometido como la ficción.
T. E. M. –Quiero conectar el tema de los ensayos con el de los modelos, aunque has negado tenerlos. No has escrito todavía, creo, sobre ninguno de esos creadores latinoamericanos en cuya tradición pareces inscribirte: la tradición del intelectual que diseña naciones a la medida de sus sueños. Pienso en Alberdi, en Sarmiento, en Martí, en Vasconcelos, en Rómulo Gallegos.
–Me formé en una época de América latina en la que ser escritor era inseparable de una cierta forma de compromiso político. Para un peruano de mi generación, era imposible vivir de espaldas a los enormes problemas sociales y políticos. En el mundo universitario, por otra parte, la influencia existencialismo era decisiva. Me eduqué en un clima marcado por las ideas de Sartre, Camus, Merleau-Ponty y, para los católicos, Gabriel Marcel. La preocupación ética no se disociaba entonces de la vocación artística. Y creíamos, además, que la literatura era un instrumento de acción para cambiar la realidad. “Las palabras son actos”, enseñaba Sartre. Asumí esos postulados con gran convicción, como se refleja en mis primeros libros. La manera como se debía obedecer al mandato del compromiso varió en muchos escritores; también en mi caso. Pero nunca he cuestionado esa idea. He cambiado mi manera de pensar en política, pero no he cambiado de principios. No he podido nunca separar al escritor de su preocupación social. Son muy pocos, en mi generación, los que de buena o mala gana no se sintieron empujados a formas diversas del compromiso político. Eso, por supuesto, se inscribe dentro de una tradición antiquísima en América latina. Quiero añadir algo. Si la evolución del continente continúa en la misma dirección en la que va, tal vez los nuevos escritores sean radicalmente distintos. En una América latina más democrática, con instituciones más consolidadas, la literatura se irá despolitizando. Y quizá también irá dejando por el camino las inquietudes sociales, tal como ahora sucede en Estados Unidos y en Europa occidental.
A. D. Q. –En tu obra veo las dos líneas. Por un lado, está la vocación política y una relación con el Estado tan fuerte que te lleva a querer ocupar el lugar central del Estado. Pero por otro lado veo también una fuerte vocación por conferir autonomía a lo literario. Me pregunto si no hay en ti una tensión profunda entre el escritor que duda, el escritor que sabe decir “no sé, de eso no sé” y busca respuestas a través de las novelas, y el hombre público que está obligado a ofrecer afirmaciones, a veces tajantes y aun intransigentes: el político que no tiene derecho a dudar.
–Hay una tensión, en efecto, pero no de esa índole. La tensión se da en el hecho de que la política y la creación artística son actividades muy absorbentes. Ambas exigen una entrega total. No se hacen con horario. Te las llevas a tu casa, duermes con ellas. Lo difícil es hacer que coexistan, porque asumir una significa inevitablemente el sacrificio de la otra.
T. E. M. –No siempre. Hay intelectuales que asumen el ejercicio político con voluntad pedagógica, y el mismo afán didáctico los impulsa a escribir. Son los casos de Sarmiento, de Martí, y ahora mismo el de Vaclav Havel.
–Sí, pero yo me refiero al creador, al que asume la literatura no para desarrollar determinadas ideas sociales o políticas sino para crear mundos que a veces se alzan como un desacato frontal contra lo establecido. Havel, claro que sí, ha superado esas barreras. Pero el suyo es un caso excepcional. Era un creador auténtico, movilizado por pasiones de tipo social. Y esas pasiones, creo, han acabado por prevalecer en él, ahora es sobre todo un político que felizmente no ha sepultado al creador, como se nota en sus discursos.
T. E. M. –Ante esa alternativa de vida completa, de tiempo completo, deduzco que, si conquistabas la presidencia del Perú, estabas decidido a renunciar a la literatura durante el lapso de tu mandato.
–Había decidido, por supuesto, cumplir con los compromisos asumidos en la campaña, aunque eso significara no escribir una sola línea de literatura. Pero también estaba decidido a que la experiencia durara los cinco años del mandato y no más. Esas decisiones son racionales, ¿pero cómo adivinar lo que va a pasar en el día a día? Recuerdo la angustia de ciertos momentos ante la idea de que, si ganaba, tenía que dejar de lado mi vocación durante cinco largos años. Me angustiaba, sobre todo, que ciertos instrumentos centrales para mi vocación, como el uso del lenguaje, se convirtieran en algo muy diferente.
A. D. Q. –Por eso, precisamente, hablé de dos registros dispares. Un novelista puede darse el lujo de ser ambiguo y de negarse a dar definiciones, pero un político no puede hacerlo. Es, por definición, aseverativo.
–Es así. Un político profesional no puede ser ambiguo. El político tiene que persuadir, ser no sólo didáctico sino también llegar a un público muy heterogéneo. Y es muy difícil llegar a él si no se hace por lo bajo, a través de simplificaciones y repeticiones. Porque así es el lenguaje del político: simple, reiterativo. Todo lo contrario del lenguaje literario. El escritor trabaja con un lenguaje condensado, personal, tratando de diferenciarse del lugar común. El mensaje político, en cambio, es más eficaz mientras más cerca está de la lengua del común. En un político, el compromiso con la verdad es transitorio y relativo, porque el político se mueve en el mundo de lo práctico. Eso no significa que sean mentirosos irremediables o ventrílocuos estereotipados. Una gran parte de ellos sí lo son, y por eso admiro a quienes han sido capaces de superar esos escollos manteniendo en pie una actitud ética y una coherencia de ideas. Hay algo que no quisiera dejar incompleto. No me parecería honesto descalificar al político y afirmar, en cambio, que todo intelectual es puro e íntegro ante la verdad. Eso no es cierto. La pureza es más fácil, por supuesto, cuando se es un intelectual. Pero eso tiene que ver con la responsabilidad que cada quien asume. Ante un papel en blanco se puede decir o hacer cualquier cosa con impunidad; el político, en cambio, debe saber que con sus actos puede desencadenar situaciones apocalípticas.
(Continúa mañana)
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