VERANO12

MI HERMANO ARTHUR

 Por Isabelle Rimbaud

Oh, ese fatal viaje de Tadjourah a Choa, en Abisinia. ¿Qué aire maldito ha respirado en esas funestas regiones? ¿Qué ángel maligno lo condujo hasta allí? Durante más de un año, sí, durante más de un año, sufrió, en cuerpo y espíritu, todas las pruebas, todas las penas posibles. Y, de vuelta, ¿qué compensación? Fueron entonces todas desilusiones: un completo desastre.

La enfermedad ya merodeaba y, como un reptil venenoso, acabó por enlazarlo, hasta que poco a poco, insensiblemente pero seguro, lo condujo, sin que él lo percibiese, a la catástrofe final.

¡Vamos, coraje! Tú no has sido feliz al lado del rey. Bien, redobla los esfuerzos, multiplica tus facultades, apártate de los caminos ordinarios. ¿No tienes el don de la inteligencia, la gracia de la fuerza? No hablo de la inteligencia y la fuerza del común de los hombres, ¡oh, no!

Hay en ti un genio excepcional. La llama divina concedida a cada uno de nosotros es en tu alma un hogar incandescente, una luz deslumbrante que penetra todo por doquier. Y aquello que constituye tu fuerza es la voluntad poderosa y audaz a la cual sometes tus músculos y tu pensamiento, sin escuchar sus lamentos ni su necesidad de reposo. ¡Trabaja, tú que ya has trabajado tanto; instrúyete, tú que eres una enciclopedia viviente! Después de días agobiantes, dedica una pequeña parte de las noches estudiando los múltiples idiomas africanos, tú que hablas de corrido todas las lenguas de Europa. No encuentres gusto alguno en las bebidas, en las comidas, en todos los placeres que envician a los otros blancos. ¡Ten cuidado! Lleva una vida ascética... Algunos minutos bastan para saciar tu hambre, y, durante once años, no has aplacado tu sed más que con agua. Cuando reúnes a amigos, es únicamente para conversar de negocios, de noticias de interés común. Un poco de música a veces, muchas luces; pero siempre, y por sobre todo, tu conversación incomparable, que sabe por sí sola iluminar, entretener, fascinar a aquellos que tienen el honor de ser admitidos en tu casa. La pureza de tus costumbres devino legendaria. Jamás ningún lujurioso atravesó tu umbral; tus pies jamás acudieron a un lugar de esparcimiento. ¿Sé bueno, sé magnánimo! Tu generosidad es proverbial, aun en distantes parajes. Cien ojos acechan tus salidas cotidianas. En cada curva del camino, detrás de cada arbusto, en la ladera de cada colina, encuentras pobres. !Dios, qué legión de desgraciados! Dale a éste tu abrigo, a aquél tu chaleco. Tus calcetines y tus zapatos son para ese lisiado de pies sangrantes. ¡He aquí otros! Ofréndales las monedas que tienes, thalaríes, piastras, rupias. Para ese viejo que está tiritando, ¿no tienes más nada? Sí. Dale tu propia camisa. Y cuando estés desnudo, y sigas encontrando pobres, los llevarás a tu casa y les darás los alimentos de tu cena. Te librarás de lo superfluo y de tu propio bienestar, en pos de todos aquellos que, sobre tu paso, tienen hambre o frío...

¡Sé austero para ti mismo! Nada de gastos inútiles, sobre todo nada de lujo. ¿Quién construyó los muebles de tu vivienda? Tú. ¿Posees además el secreto de los artesanos? Conoces también el arte del cultivador: sembraste semillas de Europa, y en tus jardines de cafetos, entre tus plátanos, se entremezclan, vigorosas, magníficas, las legumbres más exquisitas de los huertos de Occidente. Es que tu industria, tu trabajo, son fecundos en todos los sentidos... ¿Quién es ese indígena que se ocupa de los diversos quehaceres de la casa, del patio y de los depósitos? Es tu fiel servidor, aquel que, desde hace ocho años, te venera y te quiere, obedeciéndote. Es Djami.

Oh mi amado, ¿quién podría odiarte? Eres la bondad y la caridad mismas. La probidad y la justicia son tu esencia. Además, hay en ti un hechizo indefinible. Prodigas a tu alrededor no sé qué atmósfera de felicidad. Por donde pasas se respira un aroma delicioso, sutil, penetrante. ¿Qué talismanes llevas contigo? ¿Eres mago? ¿Qué medios secretos empleas para conquistar los corazones y las voluntades? ¿Qué alas poderosas te has forjado para planear como lo haces, por encima de todos?...

