Jueves, 24 de enero de 2008 | Hoy
Por Cesare Pavese
Es necesario tener bien presente en qué consiste esta cultura de Melville, que tanto peso tiene en su obra. Sería un error creer que este hombre se ha formado en el espíritu del 700. Como sucede en todo el ambiente literario de los Estados Unidos, desde 1830 a 1850 (Poe, Emerson, Hawthorne, Alcott, etc.), el Setecientos, aunque conocidísimo, está superado, al menos en sus partes más características. Benjamin Franklin no interesa más que los patriotas. Los gustos de esta “época de oro” son afines a aquellos ingleses de un Coleridge, de un Keats, de un Shelley: para éstos, el gran siglo es el Seiscientos, ese Seiscientos espiritual que comprende también una buena mitad, por lo menos, del Quinientos. Pero, mientras un Keats o un Shelley buscaban en los comienzos del Seiscientos una tradición lírica, estilística más que nada, los norteamericanos, y Melville más que ningún otro, descubren allí raíces más profundas, no sólo en la memoria de la crisis histórica que ha originado la colonia, sino en la necesidad de llamados espirituales a la tremenda sed de libertad interior, de “más allá” y de cosas desconocidas que ha dado vida y tradición a esta colonia.
Estos americanos de la Nueva Inglaterra eran grandes lectores de la Biblia (y notemos que la versión autorizada inglesa es de 1611). En Moby Dick se siente su presencia a cada paso y no sólo por el sonido de los nombres de Achab, Ismael, Raquel, Geroboab, Bildad, Elías y todos los demás, sino en el continuo espíritu de terrible y severo puritanismo que hace, de lo que podría también parecer un científico tale of terror a la Poe, una sombría tragedia moral donde la catástrofe es obra no de una fuerza humana o natural, sino de un monstruo que se llama el leviatán.
Lo curioso es que Melville mantiene con respecto a la Biblia una desprejuiciada actitud racional. Hay en Moby Dick un capítulo divertidísimo sobre Jonás considerado históricamente. Y es aquí cuando entra verdaderamente en escena el Seiscientos.
Y mientras tanto, el tono chispeante de la nueva lengua científica y filosófica que se iba formando, mezclando los estancamientos latinizantes con las sacudidas nerviosas, casi dialectales de la nueva sensibilidad, resuena a menudo en las páginas del ballenero puritano. Si es cierto que lo leyó, yo diría que Melville ha sido influido por Giordano Bruno más que por ningún otro. Pero éste es un asunto espinoso y, de todos modos, lo más científico es reconocer que tuvo gran influencia de Rabelais y de los isabelinos. El gusto por hacer catálogos, por la abundancia verbal, y por el vivez joyeux es actual. Melville llega a veces hasta la cita burlona. Y los isabelinos le han dado esos resplandores de estilo, esos estancamientos de imágenes, ese amor por los contrastes que, sin embargo, termina por ser audacia fantástica antes que cualquier otra cosa. Pero el razonamiento platónico, especialmente el de los ensayistas ingleses, que muy por debajo recorre todas las manifestaciones espirituales del siglo, ha sido la fuente de la que más ha tomado Melville. Naturalmente, así como leyó la Biblia, leyó también a Platón, y me imagino que también leyó a los neoplatónicos y a los místicos, del primero al último. Pero la forma histórica en que se le presentaron estas tendencias fue, sin duda, el Seiscientos inglés. Thomas Browne fue uno de sus padres espirituales, no sólo un maestro de estilo, y aquel juicio de la Religio Medici: “... este Mundo visible no es más que la imagen de lo invisible, donde como en un retrato las cosas no se presentan verdaderas, sino en formas equívocas...” (Parte I, Sección XII), no sólo aparece similar al epígrafe de la Balada del viejo marinero de Coleridge, obra clave esencial para la comprensión de Moby Dick, sino que vuelve a aparecer en esta obra, en boca del Capitán Achab, que, aunque loco, cuando se trata de filosofía es de la misma escuela que el autor. Ahora bien, Thomas Browne, además de ser una especie de mago místico es también un sutil racionalista y encuentra algunas razones para la fe cristiana que ha hecho que algún cabeza dura lo tome por un hereje o un ateo.
