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Las calles de San Telmo

Un viejito muy viejito regala caramelos en un bar de San Telmo. Mete la mano en el bolsillo de un sobretodo remendado y con mucha dignidad los ofrece a las mozas de este bar, a un costado de la Plaza Dorrego. El viejito está tan encorvado que a las chicas les cuesta un Perú ubicar sus ojos a la hora de decir gracias. A él no le importa demasiado escucharlas: parece encontrar en la mecánica de su acto un placer ilimitado, como si repartiendo caramelos volviese a ser aquel que fue. Los parroquianos lo miran con un respeto que exuda cariño: es posible que sea uno de esos centenares de ancianos que los sábados y domingos intentan vender en la Feria de San Telmo sus cachivaches de otras eras a un público que mira y mira, pero casi no compra. Todos sueñan con un extranjero, generoso en dólares. Pero los extranjeros, ay, suelen entrar a los grandes negocios de antigüedades, sobre todo cuando vienen con guías, que a su vez sueñan con comisiones.
El viejito demora una eternidad en llegar al final del salón. Una vez allí, se sienta a descansar, las piernas muy abiertas, la espalda como atornillada al respaldo de la silla de madera. Desde la caja viaja en bandeja hacia su humanidad una jarra de agua. Una moza le sirve, en un vaso alto. El viejo hace un gesto elegante, como de gran hotel de Venecia, y se toma el vaso entero de un trago. Le brilLan los ojos. Le sirven de nuevo y otra vez se toma el vaso completo. Ahora descansa, súbitamente agitado. “¿Le debo algo, por esto?”, pregunta al muchacho de la caja. “Con los caramelos basta y sobra”, le responden del otro lado del mostrador. “Gracias”, musita el anciano. Un rato después, se va caminando por Humberto I hacia el Oeste, por veredas que conoce de memoria, pero se le hacen cuesta arriba. Adentro del bar, las chicas le cuentan a un curioso que al final de casi todas las tardes ese señor que está cerca de cumplir cien años ingresa al lugar regalando caramelos. Que lo del agua se volvió rito un día de verano en que transpiraba debajo del sobretodo, pero no quería sacárselo. Ellas ya no saben qué hacer con tanto caramelo, pero les da pena decirle que no.
San Telmo entero está lleno de gente que representa un pasado que se resiste a ser desplazado de un plumazo: cantores de tango que intentan vivir cantando en la calle, artistas plásticos que no podrían tener sus atelieres en otro barrio, anticuarios que fueron llenándose de objetos imposibles de vender, vecinos históricos que dicen que se marchitarían en otras calles, asambleístas que sueñan en voz alta con la Comuna de París, prestidigitadores que encuentran los fines de semana un público caluroso, bohemios que disfrutan de bares en que se puede leer sin pagar más que por un café. Algunos de ellos relatan, con orgullo, que eligieron vivir en el barrio Julio Bocca y Mónica Caen D’Anvers, Katja Aleman y Lito Vitale, Lino Patalano y Celeste Carballo. Otros consideran invasores a los famosos, intrusos en una fiesta que jamás conocerán por dentro. Pero todos dicen el barrio, en lugar de San Telmo, sintiendo que si hay barrio hay un lugar de pertenencia. San Telmo, se sabe, es un barrio un tanto elástico: sus límites no son los catastrales, sino los del afecto. Por eso suelen decirse de San Telmo los vecinos de Montserrat y San Cristóbal. Al hacerlo no necesitan explicar nada más. Son del sur del sur, de las calles empedradas y las veredas angostas.
En un bar de la calle Defensa, dos muchachos –uno tiene un pulóver peruano tipo año 72, otro una polera negra– charlan una tarde sobre la indescifrable magia de El Barrio, munidos de cerveza santafesina. Uno estudia Sociología, otro terminó la carrera de Historia. Tomas Eloy Martínez eligió una vez San Telmo para escribir sobre uno de los cien barrios porteños, para un libro de Rep, y abundó en la realidad de sus veredas afeadas por la caca de los perros, cuenta el del pulóver peruano. Es que en la ciudad estadounidense donde él vive, los vecinos pasean sus perros palita en mano, para recoger sus excrementos, responde el de poleranegra. Pero después, se tienta el primero, votan a Bush, que cuando tira bombas no pregunta antes si matará perros, personas o niños, los mata a todo juntos. Por lo menos, acá hay caca de perros en las veredas, pero la gente a la hora de votar, votará a Zamora y Carrió, si se presentan, sostiene el de polera negra. Un extranjero no entendería del todo la conversación, porque en el fondo ninguno cree definitivamente en lo que dice: son como payadores progresistas, conversadores argentinos de café, una raza que en San Telmo juega de local mientras Buenos Aires cree haberla extinguido, con su imperio de shoppings y multicines, de bares modernos y restaurantes impersonales.
A principios de los ‘90, cuando Leonardo Favio filmaba Gatica utilizando a destajo las calles de San Telmo, ya que necesitaba ambientaciones de los años 40 y 50, dos pibes solían sentarse a verlo dirigir, en la esquina de México y Piedras, su cabeza protegida del sol por un pañuelo con motivos búlgaros. Los pibes dormían en una casa tomada, a mitad de cuadra, pero vivían en la calle, mientras para otros la Argentina era una fiesta. Crecieron en el mundo salvaje del asfalto y el pegamento, se hicieron adolescentes antes de tiempo y hombres a los 15. Nunca creyeron que un trabajo los haría dignos: su mundo era la transa y el robo. El mes pasado la policía los emboscó, mientras intentaban asaltar un supermercado chino en Flores, sin conocer del todo el oficio. Uno intentó correr, y cayó muerto a diez metros. El otro se quedó petrificado por el miedo, tiró un arma al piso, y recibió un balazo que le rompió la cadera. Esos pibes también son El Barrio, aunque de ellos se hable sólo en voz baja. La ley de la calle es impiadosa, la mayoría de las veces.

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