Martes, 25 de agosto de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Liliana Chiernajowsky
El anteproyecto de Ley de Servicios Audiovisuales presentado por el gobierno de Cristina Fernández, perfectible y sujeto a modificaciones y aportes, es la mejor noticia en la materia que hemos tenido en más de un cuarto de siglo en democracia. Se trata de una óptima oportunidad para democratizar la legislación vigente que se frustrará si, una vez más, el lobby empresarial logra imponer su veto.
Lamentablemente no es la primera vez que se usa el poder de fuego mediático para evitar la sanción de una norma que reemplace el actual decreto-ley 22.285. Al contrario, es elocuente encontrar los mismos lobbistas defendiendo idénticos intereses corporativos en diferentes momentos históricos.
Es lo que ocurre, por ejemplo, con la Comisión Empresaria de Medios Independientes (Cemci) que en el año 1987 protestó ante el presidente Alfonsín por el envío que éste había hecho al Consejo de Consolidación de la Democracia de un proyecto elaborado por la Secretaría de Información Pública. Ese anteproyecto, como el que posteriormente consensuó el Cocode, no era del agrado de los sectores empresariales, que ya habían empezado la cruzada privatista y desreguladora y sólo querían la entrega de canales y radios, sin nueva ley mediante. Resulta que es esta misma Cemci la que ahora puso el grito en el cielo por el proyecto de TV satelital que estará a cargo del muy competente Tristán Bauer. Esta es sólo una historia de las tantas que abultan el derrotero de los intentos por sancionar una ley de radiodifusión en estos años de democracia.
El categórico y furioso rechazo de algunos representantes de la oposición al anteproyecto –sorprendente en algunos casos– parece sustentarse en los mismos raquíticos argumentos que esgrimen los grandes grupos mediáticos y sus asociaciones empresariales. Esa coincidencia argumental, funcional a quienes están defendiendo sus intereses corporativos, resulta, sin embargo, inescrutable en los representantes del pueblo.
La competencia política y la crítica al oficialismo no deberían hacer perder de vista un dato básico: los gobiernos cambian y se suceden cada vez que votamos, pero los procesos de concentración en el sector de las comunicaciones han continuado, consolidando situaciones monopólicas u oligopólicas que afectan el derecho universal a la información. La mentada ley de radiodifusión de la dictadura es ejemplar en este punto: al tiempo que muestra las imposibilidades o defecciones de los sucesivos gobiernos constitucionales, pone luz sobre las presiones y logros empresariales en tiempos de democracia.
Las declaraciones de asociaciones como Adepa, cuando se refieren a la libertad de expresión amenazada, están pensando, en realidad, en la libertad de prensa como equivalente al derecho de propiedad. Para ellos, la libertad de información es, en definitiva, la libertad del informador. Siguen aferrados a una consigna que nunca han abandonado: la mejor regulación es la que no existe. En consecuencia rechazan cualquier regulación legislativa que confiera garantías instrumentales a los derechos de quienes reciben información por parte de los medios. E ignoran la evolución histórica que se ha dado en las nociones vinculadas a la libertad de expresión y el derecho universal a la información. Es lo que se pudo plasmar en documentos recientes de organismos internacionales como la Relatoría para la Libertad de Expresión de la OEA (2004), que señalan la necesidad de generar condiciones que garanticen la pluralidad y diversidad del mercado de las industrias culturales e informativas. Esta dimensión de la cuestión no aparece en el discurso de los medios porque involucra directamente sus propios intereses. Lo penoso es que este discurso corporativo del sistema mediático se reproduzca en declaraciones y columnas de opinión de algunos legisladores que tienen el privilegio de escribir en “tribunas” que no están disponibles para opiniones divergentes a la de los dueños de esos medios.
La determinación del Gobierno, poco probable en este momento, de sancionar una ley que regule los servicios audiovisuales se tiñe inevitablemente del enfrentamiento que mantiene con el multimedia Clarín, sobre todo a partir del conflicto con “el campo”. Pero ese solo argumento no alcanza para explicar la iniciativa. Se trata más bien de la confluencia de varios factores, entre ellos el más importante es el avance tecnológico y la pelea de fondo entre las empresas de comunicación por el manejo del triple play y la norma digital, entre otros negocios. Las presiones del Grupo Clarín por mantener su posición dominante y protegida en el mercado, por un lado, y de las empresas telefónicas por entrar en el hasta ahora vedado mercado de la televisión por cable, por otro, son cuestiones a las que se hace nula referencia en los medios. Estos son parte de los intereses concretos que enmarcan la discusión encarnizada sobre la ley de radiodifusión.
Al calor de presiones semejantes se hicieron las numerosas reformas en democracia al decreto-ley 22.285/80. Esas reformas fueron votadas para complacer los requerimientos de las empresas, que presionaban por romper todas las barreras en su avance hacia los fabulosos procesos de concentración horizontal y vertical que desde los años ’90 caracterizan el mercado de medios en Argentina.
Lo novedoso es que hoy el debate se esté blanqueando y que participen en la discusión nuevos actores sociales, que no están sentados en la mesa para defender sus negocios particulares, sino la lucha de más de 25 años por lograr un marco legal democrático y acorde a los intereses de la sociedad.