Esta es la actitud de Melville. En sus primeras obras, de ambiente polinésico: Typee (1846) y Omoo (1847), y en White Jacket (1850), él es todavía el joven robusto que ama el sol, el viento, las bellas mujeres indígenas y las aventuras que terminan bien; se diría que aún es inconsciente de sí mismo. Pero leamos Mardi (1848) y finalmente Moby Dick (1851) y encontraremos la experiencia, mucho más vasta, de un hombre atormentado por cosas insolubles, que lo llevan a escribir en Mardi cosas extrañas y chapuceos alegóricos, y en Moby Dick algunas declamaciones exasperadas, en las que también y por sobre todo encontramos una búsqueda lúcida y sutil, un continuo trabajo científico de examen, de meditación, de citas, con tal de resolver el misterio.
Haría falta algo más para dar aquí una clara idea resumida de Moby Dick, pero aun cuando invitáramos al lector que todavía lo necesitara, a dejar de lado cualquier artículo para leer directamente el libro, diré que se trata de la travesía de la ballenera el Pequod a través de tres océanos: el Atlántico, el Indico y el Pacífico que, oficialmente, como creen los armadores, y la tripulación cuando se embarca, va a pescar cachalotes pero, en realidad, como lo revela el capitán Achab en medio de una escenografía de aquelarre haciendo juramentar a sus tripulantes, va a vengarse matando a la Ballena Blanca (Moby Dick), un cachalote famoso por su ferocidad, que en una travesía anterior mutiló a Achab. Y la esencia del libro (que lleva como subtítulo. The Wale, o sea La Ballena) está en el equilibrio milagroso que existe entre menudos detalles técnicos, realísticos, que describen las costumbres del mar y de los balleneros, y enloquecidos fragmentos sobrenaturales de señales, de predicciones, que irradian como un halo de feroz y bíblico Achab, víctima de su monomanía. Ya que, para la tripulación de el Pequod, Moby Dick, debido al magnetismo que ejerce sobre el capitán, y a los terrores de leyenda que surgen de sus hazañas (que van siendo referidas por las tripulaciones de las diversas naves que los balleneros van encontrando), se va configurando confusamente como un mito, con los acostumbrados dobles fondos alegóricos.
Pero el enigma sigue siendo tal y la Ballena Blanca, con todo lo que se refiere a ella, desaparece, y así, no se sabe nada de ella, o, justamente por esto, se lo sabe todo. Melville no es un profesional que use el halo del misterio toda vez que necesite un efecto y no sepa qué más decir. Melville es uno de esos Santo Tomás de la razón que, justamente, ilustran el Seiscientos. Así como los Apóstoles no querían creer en la Resurrección, en Moby Dick, Melville no quiere creer en el fantasma anémico, uno de los rasgos sobrenaturales ya indicados, no quiere creer que de Fedallah, el jefe de los malayos de Achab, emane algún olor a azufre; no quiere creer en las predicciones, y hasta trata de explicar la forma en que se encarnizan los escualos persiguiendo la lancha de Achab, por el hecho de que la carne de los malayos es más apreciada por los tiburones que cualquier otra. Eso que queda de misterio en Moby Dick, lo demoníaco del universo, la conciencia detrás de las fuerzas naturales destructoras, ese “Mundo invisible del cual lo visible no es más que un Retrato”, todo esto es verdaderamente misterio (teniendo en cuenta, se entiende, el mundo espiritual del autor) y un crítico fantasioso podría decir que el fin del Capitán Achab es el mismo que espera a todo aquel que intente explicar ese misterio.
Y ése es el fin que tuvo Melville cuando, habiendo cobrado más confianza, trató de usar en 1852, en Pierre, el análisis psicológico del mal del mundo, de las contradicciones morales, del muro ciego “contra el que se rompen finalmente todas las cabezas que indagan”. Algo parecido le sucedió en 1848 cuando trató de usar en Mardi, pero más en sordina, el análisis metafísico y social. Dadas la forma de ver las cosas de Melville, su cultura, su preparación y su experiencia, esa “mitad del mundo” debe seguir siendo un misterio y así es en Moby Dick; por eso, Moby Dick es una gran obra. Todos los libros de Melville [con excepción de los juveniles, que ignoran este problema, y de algunas obras menores como The Encantadas (1854) y Benito Cereno (1855)], fracasan en mayor o menor grado por esta razón. Se podría decir que en ellas lo racional mata a lo trascendente.
Es notable, entre las otras obras, The Confidence Man (1857) que, en una especie de comedia humana que se desarrolla en un barco del Mississipi, trata de encontrar un fundamento a la humanidad, con fines polémicos y pesimistas, pero resulta, en cambio, una sátira diluida, oscura y pesada.
