Miércoles, 23 de enero de 2008 | Hoy
CIENCIA › POLEMICA CIENTIFICA
El reportaje al ministro Barañao, publicado el lunes 7, sigue alimentando la discusión: ciencias “duras” vs. “blandas”, tecnología, conocimiento y sociedad. Y está perfecto: al fin y al cabo, la función de la ciencia es justamente ésa: el cuestionamiento permanente.
ANDRES E. CARRASCO *
Para el imaginario de cualquier ciudadano argentino, la creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología es algo virtuoso y, al mismo tiempo, un reconocimiento largamente acariciado por la comunidad científica nacional. Sin embargo, para ser completa, la reforma institucional debe estar acompañada por una política que vaya más allá del incremento del presupuesto. Que se haga cargo de las necesidades sociales que demanda el momento, poniéndole al quehacer científico-tecnológico el objetivo de mejorar la calidad de vida y promover la felicidad del pueblo. A esta idea querríamos aportar algunas consideraciones.
Ciencia útil. La idea que recorre la ciencia actual pregona que la misma ha dejado de ser parte de la cultura para transformarse en una mediación instrumental entre conocimiento y mercado –la tecnociencia–; y que debe apuntar a la utilidad del conocimiento, para generar nuevos bienes de consumo y aumentar el valor agregado de otros. Con este encuadre conceptual la política científica quedaría reducida a un simple plan de promoción de negocios. El rumbo que ha tomado la biotecnología corporativa es ejemplo de esta concepción neoliberal. Operando sobre el conocimiento, busca tecnologías que habiliten la manipulación de las bases biológicas con el objeto de incrementar la eficacia de la naturaleza y lograr así un control panóptico del escenario humano. Algo que ya estaba implícito en el paradigma victoriano del control social que propiciaba la eugenesia galtoniana y que vuelve a estar presente corregido y aumentado. En la era de las prótesis mecánicas y biológicas no es necesario seleccionar los seres humanos con métodos biométricos lombrosianos, el deseo del paradigma neoliberal es desarrollar tecnologías que optimicen las capacidades humanas al servicio de la perpetuación del modelo de acumulación.
Ciencia y colonialidad. Al subordinar la ciencia a la tecnología, se consuma la idea de que el conocimiento se legitima sólo cuando conduce a alimentar propuestas e iniciativas que incrementan la rentabilidad del mercado. Más aun, ontologiza el saber útil. Transmutando la metáfora de la ciencia prometeica de la Ilustración –que quiso comprender la naturaleza y relacionarse con ella de una manera armónica– en la metáfora fáustica –-que promueve su apropiación y dominio aun a costa de su destrucción–. Así este capitalismo tardío necesita de la tecnociencia centrada en la dominación de los recursos de la humanidad como el principal instrumento de la neocolonialidad y la celebración de las soluciones tecnocráticas para los problemas humanos. En esta modalidad, y sin entrar en la discusión sobre la fragilidad actual del modelo epistemológico de la ciencia, ni en la dificultad de su debate, se comprueba que el mercado no requiere verdades científicas sólidas y verificadas sino resultados veloces y competitivos en las góndolas comerciales. Un desafío al paradigma cartesiano pero, sobre todo, un riesgo cierto en la percepción y legitimidad social de la ciencia.
Ciencia y globalización. No es cierto que la tecnociencia sea liberadora por sí misma. Es un instrumento del poder que la concibe. Su autonomía en la Argentina será ilusoria mientras el país permanezca subordinado social y culturalmente, mientras las grandes mayorías estén excluidas y el patrimonio nacional sea devastado en aras de un progreso deseable para otros. Tampoco existen globalizaciones buenas y malas. La globalización es una sola y su tendencia hegemonizante es reemplazar la política por la técnica, con un conocimiento que, habiendo sacrificado su rigurosidad, lleva a la devastación de la naturaleza y a consolidar la exclusión social.
Ciencia y desarrollo alternativo. Por todo lo dicho, la política de ciencia y tecnología de un país arrasado, dominado y frágil en sus decisiones es estratégica para un verdadero proceso de liberación, en tanto haya conciencia de la paradoja que implica tener sistemas científicos que funcionan como parte dominada de un capitalismo dominante. Siempre supremo en lo técnico, pero de moral social incierta. Salir de la deuda del Club del París es un desafío para la autonomía nacional. Reemplazar los créditos del BID y BM en el área de ciencia y técnica por fondos propios, es también un acto necesario de soberanía. Porque mientras nos venden formas de desarrollo, se apropian de los recursos, destruyen la biodiversidad, alienan el bienestar y alaban a nuestros científicos, compramos llave en mano modelos para formar elites funcionales a la hegemonía de las grandes corporaciones nacionales o extranjeras.
