EL PAíS

Contener la pelea vaticana

Gobierno e Iglesia buscan “encapsular” el nuevo problema de embajadores para no afectar la relación doméstica.

 Por Washington Uranga

Ante la confirmación –siempre oficiosa– de que el Vaticano no dará el plácet (acuerdo) para que Alberto Iribarne sea embajador ante la Santa Sede y que la Cancillería se mantendrá en su posición ratificando al designado, tanto en el Gobierno como en la Iglesia Católica local la pregunta ahora es si podrá “encapsularse” el nuevo diferendo, de manera de no afectar las relaciones entre la jerarquía eclesiástica y la administración de Cristina Fernández. En principio éste es el camino que los obispos y la Presidenta han elegido seguir, conscientes de que el diferendo tiene aristas y alcances que superan largamente lo doméstico, aunque lo hecho por algunos actores aquí en la Argentina tiene también mucho que ver con la situación planteada a nivel diplomático.

Como adelantó Página/12 en su momento, el Gobierno no está dispuesto a dar marcha atrás con la designación de Iribarne. En el Vaticano insisten, siempre en forma extraoficial, en que la condición de divorciado del escogido resulta inaceptable para la Santa Sede, en particular por ser la Argentina un país de tradición católica. Está claro que el Vaticano no siempre ha utilizado el mismo criterio para aceptar acreditados, pero en este caso la consecuencia de hecho es que no habrá embajador y la representación quedará en manos del encargado de negocios Hugo Gobbi, algo que en la práctica significa bajarle el nivel a la relación diplomática.

Si bien la decisión del Vaticano es totalmente autónoma de la Iglesia local, es difícil establecer las diferencias y los límites. De hecho el nuncio apostólico cumple con la doble función de ser embajador del Estado vaticano ante las autoridades argentinas y el nexo del Papa con los obispos locales. De allí la preocupación del Gobierno y de muchos de los obispos para encontrar la manera de que el diferendo no afecte las relaciones que comenzaron a recomponerse con el encuentro entre la conducción del Episcopado encabezada por el cardenal Jorge Bergoglio y la presidenta Cristina Fernández.

La historia de la designación de Iribarne está sin embargo plagada de anécdotas y situaciones que, de haberse previsto, quizás habrían permitido evitar el escenario actual. El primero que advirtió sobre la posible dificultad en el plácet fue el propio Iribarne, cuando el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, lo convocó en diciembre para notificarle que su destino diplomático no sería Lima, como se había anunciado, sino la Santa Sede. Iribarne le recordó que había formado nueva pareja después de divorciarse. El jefe de Gabinete le restó importancia. Más allá de que a la Argentina le asiste todo el derecho de nombrar a quien el Gobierno estime y no son las normas morales de un estado religioso las que pueden determinar los criterios para un embajador, en ese momento se podría haber ponderado el hecho de que la ofensiva conservadora lanzada por Benedicto XVI bien podría terminar generando una situación de este tipo. Salvo, claro está, que se piense que el nombramiento de Iribarne estuviese destinado a provocar un nuevo desafío a la Iglesia, algo que se descarta totalmente.

El nuncio Adriano Bernardini, hombre de perfil extremadamente conservador, se molestó mucho porque se enteró por los medios de que Iribarne era el designado. Habría preferido la consulta informal y la comunicación oficial antes de que tomara estado público. A tal punto llegó el malestar que por varios días, mediante artimañas formales, el nuncio se negó a recibir la comunicación oficial de la Cancillería. En ese mismo momento, Bernardini hizo saber verbalmente que habría dificultades para otorgar el plácet por la condición de divorciado. El expediente salió para Roma con ese informe y esa advertencia y así comenzó a ser procesado por la diplomacia vaticana. Allí aparecieron también los operadores vinculados con los sectores más conservadores de la Iglesia argentina y el ex embajador menemista en el Vaticano, Esteban Caselli.

De aquí y de allá se encargaron de azuzar el tema, incluso argumentando que la nominación de un divorciado para ocupar la embajada debía leerse como un “agravio” para la Iglesia, que está reafirmando su posición tradicional respecto de la indisolubilidad del matrimonio. Recién en ese momento la Cancillería comenzó a exhumar antecedentes de otros casos de embajadores divorciados que fueron aceptados por el Vaticano, como manera de justificar la designación y quitarles peso a los argumentos eclesiásticos. En Buenos Aires se quejan de que fue en Roma que trascendió la negativa cuando todavía el asunto se manejaba con prudente reserva y por los canales diplomáticos, buscando soluciones antes de que el tema se transformara en un diferendo.

Desde que se conoció la decisión de Carlos Custer de no aceptar la renovación de su tarea diplomática en la Santa Sede, Bernardini buscó vincular el plácet para el nuevo embajador argentino con el acuerdo del gobierno de Cristina Fernández para la terna de obispos de la cual habrá de salir el nuevo obispo castrense que reemplazará el renunciado Antonio Baseotto. Frente al asunto, la Cancillería se mantuvo siempre en la posición de que “se trata de dos temas independientes”. Por el tratado de 1957 que regula las relaciones entre los dos estados, Argentina tiene que dar su acuerdo sobre una terna de nombres para que de allí el Papa luego elija uno para hacerse cargo del obispado militar. De la misma manera que el Vaticano se demoró en aceptar en su momento la renuncia de Baseotto a pesar de que había sido desconocido por el gobierno de Néstor Kirchner, ahora el gobierno argentino se toma su tiempo para dar su visto bueno sobre la terna. Y así como el nuncio Bernardini quiso vincular el plácet para Iribarne con la vía libre para los candidatos al obispado castrense, el gobierno quiere discutir de manera simultánea la reforma del tratado de 1957 para buscar la eliminación de las capellanías militares. No hay objeciones a los nombres que se están manejando, entre los cuales aparece el del obispo de Chascomús, Carlos Malfa, como el candidato más firme.

El Gobierno encomendó al embajador saliente Carlos Custer que, en su ronda de entrevistas de despedida de Roma después de cuatro años de gestión, hiciera discretas consultas sobre el avance del plácet. Custer ya está en Buenos Aires, se despidió del Papa y de las más altas autoridades y la impresión que recogió fue de mucho pesimismo: Iribarne no recibirá el plácet. No habrá notificación oficial vaticana ni reclamo argentino, todo quedará en un impasse. El tema es apenas la punta del iceberg de un problema que tiene muchas otras aristas y complica las relaciones. Y seguramente no ocurrirá de inmediato, pero si hasta ahora se buscaba encauzar una metodología que permitiera la revisión del tratado que rige las relaciones entre la Santa Sede y la Argentina, ahora es muy posible que el Gobierno tome directamente la resolución de denunciarlo. Por supuesto, se aleja cada vez más la posibilidad de la visita de Benedicto XVI para celebrar los 30 años de la mediación papal con Chile.

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