CONTRATAPA

Explayar

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Aprovechando que –calor terrible– todos se han ido a la playa, bajo las persianas y me explayo: voy a escribir sobre la playa, ese sitio al que ya casi no voy, pero al que fui tantas veces durante tanto tiempo. ¿Y cómo se llaman los cultores de la playa? ¿Playeros? ¿Playistas? ¿Playados? ¿Playones? ¿Playazos? En cualquier caso, dando saltitos sobre la arena caliente, un rápido e inasible recorrido por las playas a las que sigo yendo: aquella propaganda de mi infancia en la que un bañista se ahogaba desde la subjetiva del blanco y negro; Plinio El Viejo y Próspero el Antiguo; Faustine y Morel y los acantilados findemundistas de “El gran Serafín”; Hemingway pescando y Fitzgerald enterrándose; Tiburón y los cangrejos mutantes de Corman; Melody o la fuga al futuro y Pauline en la playa o la condena del presente y La Saraghina de 8 1/2 o la imposibilidad de escapar del pasado; los mares de Murdoch y Banville; Ulises y el Corto Maltés; Antoine Doinel y T. E. Lawrence corriendo hasta la orilla; Balbec y la sombra de las muchachas en flor; “Airscape” de Robyn Hitchcock y “Everyday is Like Sunday” de Morrisey y “Mr. Tambourine Man” de Bob Dylan y el más atormentado que tormentoso Pacific Ocean Blue de Dennis Wilson; el dolor definitivo del astronauta de El planeta de los simios, la resignada desesperación de Barton Fink oyendo reír a las gaviotas y la agonía veneciana de Gustav von Aschenbach y los blues submarinos de Steve Zissou; El señor de las moscas y las ganas de Viernes de llamarse Domingo; la epifanía final de “Adiós, hermano mío” y las playas terminales de J. G. Ballard, quien alguna vez dijo: “Si el Sol es el más importante de los canales de televisión, entonces la playa es su programa de mayor éxito”.

DOS Y está claro que las poéticas mareas de las propias playas poco y nada tienen con la resaca de las playas de todos. La playa es, siempre, ese lugar que se idealiza en la distancia y que nos decepciona en la cercanía. La playa no es lo importante. Lo que vale es el viaje hacia la playa. Llegar a la playa equivale a enfrentarse a la frontera insalvable del océano y a las incomodidades de cremas y ampollas y picaduras varias. “Las playas más puras nunca son más puras que la arena que las constituye, y la arena es cualquier cosa menos pura. Está hecha de desechos: sobras de rocas, arrecifes, corales, huesos, conchas, valvas, caracoles, pescados, plancton”, apunta Alan Pauls en La vida descalzo. A lo que me atrevo a agregar que la playa, también, está hecha –o desecha– de playeros y playistas y playados y playones y playazos. De ese tipo de animal que bebe un Sex on the Beach en las terrazas de luxe o se hace unos buches con un tinto de verano. Y muchos de ellos llegan hasta las playas de Barcelona y alrededores.

TRES “¡Vaya, vaya! No hay playa”, cantaba, durante los calores de la Movida, una banda madrileña llamada The Refrescos. En Barcelona sí hay playa pero, también, hay mucho ¡vaya, vaya! La playa se ha convertido en un problema para los locales. No saben muy bien qué hacer con ella y apenas se consuelan pensando en que, este verano, peor la están pasando en Palma de Mallorca: destino vacacional escogido por ETA para su “campaña de verano” y donde nigerianos y gitanos acaban de trenzarse a patadas por unas gafas de sol o algo así. Pero el consuelo dura poco y a Barcelona le preocupa el avance de la playa sobre la ciudad (se estudian medidas que prohíben el cada vez más numeroso tránsito en traje de baño o, incluso, desnudo), se escandalizan por los servicios de masaje sobre la arena (que concluyen, previo pago de un extra, con un “final feliz” ante los ojos de familias de buen ver que no pueden creer lo que están viendo) y se lucha contra el “latero” paquistaní (vendedor ambulante de bebidas en lata que les quita clientes a los chiringuitos) o el “descuidero” magrebí (carterista experto con toalla) o el “guiri” internacional (visitante desbocado). Los ayuntamientos de playas cercanas –golpeados en sus presupuestos por la crisis y comprobando que el turista de hotel no abunda, pero cada vez son más los turistas de mochila– han puesto en marcha un catálogo de multas altísimas que van de lo coherente a lo delirante. Y es que no es fácil para un pueblo de 20.000 habitantes descubrir, de pronto, que tiene 100.000 visitantes en agosto. Así, al pedido de colaboración a la ciudadanía toda para acabar con las plagas urbanas de palomas y ratas y mosquitos tigre, se suma ahora la caza al turista –han aumentado también las restricciones a playas nudistas– que llega aquí para hacer todo eso que no puede hacer en casita, durante los largos meses de frío y gripe. Días atrás, un editorial de La Vanguardia advertía en que no era astuto perseguir a la bolsa de dormir de hoy que dentro de unos años podía llegar a volver como suite cinco estrellas. Y una graciosa columna del escritor Quim Monzó titulada “Please, Don’t Come to Barcelona” arrancaba con un “Nunca en mi vida pensé que llegaría un día en el que sería turistófobo militante, pero vivir en Barcelona me ha llevado a ello”. Y seguía: “Si usted no vive aquí, dé gracias a Dios por ello. Al Dios que sea, incluso si no cree en ninguno. Pero dé las gracias en voz baja, porque está muy mal visto quejarse”. Y terminaba con un “¡Por favor, id a Croacia, a París, a Florencia, adonde sea!” luego de informar de la existencia de un comando urbano que pega carteles donde se lee “Warning: Tourist Area” y se explica: “No soy turista. Vivo aquí. Denme un respiro”.

CUATRO Y –leo también– que la cosa se pone verdaderamente inquietante al salir las estrellas. Como en aquel cuento de Cortázar –donde, al subir la Luna, la inocente escuela de día se convertía en un perturbador territorio nocturno– la playa de Barcelona se transforma en Playa-Lobo. Un lugar en el que pasar la noche o en el que la noche te pasa por encima. Subculturas, mutantes, zombis y sonámbulos y cataratas de alcohol, sexo, tiros, líos y cosa golda. Tierra de nadie a la que todos tienen acceso. El sitio al que van a dar todas las fiestas sin ganas de final. Sólo hace falta un poco de audacia y ganas de emociones fuertes. Y hacerse a la idea de que nadie está a salvo ahí. Como Bob Dylan quien, días atrás, fue arrestado por caminar “with no direction home” por una playa de Long Branch, New Jersey, al resultarle sospechoso y “like a complete unknown” a un oficial de policía que no supo reconocerlo.

Y es que, está claro, nadie se parece del todo a sí mismo en la playa, en ese lugar en el que todos nos parecemos. Así, salimos cantando “Vamos a la playa” y, una vez allí, nos morimos de ganas volver a casa para escuchar Bringing It All Back Home.

Por eso, yo me quedé en casa escribiendo todo esto –un ex playado explayándose, las contratapas son el protector solar que te separa de las quemaduras de las noticias– a la espera de que todos regresen y de que vuelva septiembre.

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