Miércoles, 25 de junio de 2008 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Ya está, ya pasó, se supo por fin: el pasado lunes por la mañana, el presidente de gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, reconoció que en España hay crisis: “Nuestra economía atraviesa por un período difícil que afecta a las economías domésticas y ensombrece las percepciones ciudadanas”. Y agregó: “La economía española experimenta una fuerte desaceleración, casi un frenazo”. El eufemismo como una de las no muy bellas artes y días atrás, en El País, Antonio Pascal –miembro de la Real Academia Española– advertía: “Los eufemismos sirven para limar las asperezas de la lengua... Pero si los usas de forma inmoral, en lugar de facilitar la comunicación, fomentas la confusión”. Y qué decir de lo que dijo aquel funcionario en cuanto a que la crisis en realidad no existía y era producto del malentendido de una población que la provocaba creyendo en la crisis. Algo en plan “la gente deja de comprar segura de que hay crisis y de este modo es la culpable de la desacelaración de la industria”. A no confundir una crisis con un efecto crisis o algo así. Ya no. Ya basta. Ya es suficiente.
Y así –las cosas por su nombre– el capitán advirtió por los altoparlantes que se avecinaban turbulencias y que ha llegado la hora de ajustarse los cinturones.
Y la verdad que yo –que vengo experimentando los pozos de aire y contemplando los relámpagos por la ventanilla desde hace ya un buen rato– me sentí un poquitito más tranquilo porque, al menos, se acabó eso de hablar con eufemismos falsamente tranquilizadores del tipo “esto no es una crisis, sino una contracción inevitable de ciertos parámetros económicos como consecuencia de las fluctuaciones en los índices internacionales y del aumento del precio del barril de crudo, afectando puntualmente ciertas industrias y grupos de poder que influyen directamente en los presupuestos y el poder adquisitivo del ciudadano medio”, y todo eso.
DOS Zapatero legitimó la crisis el lunes por la mañana tal vez queriendo aprovechar el efecto supuestamente balsámico de la victoria del seleccionado español contra el seleccionado italiano en la Eurocopa que se juega por estos días. Yo lo vi y yo no entiendo de fútbol (siempre me pregunto cómo será eso de saber de fútbol), pero en mi modesto entender fue un partido horrible, torpe, mezquino y muy aburrido. Pero parece que no, que no entiendo, y en realidad fue una “gesta”, una “noche épica”, una “carga magistral y heroica” que puso fin a más de dos décadas de no pasar a una semifinal y a más de ocho décadas de no ganar a Italia en un partido de los que no son amistosos. “Acabamos con el maleficio”, dijo el rey como si se paseara por las páginas de El señor de los anillos o por alguno de sus muchos derivados.
Y la tanda de los penales –me enteré en el noticiero del lunes por la noche– fue lo más visto en toda la historia de la televisión española. Más de 16 millones de televidentes enchufados y sintonizados ahí. Un 85 por ciento de la cuota. El último penal español –el que encajó Cesc Fábregas– fue el minuto más contemplado desde que se encendió por primera vez la caja idiota por estos rumbos. Más gente que cuando el hombre pisó la Luna, que cuando se anunció la muerte de Franco o que cuando se cayeron las torres del World Trade Center. Y mucha pero mucha más gente que cuando Zapatero anunció que había crisis.