Pero, ¿qué locuras estoy diciendo? Eres bueno, he aquí toda tu magia, ¡oh, querido ser predestinado!... ¿Eres feliz al menos? No. El país de tus sueños no es de esta tierra. Recorriste el mundo sin encontrar la morada acorde a tu ideal. Hay en tu alma y en tu espíritu aspiraciones más maravillosas que lo que pueden ofrecer las regiones más seductoras de este innoble universo.

Pero uno se ata, a pesar de sí, al país donde más ha padecido, donde más ha sufrido, haciendo el bien. Es por eso que Adén y Harar son en adelante dos nombres grabados en tu corazón. Ellos habrán asesinado tu cuerpo. ¿Qué importa? Tu recuerdo querrá quedarse allí más allá de la muerte.

Adén, roca calcinada por un sol perpetuo; Adén, donde el rocío del cielo no desciende más que una vez en cuatro años. Adén, donde no arraiga una brizna de hierba, donde no se vislumbra una sombra; Adén, caldera donde los sesos hierven en los cráneos que estallan, donde los cuerpos se resecan... Oh, ¿por qué has amado a ese Adén, hasta el deseo de tener allí tu tumba?

Harar, prolongamiento de las montañas abisinias: frescas colinas, valles fértiles; clima templado, primavera perpetua, pero también vientos secos y traidores que penetran hasta la médula de los huesos... ¿Has explorado lo suficiente a tu Harar? ¿Existe en la región un rincón que te sea desconocido? A pie, a caballo, a lomo de mula, has ido por doquier... ¡Oh, las cabalgatas insensatas a través de montañas y llanos! ¡Qué alegría sentirse llevado entre desiertos de verdores o de rocas, veloz como el viento; recorrer, más vital que un fauno, los senderos del bosque: rozar ligeramente, como un silfo, el suelo movedizo de los pantanos!... Y tus marchas intrépidas, desafiando a los indígenas en audacia, en agilidad... ¡Qué gozo lanzarse, a cara descubierta, apenas vestido, a los valles de lujuriosas vegetaciones; escalar montañas inaccesibles! ¡Qué orgullo repetirse: “Solamente yo logré subir hasta aquí, sólo mis pies han hollado este suelo hasta ahora inexplorado”! ¡Qué felicidad, qué delicia sentirse libre, recorrer sin ataduras, con el sol, el viento y la lluvia, los montes, las aguas que descienden, bosques, ríos, desiertos y mares!...

Oh, pies viajeros, ¿hallaré tus huellas en la arena o en la piedra?

¿Encontraré sobre todo los trazos de esos trabajos ejecutados con un coraje inaudito? Las innombrables cargas de café, los cargamentos preciosos de marfil y esos perfumes tan penetrantes de incienso, de almizcle, y las gomorresinas, y los oros, todo eso comprado en vastos países, al cabo de trayectos agotadores, de cabalgatas que destrozan los miembros. Y no es sólo comprar. Cuando los naturales ceden sus productos, ¿no hay que pesarlos, someterlos a diversas preparaciones, embalarlos delicadamente para expedirlos en caravanas a la costa, donde llegan sin que falte ninguno y en perfecto estado al precio de infinitos cuidados, de miles de preocupaciones y de mortales angustias? ¿Quién podría enumerar aquello que dos brazos, incomparablemente enérgicos, han hecho sin descanso a lo largo de once años? ¿Quién podría explicar las ingeniosas ecuaciones de ese cerebro más dotado que ningún otro? Luego, ¡cuántos problemas, cuántos tormentos en medio de negros haraganes y obtusos! ¡Cuántas preocupaciones durante las interminables jornadas que demoran las caravanas en atravesar el desierto! Los camellos y las mulas de carga llevando una fortuna son confiados al cuidado y a la dirección del árabe contratista de transportes. Mil peligros acechan la soledad del camino. Además de lluvias y vientos se suman bestias feroces, leones, panteras. Y sobre todo los beduinos, tribus errantes y maléficas, los Dankalíes, los Somalíes... Mientras la caravana avanza lentamente hacia el mar, el amo, el negociante que se ha quedado en su factoría para ultimar las nuevas transacciones y reunir los elementos de un nuevo convoy piensa sin cesar que el fruto de su titánica labor es, a cada minuto de los días y de las noches, expuesto a la pérdida.

Siente su cerebro contraerse de angustia y la fiebre recorre su cuerpo. Noche a noche, sus cabellos encanecen. Calcula el camino recorrido y el que resta recorrer, mientras que la preocupación lo consume. Y ese suplicio durará un mes inacabable, el tiempo que tarda la expedición en ir y volver.