Y en Mardi (historia simbólica de las peregrinaciones de Taji, que busca un ideal no muy bien determinado a través de la Polinesia, transformada para la ocasión en un triste mapa en clave donde cada nombre corresponde a un Estado o Institución del mundo occidental), el equilibrio entre lo racional y lo trascendente, necesario para el arte maduro de Melville, se debilita, justamente por culpa de la vivisección alegórica y filosófica a que son sometidos los “enigmas”. Y a pesar del ambiente de los Mares del Sur (como en Typee y en Omoo), a pesar de los numerosos rasgos felices de sátira, parodia y diálogo filosófico, a pesar de la elegancia y precisión de algunos símbolos, el libro en su conjunto resultó malogrado. Pero, como ya dije, existe la excusa de que éstos son defectos de crecimiento y que Mardi ha abierto el camino a Moby Dick.
Ninguna excusa tiene en cambio Pierre o The Ambiquities, tentativa psicológica de demostrar que la sociedad y el universo están mal avenidos, que la perfección moral misma no puede conducir al bien, que un acto de abnegación (el matrimonio que Pierre contrae con la hermana natural, con tal de darle un hogar) se convierte ante las normas estrechas de la sociedad (y de la vida) en una monstruosidad (el amor más que fraternal de los dos).
Es la maldad de la Ballena Blanca que trata de plantearse completamente en este análisis, que no deja nada más librado a lo sobrenatural, al misterio. Y entonces se produce el acostumbrado desequilibrio: el estilo se hace convulsivo, la inspiración epiléptica, fragmentaria, el sentido de las proporciones se pierde, y en alguna página todavía compuesta en el estilo anterior se extiende un pantano de palabras altisonantes, de desafinaciones y de sutilezas, que no solamente resulta aburrido, sino que, para colmo, es también ingenuo. En realidad, el libro parece escrito por Achab.
Como sucede con todas las grandes obras, no se terminaría nunca de analizar Moby Dick para descubrir en ella nuevos ángulos de perspectiva, nuevos sentidos y nueva importancia.
Lo que me parece su más definitivo significado en la historia ya lo he indicado en las páginas precedentes, pero, con todo eso, ¿qué es lo que sabe el que lee, de su austero quehacer legendario, de ese tono que no se resuelve en absoluto en una diversión imaginativa, sino que está completamente impregnado de severa reflexión moral? ¿O de la tranquilidad nerviosa y solemne, a veces recorrida por una sonrisa maliciosa con que están hechos los capítulos realistas de descripción, de información y de discusión? Pero sobre todo, es ese sentido continuo de lo enorme, de lo sobrehumano al cual se converge a través de todo el libro, en un prodigio de construcción por el cual, poco a poco, la atmósfera alegre y puritana del principio y la “científica” de las largas explicaciones centrales se van fundiendo en la última parte en un espíritu de lúcida y gallarda temeridad casi mítica, a medida que el nombre y la fama de la Ballena Blanca, mantenida fuera de escena hasta el final, crecen hasta agigantarse y ocupar todos los ambientes, los gestos y los pensamientos. Para mostrar toda la construcción de esta obra, sería necesario un comentario página por página para las seiscientas que tiene el libro. Y ni siquiera así podría agotarse la riqueza de medios y efectos de Moby Dick. Pero aquí no puedo más que dar dos fragmentos diversos para ilustrar lo dicho hasta ahora.
Veamos en el primero la vida misteriosa y preñada de presagios que Melville sabe extraer de su océano:
“Pero, finalmente, cuando nos volvíamos hacia el este, los vientos del Cabo comenzaron a ulular a nuestro alrededor y las gigantescas olas de esa zona nos sacudían elevándonos y hundiéndonos; cuando el Pequod, con sus colmillos de marfil, fue abatido secamente por una ráfaga y desgarró las olas negras en su locura hasta que, como chubascos de plata, las gotas de espuma volaron sobre su borda, entonces, toda aquella desolada vacuidad de vida desapareció, pero dio lugar a espectáculos aún más pavorosos.
Junto a nuestra proa, en el agua, formas extrañas saltaban delante de nosotros, acá y allá, mientras a nuestras espaldas volaban inescrutables cuervos marinos. Y cada mañana, posadas sobre los estayes, aparecían filas de estos pájaros y, a pesar de nuestros gritos, seguían prendidas por un buen rato a las cuerdas, como si creyeran que la nuestra era una nave a la deriva y deshabitada, una cosa destinada a la desolación y, por lo tanto, un lugar apropiado para descansar sus almas errantes. Y el mar negro se hinchaba, se hinchaba, siempre, sin descanso, se hinchaba como si sus olas inmensas fueran una conciencia y la enorme alma del mundo sufriera de angustia y remordimiento por la prolongada secuela de desgracia y dolor que había causado.
¿Y lo llaman Cabo de Buena Esperanza?”
