CONTRATAPA

Como un suizo

 Por Juan Forn

Los críticos suelen jactarse de que ellos jamás mezclan vida y obra de un artista, y quizás es ahí en donde empiezan los problemas de la crítica con Félix Vallotton, porque Vallotton pasó por la vida como un suizo. De hecho, ése fue su país de origen. Y no por nada Suiza inventó el secreto bancario: aunque Vallotton se consideraba absolutamente francés (vivió en París desde los diecisiete años hasta su muerte, pidió y obtuvo la nacionalidad gala después de haber rechazado la Legión de Honor, fue de los primeros voluntarios en la Guerra del ’14), hay algo enigmáticamente helvético en su vida, que hace que los críticos no logren entender su obra como un todo.

Para empezar, la crítica no logra entender por qué, siendo Vallotton un maestro absoluto del grabado, prefiriera ser pintor. Cuando Vallotton murió, en París, en 1925, dejó más de 1700 cuadros y apenas doscientos grabados, realizados todos ellos en dos breves períodos de su vida: cuando de joven ilustraba a pedido para diarios y revistas anarquistas de toda Europa, y veinte años después, cuando volvió de la Guerra del ’14 con una serie impresionante de grabados que tituló “Esto es la guerra”. Sabemos que Vallotton pintó exactamente 1712 cuadros en su vida porque desde su juventud hasta su muerte llevó un minucioso inventario de su obra en un cuaderno de tapas de cuero (en cuya cubierta había hecho grabar en letras doradas la frase Registro de la Razón). De los grabados, en cambio, no dejó registro.

La gran mayoría de esos cuadros hoy está en manos privadas (y en muchos casos anónimas; es decir, imposibles de rastrear). No hay museo en el mundo que tenga más de dos cuadros de Vallotton, y por lo general pasan más tiempo en el depósito que exhibidos o prestados para una exhibición en otro museo. Quizá fue debido a esa dispersión que pasaron más de ochenta años desde la muerte de Vallotton hasta la primera retrospectiva de su obra, que se hizo el año pasado, en la Kunsthaus de Zurich (y de ahí fue a Hamburgo, y de ahí a Bruselas, y ahora está en Amsterdam). Y sólo lograron reunir para esa retrospectiva noventa cuadros, de los mil setecientos que pintó Vallotton en su vida.

Además de recriminarle que abandonara el grabado, la crítica supo ser despiadada con la pintura de Vallotton. El lugar común es decir que pintó los peores desnudos de su época. Que sus paisajes son impecables pero inertes (“no se siente ni el viento”). Que sus escenas de interior (unificadas por él mismo con el título Intimités) parecen “pintadas por un policía”: sin la menor alegría, como un forense que junta evidencia. Durante años, en los ateliers parisinos de enseñanza se precavía a los estudiantes acerca de la llamada Ley Vallotton, según la cual cuanta menos ropa se les pone a las figuras de un cuadro, peor quedan.

Lo que no se mencionaba hasta la retrospectiva de Zurich es un corolario a esa supuesta ley: cuanto más cubría Vallotton las figuras de sus cuadros, más misterio lograba que transmitieran. A veces le alcanza con un viso y una media (uno de sus cuadros más poderosos muestra a una mujer en enagua sentada en una cama, poniéndose distraídamente una media negra); otras veces sólo deja entrever el perfil de una joven debajo de su sombrerito y las calvas de dos caballeros que se inclinan lascivamente sobre ella en el reservado de un bar (“La casta Suzanne”), y hay veces en que el velo final de misterio lo pone el título: en un cuadro llamado “La mentira”, se ve a una mujer sentada en las faldas de un hombre, besándolo o dejándose besar, imposible decirlo, tan imposible como develar cuál de los dos le está mintiendo al otro.

Por esos cuadros, Vallotton mereció la admiración de colegas tan disímiles como Klimt y el Aduanero Rousseau, Munch y un jovencito norteamericano llamado Edward Hopper (quien, después de ver una muestra de las Intimités en París, volvió a su país con el propósito de pintar los dramas secretos de los habitantes de las grandes ciudades norteamericanas tal como Vallotton había retratado a europeos anónimos en la soledad de un bar o una pensión o de sus propias habitaciones). Pero la crítica francesa sigue sin perdonarle a Vallotton que prefiriese pintar en lugar de seguir haciendo sus fabulosos grabados. La propia Fondation Vallotton sostiene en su catálogo que fue la esposa del artista (una portuguesa llamada Gabrielle Rodrigues-Henriques) quien lo convenció de abandonar el grabado, así como a sus amigos anarquistas y su vida bohemia, cuando se casaron, en el mismo año en que el Museo de Bellas Artes de Lausanne compró el “Autorretrato de 1885” (que Vallotton había realizado como un ejercicio a la manera de Ingres, casi veinte años antes, cuando tenía veinte). Alcanza esa muestra para imaginarse bastante bien al matrimonio Vallotton.

Sólo los horrores de los campos de batalla durante la Guerra del ’14 hicieron que el pintor volviera fugazmente al grabado. Pero en cuanto entregó a imprenta “Esto es la guerra”, Vallotton retomó los pinceles y siguió pintando y viviendo como un suizo, hasta que en 1925 se murió, en un quirófano, bajo los efectos de la anestesia, un día después de cumplir los sesenta años. La viuda nombró albacea al hermano menor de su marido, Paul Vallotton, marchand y director de una galería de arte en Ginebra. Entre los papeles de su hermano, Paul Vallotton encontró ocho obras de teatro y tres novelas. Primero esperó pacientemente que la viuda se muriera y después logró que dos de esas obras se representaran, al menos fugazmente (las críticas fueron lapidarias), y que una de las novelas se publicara. El libro se llama La vida asesina, empieza con un suicidio y sigue con el manuscrito que el suicida ha dejado sobre la mesa, al lado de su pistola humeante. El manuscrito cuenta, supuestamente, por qué decidió matarse el suicida, pero uno llega hasta la última página y siente que algo se perdió, que el misterio sigue sin develarse. Es un libro lleno de muerte pero contado con la languidez exánime de un Bartleby. Paul Vallotton decía que su hermano había puesto muchísimos de sus secretos en el protagonista de aquel libro. Y no agregó nunca nada más. Era casi tan suizo como su hermano.

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