TRES Así que la cadena de televisión Cuatro más que feliz y continúan vigentes los avisos esos que muestran a Casillas y sus compañeros convertidos en furiosos terminators y transformers que destrozan a todo rival que se cruce en su camino. Algo parecido sucedió entre el viernes y el domingo –sí, fue un fin de semana intenso en el que sólo faltó el torero/kamikaze José Tomás arrojándose contra los toros– durante el congreso del Partido Popular en Valencia. Mariano Rajoy –luego de meses de intrigas palaciegas– salió reelegido, presentó a su nuevo y revolucionario equipo, se ordenó que se asistiera sin corbata para subrayar así los tiempos de cambio y los rivales decidieron no atacar allí y esperar los vericuetos de algún pasillo mal iluminado. Pero lo importante para mí es que volvió José María Aznar. Uno de mis personajes favoritos. Llegó con su pelito larguito y su bigote fantasma (que parece la sombra que queda luego de que te lo arranquen de un tirón), apenas saludó fríamente a Rajoy (a quien considera traidor a sus postulados) y se fue sin escucharlo. Antes, pronunció un discurso delicioso y desopilante y camorrero que les cayó mal a casi todos, acentuando –como Bob Dylan, por estos días en gira por aquí– la última sílaba de cada oración. Qué divertido que es Aznar. Es como un villano de Hijitus. Y para el recuerdo quedó la foto de Rajoy votando por el Sí con el cartel al revés con su antiguo creador sonriendo a sus espaldas.
Y Fernando Alonso volvió a no ganar en el Gran Premio de Fórmula 1 de Francia. Es decir –sin eufemismos–, Alonso volvió a perder. Por cuestiones técnicas un tanto crípticas, pero que suenan exactamente igual a las cosas que suelen decir los expertos en economía de cualquier gobierno del mundo.
CUATRO Más tarde –en el mismo noticiero de lunes en el que me enteré de lo del minuto más visto, seguramente producto de un incremento en el optimismo deportivo entre los seguidores de un seleccionado hasta entonces condenado a retraerse y retirarse rápidamente de las competiciones oficiales por culpa de factores cuya naturaleza nos cuesta determinar con precisión, pero que está claro que afectaban el rendimiento y la puntería de nuestros hombres–, alguien tuvo la idea de conectar a Zapatero en Madrid con el seleccionador español (el pintoresco Luis Aragonés) y el héroe de la jornada histórica (el arquero Iker Casillas), y allí Zapatero, sueltito de cuerpo, habiéndose sacado de encima el trámite ese de anunciar que sí, había crisis, comentó a los deportistas que no recordaba un momento de su vida en el que se hubiera sentido más nervioso. Más nervioso que cuando lo eligieron candidato en su partido, más nervioso que los dos domingos de elecciones, más nervioso que cuando las bombas en los trenes y en el aeropuerto, más nervioso que cuando días atrás no le quedó otra que apoyar y aprobar la feroz política inmigratoria que propone una Europa de derechas (la escritora Almudena Grandes firmó este lunes una feroz columna titulada, sin efemismos, “Asco” que terminaba: “Hace algún tiempo, dije aquí que mi voto era útil. Ahora, después de asistir a la penosa, sonrojante actuación de los socialistas españoles en esta vergüenza, estoy más segura que nunca. Zapatero ha logrado por fin meternos en Europa. No en la de las naciones, ni en la de la primera velocidad, sino en la Europa que da asco. Enhorabuena, repito. Y ahora, si me perdonan, voy a retirarme a vomitar”), más nervioso que cuando, apenas unas horas atrás, dijo que había crisis... Y, de acuerdo, está claro que nadie es perfecto, que nadie se libra del entusiasmo y de la euforia provocados por inmensas pequeñeces, y que seamos felices en lo que podamos ser felices mientras estamos aquí. Pero también correspondería un poco de contención luego de la mañana de esa noche en que se acabó la contracción para que se expanda la crisis y, próximamente, la semana laboral hasta 65 horas porque Europa –esa Europa que sólo parece unirse para firmar estas cuestiones– así lo pone y lo dispone.
CINCO Escribo esto durante la noche de San Juan. La de la fiesta. La de la canción de Serrat. Desde aquí arriba, allá abajo, Barcelona –fuegos artificiales, fogatas, estallidos varios– parece Bagdad durante aquella noche en que Bush & Co. decidieron inaugurar la lucha contra el terror en busca de armas de destrucción masiva. Más mentiras que eufemismos. Es, se sabe, la noche más corta del año. A disfrutarla con ganas porque –y vaya a saber qué pasa la del próximo jueves, cuando los paladines de la justicia se batan contra el ejército ruso– parece que se vienen noches largas, muy largas.
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