Durante esas aventuradas empresas, la mayoría de los negociantes han sufrido pérdidas, a menudo considerables. Plata, mercancías, a veces también servidores y bestias de carga se convertían en el botín de maleantes del desierto. Mi bien amado hermano, él, jamás extravió cosa alguna; de todas las dificultades salió victorioso. Sucede que la audacia más feliz regía sus empresas y éstas triunfaban más allá de sus esperanzas. Su reputación se había difundido de montaña en montaña, de modo que –en lugar de apoderarse de las riquezas de aquel que ellos llaman “el Justo” o “el Santo”– los nómades beduinos se concertaban para proteger cada una de sus caravanas.

El oro se amontona; la fortuna viene, ha llegado. El porvenir es seguro. El enemigo –la pobreza, los trabajos huraños, la soledad y las penas– está vencido. No hay más que extender la diestra para recibir la palma, la recompensa de tantos sobrehumanos.

3

Tendido para siempre, sufriendo sin tregua sobre su lecho el martirio más atroz, en el fondo de su pequeño cuarto de hospital, ensombrecido por la cercanía de la galería de piedra y de los plátanos frondosos, cuántas enseñanzas me impartió.

En cuatro meses me enseñó más que otros en treinta años. Le debo el conocimiento del mundo y de la vida, de la felicidad y de la desgracia. Ahora comprendo el sentido de vivir, de sufrir, de morir. También conozco esa delicia que llaman devoción y, por sobre todo, la inefable alegría de amar absolutamente a un ser sagrado y de mi sangre –oh, ternura fraternal de esencia pura y divina–, de amarlo en la dicha, en la debilidad, en la miseria, arrojándome de espíritu y de corazón hacia él. De amarlo en el sufrimiento y en la enfermedad, en la agonía y en la muerte, asistiéndolo sin flaquear, y más allá de la muerte, cumpliendo su voluntad, sus simples recomendaciones y, si Dios así lo quiere, muriendo poco después, de la misma muerte que la suya; para ir a dormir allá, cerca de él, y tranquilizar así su alma angustiada, que ha temido que sobre esta tierra yo lo olvide.

¡Olvidarlo! ¿Podría olvidar mi felicidad, olvidar a quien hizo nacer mi alma a una vida divina? ¿El no está por doquier y hasta en los maravillosos horizontes que me ha descubierto, él, mi ángel, mi santo, mi elegido, mi amado, mi alma?... En efecto: cuanto más reflexiono, más me convenzo de que ambos teníamos una misma alma.

Muerto él, no es seguro que yo pueda sobrevivir.

Puedo verme pequeña, en la época de su primera partida, en septiembre de 1870. Era de noche, bien tarde. Bajo las grandes alamedas de castaños de Charleville, la muchedumbre se apretujaba para tener noticias de la guerra, y no se hablaba, ¡desgracia!, más que de derrotas.

De pronto, por encima de los rumores se elevó un canto varonil y solemne, vibrante llamado a las armas por la patria. Jamás supe qué artistas habían entonado, aquella noche, esos acentos sublimes. Ni antes ni después oí nada tan bello, tan emocionante. Pero yo, pequeña, grano de polvo en la multitud, no relacionaba ese clamor a la Francia en peligro. La mitad de mi alma estaba encantada y había partido con El lejos del hogar, de la seguridad; los sollozos de desesperación que rompían mi pecho ya atestiguaban cuánto de mí había huido también.

Desde entonces lo he seguido por doquier a través del mundo, en pensamiento, en sufrimiento, en alegría, sin forzar mi voluntad, casi a mi pesar. En los malos días, cuando él soportaba hambre y frío, yo sufría con él. Mi espíritu ansioso no hallaba descanso. Una parte de mí misma vivía en el desamparo.

Soporté también noches de extravío y de delirio. Mi alma, ofendida, lloraba. Escuchaba armonías extrañas, zumbidos misteriosos. Visiones vagas y dolorosas danzaban ante mí. Aquellas noches, velos de nieve envolvían mis sentidos y mi imaginación. No sabría definir mis impresiones. Tiritaba, la fiebre me calcinaba.

Yo estaba junto a él, en la neblina gris o en el sol pálido de Londres, bajo el cielo azul de Italia, en las nieves del Saint-Gothard. Fatigaba con él las grandes rutas. Atravesábamos bosques, praderas. Durante un mes hemos errado en la atmósfera ardiente de Java. Mis ojos todavía rezuman rostros y paisajes maravillosos de ese país. Veo aún isleños pequeños y amarillos en el deslumbramiento de su campiña... Estuve a su lado en el Cabo de Buena Esperanza, cuando la horrible tempestad se disponía a devorarlo. Yo cerraba los ojos de espanto, mi cabeza se partía: también estuve a punto de naufragar.