La crítica que la oposición hace a la discusión del anteproyecto en foros abiertos y participativos es francamente troglodita y elitista. Esta metodología es lo más parecido a los mecanismos de participación directa y semidirecta que hemos tratado de introducir hace años en la sanción de leyes y que están en el espíritu de la Constitución de la ciudad de Buenos Aires. Su prosecución no impide sino que enriquece el tratamiento reglamentario en el Parlamento.
He asistido a algunos de ellos, sin ser militante ni funcionaria de ninguna fuerza, y lo que he visto son organizaciones, redes, cooperativas, gremios, periodistas, estudiantes y profesores de las carreras de comunicación discutiendo formas de democratizar el mapa de medios en nuestro país. Algo de lo que las empresas mediáticas, obviamente, no hablan ni informan.
Otra novedad es que el Gobierno decidió encarar los cambios recostándose en el sustento político y doctrinario de los 21 puntos elaborados por la Coalición por una Radiodifusión en Democracia. Este colectivo de organizaciones y personas vinculadas con la promoción y defensa del derecho a la comunicación surgió en 2003, luego de que la Corte Suprema de Justicia determinara que el artículo 45 de la ley 22.285/80 viola varios artículos de la Constitución nacional y el artículo 13 de la CIDH. Ese artículo 45 de la Ley de Radiodifusión vigente establece que la actividad radiodifusora sólo puede estar en manos de sociedades comerciales y prohíbe a las entidades sin fines de lucro el acceso a las licencias.
En un trabajo ejemplar, donde se destaca el aporte del profesor Damián Loreti –de quien conozco el compromiso de su militancia y docencia en el tema desde hace muchos años, antes de la llegada de los K– la Coalición pudo encontrar 21 puntos de consenso y presentarlos en sociedad en el 2004. Los que participamos de la experiencia de otros colectivos ciudadanos –por los derechos humanos de las mujeres en mi caso– sabemos la fuerza que adquieren esos consensos logrados entre personas de diferentes pertenencias políticas, pero con vocación plural y fuerte determinación de incidir en las políticas públicas vinculadas a esa militancia.
Si un gobierno luego toma la demanda que ha surgido de esa iniciativa popular, podrán surgir algunos debates y dispararse algunas preguntas, pero ninguna respuesta podrá sustentarse en interpretaciones simplistas. En este país, la discusión nos puede remontar a la conquista del voto femenino, que por suerte ya ha pasado a ser patrimonio de todas las mujeres gracias a las diversas formas de lucha de unas cuantas.
Para la mayoría de las organizaciones que apoyan el anteproyecto del oficialismo no se trata de ser crédulos o incrédulos, sino de vigilar para que el asunto no se resuelva entre gallos y medianoches.
Esto es lo que vino a celebrar Frank La Rue, relator de Naciones Unidas sobre la Promoción y Protección de la Libertad de Expresión. El guatemalteco –por el pecado de haberse pronunciado a favor de un proyecto demonizado y rechazado in limine– sufrió un impactante ninguneo en los medios locales, que directamente ocultaron sus méritos como luchador por los derechos humanos en Guatemala, al lado de Rigoberta Menchú y como destacado académico y conocedor de los temas relacionados con sus funciones. Debió soportar las agresiones de unos azorados diputados opositores, cerrados a cualquier opinión que no sea la propia. También escuchó reproches de las empresas periodísticas, aunque ni hacía falta. ¡Los diputados lo habían hecho por ellas!
La defensa que escuché de Frank La Rue, en la reunión que se realizó en Cancillería, fue sencilla y contundente: “Acepté venir con un objetivo muy específico: ver el proceso de trabajo para la presentación de esta ley. Es un precedente importantísimo que sienta doctrina”. Para nada descolocado o confundido, como deslizó uno de los grandes diarios argentinos, el funcionario de la ONU sostuvo que “la oposición en el Congreso se horrorizó; normalmente a los relatores nos toca criticar a los estados. Pero es importante también señalar las buenas iniciativas” y enfatizó como muy positivo el hecho de que la propuesta haya surgido de la sociedad civil y que se inspire en las recomendaciones y doctrina en la materia de organismos internacionales como la CIDH y OEA.
Un punto ríspido es el rol del Estado en la garantía de la libertad de expresión. En ese sentido Frank La Rue fue muy claro: “El mercado no se regula a sí mismo, el Estado tiene que tener un rol proactivo. A los propietarios de los medios les cuesta entender que la libertad de expresión implica pluralismo y el pluralismo requiere combatir los monopolios. Eso es lo que les dije a las asociaciones de medios en la reunión, son derechos básicos y conocidos”.
Al finalizar el reportaje que le realizó Página/12, el periodista Martín Piqué le preguntó: “Usted dice que la Argentina puede convertirse en un caso testigo de democratización del mapa de medios en América latina. Pero el Gobierno no hizo una buena elección. ¿No teme que finalmente el proyecto no sea aprobado y termine convertido en caso testigo pero por la negativa?”.
La respuesta es mía: en efecto, de suceder esto, sería uno más en la región. La llamada ley Televisa es otro desalentador ejemplo. Me gustaría que mis representantes hicieran todo lo posible para evitar que las corporaciones festejen, otra vez, las defecciones del sistema democrático. Aunque sea poco relevante, obviamente me incluyo en el balance autocrítico.
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