Martes, 24 de marzo de 2009 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO No recuerdo con exactitud la fecha pero jamás olvidaré el momento. Se escuchó un chasquido seco, como el de una bofetada seca cruzando un rostro donde ya asomaban las primeras lágrimas y, de pronto, luego de tantos años se oyó perfectamente un sonido y era el sonido del silencio. Luego de lustros de haberse acostumbrado a la ronroneante vibración de motores, de pronto la máquina se detenía y no oírla equivalía a oírlo todo. Y este silencio aullaba que Barcelona se había detenido.
DOS Y no se había detenido la ciudad de Barcelona (que no deja de moverse y estremecerse, aunque en los últimos tiempos hayan bajado las mareas de turistas y los inmigrantes ya no la consideren posible Tierra Prometida) pero sí había dejado de funcionar una idea de Barcelona.
La idea que Barcelona había venido teniendo de sí misma desde su reinvención olímpica en 1992. La fe que no había perdido desde que en 1997 se inauguró el Museo Guggenheim de Bilbao y se dijo a sí misma “Yo también quiero algo así”. El concepto de ciudad-boutique para que súper-arquitectos milenaristas (estos súper-arquitectos son el equivalente a las súper-top-models de los ’80) vengan a jugar a hacer castillos de cemento y vidrio y acero a cambio de pagas multimillonarias. La estrategia de potenciar el añejo pero potente Efecto Gaudí con un Efecto Gehry, un Efecto Nouvel, un Efecto Rogers y poner a la gente –en una ciudad de horizonte bajo y techo amplio– a mirar hasta arriba hasta que le duela el cuello.
TRES Pero lo que duele ahora es la crisis planetaria y –localmente– la crisis del ladrillo. España apostó casi todo a la construcción y ha llegado la hora del no va más y sólo en Barcelona han cerrado 55.000 inmobiliarias en los últimos meses. Y, de pronto, comienzan a descubrirse –por primera vez en una nación adicta a la propiedad– los discretos encantos pero encantos al fin del alquiler.
Y de pronto, también, Gehry y sus X-Men –los paladines de la arquitectura mutante y vistosa– comprenden que los planos de sus vidas y carreras comienzan a complicárseles. El tema interesa, golpea cerca (porque son muchos más los que pasarán a integrar las estadísticas cada vez más altas y con más pisos del desempleo) y en las últimas semanas los diarios le han dedicado varias páginas y muchas fotografías: “El fin del espectáculo: las arquitecturas de la crisis”, tituló el suplemento de cultura del ABC; “Fin de la arquitectura icónica”, anunciaba el de La Vanguardia. Y, ahí dentro, la lista de proyectos suspendidos o postergados o ralentizados. En Barcelona hay varios que van de la maqueta de Frank Gehry, la llamada “Novia de Titanio”, de 150 metros de alto y 250 millones de euros de presupuesto y plantada en el altar (cuya inaugural noche de bodas se anunciaba para el 2010), pasan por el colosal proyecto de Jean Nouvel (quien tuvo tiempo de encajar en el paisaje el colorido pepino/vibrador de la Torre Agbar, allá por el feliz año 2005, cuando el cielo era el límite y el crac una leyenda urbana para pesimistas y deprimidos) para una City Metropolitana, hasta la plaza de toros de Las Arenas devenida centro comercial firmada por Richard Rogers avanzando a paso de tortuga. Igualmente, poco y nada se sabe de los barrios que iban a crecer en La Marina de la Zona Franca, de la transformación de los cuarteles de San Andreu, y de la remodelación del Camp Nou.
El más discreto Toyo Ito –de currículum un tanto menos apabullante pero igualmente vistoso– tuvo suerte y alcanzó a festejar el estreno, días atrás, de las dos torres de la Fira. Una redonda y roja y una rectangular y bicolor. Las vi por primera vez el fin de semana pasado, volviendo desde el aeropuerto. Y suele ocurrir con estas cosas: de lejos se ven lindas y de cerca son bastante horribles y parecen maquilladas a último momento para disimular imperfecciones y problemas de personalidades. Lo mismo que sucede –si se lo piensa un poco– con la arquitectura de buena parte de las personas que tratamos.
CUATRO De modo que casi lo único que queda es volver a La Pedrera y a la Sagrada Familia y a ilusionarse con la inminente puesta en marcha de la nueva terminal del aeropuerto del Prat, diseñada por el crédito local Ricardo Bofill. El martes pasado tuvo lugar el ensayo general del funcionamiento de las instalaciones con extras. Y, por supuesto (como pasó en su momento con la T4 del Barajas madrileño) todo salió a la perfección. Ya habrá tiempo (como también pasó en su momento con la T4 del Barajas madrileño) para que todo salga muy pero muy mal las primeras jornadas de actividad real y las valijas (leo que cada vez se pierden más y que se ha iniciado una investigación para dilucidar el inexplicable fenómeno) vayan a dar a ese punto de no-retorno ubicado junto al cementerio de los elefantes, a poco metros de El Dorado, donde algún arquitecto enloquecido fantasea con alzar una torre que ya no podrá encajarle a ningún Gran Khan.
CINCO Y a eso se refieren y de eso hablan los suplementos que ya mencioné, como si describieran maravillas febriles de descendientes de Citizen Kane en horas bajas. Ha llegado el fin de la arquitectura monumental y narrable por marcopolos seductores con los cofres desbordando de planos alguna vez azul cielo y hoy azul tristeza. El coloso de San Petersburgo encargado por Gazprom para competir con el gigante de Moscú by Sir Norman Foster, la Nakheel Tower de Dubai de 1050 metros, la Chicago Spire a cargo del español Calatrava, y siguen las firmas. Postales del “¡oh!” y del “¡ah!” que hoy son recalificadas por los especialistas como “formalismo vacío”, “techno-kitsch”, “lego-espectáculo”, “falo-imperialismo” y “urbanismo viagra”. Parece que lo que vendrá ahora –si el rostro es el espejo del alma entonces la arquitectura es el espejo del bolsillo– es un retorno a los más prácticos que estéticos tiempos de New Deal, de aquella otra crisis. Barrios experimentales y económicos, retornar al ideal rural-industrial y al suburbio, esperar la aparición de inspirados genios económicos como Frank Lloyd Wright (leer sobre esto en The Women, reciente novela de T. C. Boyle), dejar de rascar los cielos y volver a poner los pies en la tierra. Y, por supuesto, rezar para que no haya terremotos ni suban las aguas. Mientras tanto, pase lo que pase, después de tanto ruido, no está nada mal un poco de silencio.
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