¡Y el regreso! ¡Ah! ¡Qué delirantes alegrías! La felicidad de sentirse a salvo, después de haber sufrido durante largo tiempo la ausencia de la mejor parte de sí misma. Porque él era bien superior a mí; me dominaba, como el árbol más bello y noble de la creación domina a la brizna de hierba. Pero él me amaba tiernamente, y yo me había atado a él como una pequeña partícula de plata que un artista divino vertió en el molde de una colosal estatua de oro.

Sin jamás haberlas leído, conocía sus obras. Las había pensado. Pero yo, ínfima, no habría podido expresarlas en su verbo mágico. Admiraba y comprendía: he ahí todo.

Yo salía de la infancia cuando él entraba en la edad viril. Estábamos en la plenitud de nuestra fuerza física y de nuestras facultades intelectuales. Entonces, la suerte nos separó. Millones de kilómetros se extendieron entre ambos.

Cada uno de nosotros había de perseguir el bien y lo bello, el honor del presente y la seguridad del porvenir.

Teníamos –él como hombre, yo como mujer– aspiraciones modestas y santas; las juveniles ambiciones se habían extinguido. Sencillamente reclamábamos el derecho de vivir a pleno sol, en los campos sagrados de la familia, de la dignidad, del deber.

Once años perseguimos nuestra meta sin decaer un instante, tan ocupados en nuestras respectivas tareas que, sin olvidarnos, nos hablábamos apenas, a la distancia. Nadie en el mundo ha hecho el esfuerzo que nosotros hicimos; nadie tuvo nuestra perseverancia, nuestro coraje. Las fatigas corporales que soportamos fueron inauditas, superaban las posibilidades humanas. Los trances morales bajo los cuales hemos vivido jamás fueron sufridos tan valientemente por los otros mortales. Trabajamos siempre sin vacilar, sin permitirnos la más mínima distracción, el más pequeño relajamiento. Despreciamos los placeres de la juventud. Ninguna existencia ha sido tan austera como la nuestra. Las Carmelitas y los Trapenses se procuran más goces de los que nosotros nos hemos brindado. Y no era ni por salvajismo ni por avaricia que llevábamos ese género de vida. Estábamos absortos en la visión del fin santo y noble, y concentrábamos todos nuestros esfuerzos en esa meta. Fuimos buenos, caritativos, generosos. No podíamos ver la miseria y el infortunio sin apiadarnos, sin socorrerlos en la medida de nuestras fuerzas. Eramos probos. Quien diga que le hemos hecho daño a propósito se levante y arroje la primera piedra.

Confiábamos en la virtud de los otros, porque la nuestra era inquebrantable; y no podíamos sospechar que aquellos mismos que habrían debido ayudarnos, sostenernos y amarnos podían traicionarnos, mentirnos y vencernos. Nos horrorizaba la mentira y amábamos, sí amábamos, a nuestro prójimo como a nosotros mismos. ¡Ah! Eramos muy ingenuos para el siglo... Pero callémonos, ¡no nos dejemos amedrentar! Lo que hemos creído y hecho está bien.

Y, si fuera necesario volver a vivir, obraríamos de la misma manera.

Tal un espléndido palacio que un arquitecto de genio único ha edificado piedra sobre piedra con amor y perseverancia maravillosos y que, habiendo llegado a la cumbre, mientras sujeta a la cúpula el último emblema dorado, creyéndose bajo una edificación cuya gloria lo exime de las conmociones de la vida, siente de golpe derrumbarse la obra, quedando sepultado bajo montones de materias preciosas: así nuestras esperanzas y nuestro porvenir se han quebrantado repentinamente. El monumento elevado con tantas penas y cuidados se ha caído sobre nuestras cabezas, y henos aquí heridos de muerte entre escombros...

¡Implacable escarnio!... Esto ha sido el naufragio en el puerto; el rayo que destruye en un abrir y cerrar de ojos la catedral que generaciones han construido laboriosamente; la granizada que, al primer día de la cosecha, destroza en un instante los tesoros amontonados por el sol y los rocíos de todo un año. Juventud, trabajo, prosperidad, salud, vida, todo se ha perdido, todo ha terminado...

Y es así que, a miles de leguas de distancia el uno del otro, él, en un país de negros, bajo un sol de oro y de sombras encantadas; yo, en una oscura y fría campiña francesa, hemos comprobado, casi al mismo momento y en el preciso instante en que el fin santo iba a ser por fin alcanzado, en un orden diferente y por razones distintas, el aniquilamiento irremediable de nuestras radiantes esperanzas, no obstante tan legítimas.

Para ambos, al mismo tiempo, la hora de la desgracia, irrevocable, ha sonado.

Este retrato está incluido en Mi hermano Arthur de Isabelle Rimbaud.

(Editorial Isla Luna).

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  • MI HERMANO ARTHUR
    Por Isabelle Rimbaud
 

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