(Cap. L)
Y, en el segundo fragmento, la lucidez, apenas un poco excitada por el drama, del narrador épico consciente de tener a su disposición un tema en el cual el espíritu se cansa de imaginar antes de que las posibilidades de poesía se hayan agotado.
“–¡Ala, ala! –gritó el marinero de proa, mientras la ballena desfalleciente disminuía su furia– ¡Ala, ala! ¡Abajo! –y la embarcación se colocó al lado del pez. Entonces, asomándose mucho a la proa, Stubb hizo penetrar lentamente el largo arpón puntiagudo dentro del pez y allí lo sostuvo, removiéndolo con cuidado como si buscara, cautelosamente, algún reloj de oro que la ballena se hubiera tragado, y temiera romperlo antes de poder sacarlo. Pero el reloj de oro que buscaba era la recóndita fuente de vida del pez. Y, de improviso, lo tocó; porque, rompiendo bruscamente su quietud, con esas cosas indescriptibles que se llaman ‘convulsiones’, el monstruo se debatió terriblemente en medio de su sangre, se envolvió con una espuma impenetrable, enloquecida e hirviente, haciendo que la embarcación puesta en peligro cayera de golpe sobre la popa y tuviera que hacer esfuerzos terribles para liberarse, a ciegas, de aquel crepúsculo frenético y poder salir al aire límpido del día.
Y ahora, mientras las convulsiones se debilitaban, la ballena salió a la superficie mostrándose de lado a lado, dilatando y contrayendo espasmódicamente el respiradero, con un seco y crepitante hálito de muerte. Y al final, borbotones y borbotones de sangre roja, como si fueran la borra del vino, salpicaron el aire espantado y al caer corrieron goteando desde los costados inmóviles del animal hacia el mar. Le había reventado el corazón.
–Está muerta, señor Stubb –dijo Degger.
–Sí, se apagaron las dos pipas –y sacando la suya de su boca, Stubb esparció las cenizas muertas sobre el mar y, por un instante, se quedó mirando pensativo el gran cadáver que había cobrado.”
(Cap. LXI)
Queda el Melville menor, las primeras obritas más materialmente autobiográficas: Typee, la vida primitiva e idílica entre los caníbales de las Marquesas, Omoo (el Errante), las peregrinaciones por las islas de la Compañía, entre los colonos y los nativos; White Jacket, la vida militar de Melville, a bordo de una nave de guerra, un diluvio de figuras, de caricaturas, una escuela de sabiduría de vivir y de humanidad. Y a quien no los ha leído, incluso puede parecerle que éstos son los libros bárbaros, que a toda costa y de todos modos, el ballenero, ya no puritano sino pagano, debe haber escrito.
Ya cité un fragmento de White Jacket que da la pauta de lo inculto que era todavía Melville cuando escribió estas obras, pero siempre se puede objetar que White Jacket es de 1850, posterior a Mardi, y que innegablemente la Polinesia de los primeros libros tiene un tono mucho más ingenuo que el de los ambientes de las tres novelas ya comentadas: Mardi, Moby Dick y Pierre. Podemos agregar que esto salta a la vista especialmente en Mardi donde, aunque Yillah (el ideal femenino que el protagonista busca por las islas) no es solamente la Fayaway de Typee, la inocencia y la gracia primitivas en carne y hueso, sino un símbolo metafísico de éstas y otras virtudes semejantes; sin embargo, el relato (que da comienzo a la narración) de la bonanza en el mar, del idilio con Yillah en el paraíso de Mardi y algunos paisajes que asoman entre las alegorías tienen todavía el tono tranquilo y exento de sofisticación de las mejores páginas de Typee y Omoo. Ahora bien, esta discordancia entre las dos partes de Mardi marca justamente la diferencia entre el Melville menor y el de Moby Dick y de Pierre. La aparición de nuevas preocupaciones ideológicas, en forma de alegoría, de psicología barroca o de misterio, será la ruina, pero también la gloria del futuro Melville. Las obritas que estamos comentando ahora ignoran estas preocupaciones, ignoran el misterio del universo, el así llamado problema de la Ballena Blanca. Evitan de esta manera el fracaso clamoroso de un Pierre, pero también están excluidas del milagro de un Moby Dick.