En este escenario, instalar un relato alternativo implicaría que la política, oponiéndose a las tendencias de los intereses dominantes, promueva una mirada ontológica liberadora desde nuestra periferia que integre el conocimiento con equidad social sin sacrificio de lo humano. El reflujo actual del pensamiento crítico y la imposibilidad del progresismo de vincular lo político con lo social adeudan el imprescindible debate por el sentido de la idea de desarrollo en nuestros países, que incluye necesariamente el devenir de la ciencia. La inclusión social plena requiere de la expropiación del sentido del desarrollo científico para transformarlo en un medio proveedor de felicidad y bienestar social, y que no sea sólo un instrumento que remedie los efectos no deseables del progreso actual. Tal como sucede, por ejemplo, con los recursos energéticos no renovables. Revisar la lógica capitalista de la industria automotriz es pensar una alternativa crítica sobre la crisis energética. Sustituir el petróleo por biodiesel extraído de alimentos para suplir la demanda es un remedio que llevará a problemas más graves y destructivos.
Para esta discusión no son necesarios Premios Nobel, ni grandes prestigios académicos, sino hombres de ciencia comprometidos con el pensamiento crítico necesario para luchar contra la dependencia de los pueblos a los que pertenecen. Debemos apropiarnos del verbo, de la razón, y ser capaces de hablar desde nosotros sin dejar que seamos hablados por otros lugares, por otros intereses. Ese es el principio de la descolonización cultural y el comienzo de la verdadera emancipación.
* Profesor de la UBA e investigador del Conicet.
SARA RIETTI *
Por motivos personales recién ahora he tenido acceso a la entrevista que le hicieran al flamante ministro de Ciencia y Tecnología, Lino Barañao, en Página/12 el lunes 7 de enero pasado. Aun así, no quiero dejar de hacerle algunos comentarios como ex colaboradora de alguien que, sin haber ostentado el título de ministro, sin duda honró ese espacio: me refiero al Dr. Manuel Sadosky. Y señalar que para el presidente Alfonsín fue mucho más que un “perchero”, puesto que fue reconocido en ese momento tan difícil de reconstrucción como una figura estelar de la ciencia y la cultura del país. También por haber sido precisamente yo la “asesora”, a quien con mucha soberbia el Dr. Barañao le dijo que si no podíamos hacer las cosas rápido y bien, que renunciáramos. Recordarle, porque le puede ser útil en el desafío que le espera, que en ese período la Secretaría de Ciencia y Técnica, trascendiendo su función más específica, fue un soporte crucial en el proceso de reinserción de la Argentina en el mundo, después del cruento período de aislamiento que se había vivido; que tuvo un papel protagónico en caracterizar y trabajar en la recuperación del patrimonio científico cultural, que representaba a tanta gente que había tenido que salir del país; en la integración con Brasil y el resto de la región; en la relación privilegiada con Francia, Italia, y con el resto de la Unión Europea.
Esta corta referencia viene a cuento porque no deja de asombrarme que, de la entrevista mencionada, la impresión que queda es que el Dr. Barañao parece reducir Ciencia y Tecnología a un instrumento para incrementar y calificar la producción; olvidando su papel en relación con educación, cultura o participación. Al papel que debería desempeñar para que mucha gente pueda intervenir y opinar con fundamento sobre el modelo productivo; sobre la preservación del medio ambiente y la diversidad; tomando en cuenta que no está dicho que hay un único modelo para ese desarrollo. Y que muchos pensadores nuestros, sin ser teólogos, más bien físicos, químicos o geólogos (como Jorge Sabato, Oscar Varsavsky o Amílcar Herrera, por ejemplo), plantearon alternativas; hablaron de un modelo latinoamericano o diferentes estilos de desarrollo. Y que hay mucho por hacer para dar educación y herramientas para que esas decisiones no queden sólo en manos de los expertos, que a veces lo son respecto de una parcialidad. Y no saben bastante de filosofía, epistemología, ciencias sociales o políticas...
Son temas de la mayor relevancia en el Primer Mundo, del que tomamos sólo el recuento de los papers... Allí las discusiones sobre bioética, compromiso social de la ciencia y participación ciudadana, se llevan una buena parte de los presupuestos del área. A la vez que tanto ruido por allí hará, si nos descuidamos, que las pasteras, la explotación minera a cielo abierto o la destrucción de los bosques para favorecer los monocultivos, pase a integrar nuestra realidad. Hasta tanto nosotros implementemos el cambio metodológico que haga espacio a la verificación empírica, que pide el ministro...
En serio, Sr. ministro... retomemos el hilo de nuestra soberanía; pensemos haciendo uso de todo lo que sabemos de las ciencias naturales (al fin yo también soy química) y hagamos punta en retomar el desarrollo de un pensamiento crítico sobre estas cuestiones, que tiene antecedentes ilustres en el país y la región. Con respeto y esperanza
* Coordinadora académica del posgrado en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología (UBA).
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