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Dos películas para aproximarse a un planeta llamado Wes Anderson
A través de “Persiguiendo el crimen” y “Tres es multitud” puede reconstruirse la evolución del director de “Los excéntricos Tenenbaum”.
Por Horacio Bernades
Tres películas le bastaron a Wes Anderson (Houston, Texas, 1960) para convertirse en una de las voces más originales del cine estadounidense. Una de ellas, la última, acaba de estrenarse en cine: Los excéntricos Tenenbaum. Las otras dos se consiguen en video. Se trata de Persiguiendo el crimen (estúpido título local para Bottle Rockett, ópera prima de 1995 que LK-Tel editó directamente en video) y Tres es multitud (título no menos tonto que Rushmore, de 1998, recibió aquí). Aunque no es nada fácil conseguir Persiguiendo el crimen, quien tenga la fortuna de hacerlo podrá constatar que asomaban ya allí la libertad imaginativa, la excentricidad, la melancolía de fondo y el exquisito gusto musical que hacen de Anderson, a los 32 años, un creador inconfundible.
Inventados a cuatro manos entre el realizador y su amigo/coguionista estable/actor Owen Wilson (el vecino escritor de Los excéntricos Tenenbaum, ese que jamás se saca la campera de flecos), todos los personajes de Anderson están, como en aquel tema de Sergio Denis, un poco locos. De hecho, Bottle Rockett empieza en un centro de salud mental. Allí, un muchacho prepara su huida, que será por la ventana y con el clásico truco de las sábanas atadas. Claro que no necesitaría hacerlo, ya que ha sido dado de alta. Deberá fingir el escape para complacer a su mejor amigo, que espera eso de él. En otras palabras, el amigo (el propio Wilson) está más loco que él (que es su hermano, Luke Wilson, el Richie Tenenbaum de Los excéntricos...). De allí en más, los Wilson se lanzarán por los caminos con un plan de robo elaborado por uno de ellos, con esa obsesividad desajustada que es propia del mundo según Anderson.
Parecida fijación derrocha Max Fischer, protagonista de Rushmore. En el high-school que da título a la película, Max es, al mismo tiempo, el peor alumno y el más entusiasta, la oveja descarriada y el hijo pródigo, la pesadilla del director y el motor que mantiene la maquinaria de Rushmore aceitada y vital. Ocurre que Max sigue su propio “programa de estudios”, dándole la espalda a la currícula oficial y abocándose a desarrollar, por su propia cuenta pero pensando en sus compañeros, una batería fenomenal de actividades recreativas. Al tiempo que reprueba todas y cada una de las materias, Max es el fundador y alma mater del periódico escolar, creador de un grupo de teatro que lleva su nombre, esgrimista en jefe e impulsor del club de apicultores, entre otros emprendimientos.
Compárese esta innata propensión a lo peculiar con la de los miembros de la familia Tenenbaum y se verá cuán sólidos son los lazos de familia que unen, de película en película, a los (anti)héroes de Anderson. Si los jóvenes son su centro de interés (tal vez porque ésa es la etapa en que la creatividad y el desajuste más se emparientan), en las tres películas hay, también, un adulto con el que hacen sintonía. En Persiguiendo el crimen, Mr. Henry (un exuberante James Caan) es, para estos aprendices de ladrones, la figura señera, su otro yo con unos años más, y otro tanto ocurre en Tres son multitud, donde el único representante del mundo adulto con el que Max Fischer puede dialogar es un millonario llamado Herman Blume, un tipo tanto o más inadecuado que él (quién otro podría encarnar a Blume sino el inaudito Bill Murray, que reaparece en Los Tenenbaum).
Ni Mr. Henry ni Herman Blume (a la sazón, nombre de una editorial especializada en libros de arte) responden a lo que se espera de ellos, en lo más mínimo: el ladrón trabaja de jardinero, mientras que el millonario es dueño de una acería, pero no tiene ningún problema de poner todo su dinero al servicio de los demenciales entusiasmos de Max Fischer. Piénsese en Royal Tenenbaum, con su pasado de abogado, su presente de estafador y su futuro de ascensorista, y se tendrá una medida de la clase de personajes que interesan a Anderson. Todos ellos fracasan, es verdad. Es que para este cineasta totalmente desentendido de los valores de la América oficial parecería valer más el fracaso de un proyecto loco que eléxito del sentido común. De allí, esa rara y ya inconfundible fusión de melancolía y festejo que tiñe el planeta desconocido que llamamos Wes.