Esta es la diferencia. Pero el parentesco espiritual con el resto de la obra está también en el tono, doctamente consciente de sí, aun en su simplicidad y, por eso mismo, más digno. Lo fascinante de los tres libros reside, sin duda (tomando sólo en cuenta la primera impresión), en su “parlato” continuo, en ese bullir de espíritu, de caricaturas y de alegría de vivir sobre un fondo de inmensa serenidad como lo es el centellear del océano que describen. Pero, pensándolo bien, ¿qué es Typee sino la comparación continua, hecha por un hombre de absoluta educación occidental, entre ciertas modas y ciertas aberraciones de su civilización y el testimonio vívido de una civilización más simple, pero esencialmente más curiosa, es decir, no exenta tampoco de puras vistosidades? Y ¿qué son Omoo y White Jacket sino una ágil comedia, donde el Dante juez sonríe en forma saludable y cordial a sus camaradas, pero en lo más profundo se siente diferente, y en las islas del archipiélago forma su docta camarilla con el Doctor; en la nave de guerra con el Noble Jack, aquel que hablaba de Camoens, juzgando a todos los demás, incluso a los grandes (cónsul, capitán y comodoro) con la tranquila seguridad del hombre que “ha estudiado”?
Pero yo no quisiera que este Melville apareciese como un tremendo pedante, preocupado sobre todo en administrar, con la excusa de las aventuras, sus dosis de polvorienta erudición. Simplemente, da gusto notar cómo Melville recuerda y cita como hombre, cuando escribe, los libros que ha leído; es decir, apreciándolos sin repugnancia en su justo valor y siempre esbozando una sonrisa. En él, esta actitud juguetona del erudito que pasea por los océanos es como la parte epidérmica de una estructura espiritual de una extraordinaria profundidad que todo lo abarca. Así concluye un parágrafo de Moby Dick donde, mientras cuelga de un costado de el una cabeza de cachalote, es izada por el otro lado la cabeza de una ballena atlántica que acaba de cazar:
“Así como antes el se ladeaba hacia donde colgaba la cabeza del cachalote, ahora, debido al contrapeso de las dos cabezas, se enderezó sobre la quilla, aunque con un esfuerzo terrible, como es de imaginar. Del mismo modo como cuando uno levanta por un lado la cabeza de Locke, se inclina hacia allí, y si levanta por el otro la cabeza de Kant, se enderezará, pero quedará en un estado lamentable. Y así, algunas mentes siguen siempre haciendo limpieza. ¡Pobres tontos! Echad al mar todas esas cabezotas y navegaréis a gusto, livianos y libres.”
(Cap. LXXIII)
Finalmente, Melville ha dejado series de versos escritos casi todos en su vejez, versos en metro y rimados. ¿Pero qué quieren ustedes que pueda decir en metros el prosista que escribió Moby Dick y The Encantadas?
Hay algo en esto que lo asemeja a Walt Whitman. Con el sabio de Camden, Herman Melville no tiene en común solamente la rebeldía contra las pequeñas realidades de su tiempo, la ascendencia mezclada de ingleses y holandeses y las fechas de nacimiento y casi también las de su muerte (1819; 91 y 92).
Los une también su lenta decadencia en la vejez, en el cansancio y en la soledad, acompañada por el espectáculo algo melancólico de la literatura convertida en costumbre, en la “verborragia” de los últimos años, que trata desesperadamente de volver a conseguir alguna nota de las sinfonías oceánicas de la edad viril.
Es más afortunado Walt Whitman, que después del obstinado optimismo de los años creadores, descubre en el dolor y en la desilusión la última veta liviana de poesía íntima, de “muerte celestial”, de resignación crepuscular.
Infeliz en cambio Melville, que ya había expresado en la gran leyenda del mar el dolor, lo incognoscible, la nada y que se encuentra ahora, al final, extenuado y vacío, sin otra cosa que un estribillo en el corazón:
“... verano e invierno y placer y dolor,
y todo, por doquier en el reino de Dios.
Todo termina y de nuevo comienza,
desaparece y vuelve, vuelve y desaparece;
otra vez, otra vez y otra vez...
... Ya que la luz y la sombra están en el mismo plano,
¿Oh, por qué tienen que irritar las lágrimas la pálida mejilla
por cualquier cosa que desaparezca allá lejos?
¡Cesad, cesad!”
Este es el único fragmento de esas últimas poesías que pueda atraer al lector. Y ya lo había dicho Walt Whitman, con su sintaxis catastrófica:
“Yo, por todas las fases pasadas –mi juventud ociosa–, la vejez próxima,
mis sesenta años de vida sumados y más, transcurridos,
puestos a prueba por cualquier grandioso ideal, y el resultado, una nada,
y sin embargo, quizás una gota en el conjunto del esquema de Dios –una ola o la parte de una ola
como una de las tuyas, océano infinito.”
Este retrato está incluido en La literatura norteamericana
de Cesare Pavese.
(Editorial Siglo Veinte).
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