Jueves, 22 de julio de 2010 | Hoy
Por Leonardo Moledo
Si hay algo extraño en la literatura argentina, es la curiosa (insoportable) omisión que Borges comete en “Pierre Menard, autor del Quijote”, omisión que no puede deberse de ningún modo a la casualidad, y cuyas intenciones (supongo) quedarán para siempre en la oscuridad. Como muy bien el aguerrido e intrépido lector que se aventure en esta contratapa recordará, antes de abordar el núcleo de su obra, Borges hace un minucioso análisis de la obra completa, y por cierto anodina, que Menard dejó para la posteridad, a veces completa y a veces inconclusa, y en la lista figura “un artículo técnico sobre las posibilidades de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación”. De ahí que resulte extraño que Borges haya salteado un extenso tratado del fútbol, que contiene propuestas mucho más curiosas e inteligentes, y que queda misteriosamente abierto. No es de suponer que Don Jorge Luis no tuviera acceso al texto, ya que le fue entregado, como consignó Beatriz Viterbo, junto con el resto, por la Condesa de F**. O sea que habrá que buscar explicaciones más verdaderas, o en su defecto más interesantes, en la probable suposición de que lo interesante sustituye con ventaja a la verdad.
Pierre Menard empieza su artículo con una minuciosa historia del fútbol y una (equivocada) aserción de que el juego ya había agotado todas sus posibilidades (cosas naturalmente imposibles, ya que los partidos de fútbol posibles son infinitos, y muchos más –con un infinito más grande– que los posibles partidos de ajedrez).
A partir de esa premisa falsa, Menard hace una serie de propuestas que van de lo evidente a lo fantástico: entre lo evidente está el aumentar en dos o tres el número de jugadores; también reducir el número de jugadores total a dos, uno por equipo, con lo cual el fútbol empezaría a asimilarse al tenis (lo cual quizás era su intención); variar el tamaño de los arcos, desde hacerles ocupar toda la línea de fondo, hasta convertirlos en arcos minúsculos, con lo cual el deporte se parecería al hockey; suprimir el arquero y arco y sustituirlos por agujeros en el suelo, casi del tamaño de la pelota, con lo cual el fútbol de Menard adquiriría las características peripatéticas del golf.
Todas esta propuestas son apenas reformas y no tienen mayores consecuencias que terminar de una vez por todas con el juego (lo cual también pudo ser la intención de Menard), pero esa intención queda desmentida por la última reforma que propone y que pretende, manteniendo las reglas generales, transformarlo de tal manera que bien podría decirse que busca una transposición metafísica del fútbol.
En efecto, Menard razona que el fútbol supone la unicidad del mundo, tanto por las reglas como por el único resultado, y que la unicidad del mundo no está garantizada por ninguna de las religiones, y últimamente, ni siquiera por la física (aquí Menard se equivocaba: nuevamente nos encontramos con una premisa falsa de la cual deduce fantásticas conclusiones).
En efecto, negada de manera radical la existencia de lo Uno, Menard introduce su innovación más original, que el fútbol, sus reglas, su sistema de premios y castigos, su geometría insignificante (hecha a base de rectángulos nada más) se mantengan tal como son ahora (en la época de Menard), pero que se juegue con dos pelotas en lugar de una. Así, sostiene Menard, el fútbol adoptaría una doble cualidad, al jugarse, en el mismo lugar y con la misma gente, dos partidos distintos. Pero esa es la conclusión más simple: Menard sostiene que las pelotas serían indistinguibles, como los fotones de la desigualdad de Bell, y que entonces esa dualidad no sería tal: ambos mundos se fusionarían en uno solo donde todo se duplicaría, o por lo menos podría duplicarse.
Qué tipo de deporte aparecería así, se pregunta Menard: un juego perturbadoramente metafísico en el que, de las dos realidades, el jugador ignoraría en cuál se halla en realidad, el simple hecho de poder patear las dos pelotas al mismo tiempo, incluso hacia arcos distintos, le conferiría una densidad que, de una u otra forma, lo podría por encima de la physis, y lograría lo que tantos filósofos buscaron en vano: la duplicidad.
De más está decir que Menard se entusiasmó con la idea y empezó a multiplicar las pelotas, hasta que éstas superaran al número de jugadores, y luego hasta llenar, primero la cancha y después el Universo. Pero esta multiplicidad aberrante le quita fuerza a la propuesta original: que dos realidades se mezclen sin confundirse, que un espectador no pueda decidir dónde mirar, que el mundo fuera y no fuera al mismo tiempo.
Tal vez fue la cobardía de Borges ante esa posibilidad lo que le hizo omitir (y perder para siempre, supuso) ese trabajo de la lista de sus obras, ya que algo que empieza por el fútbol puede extenderse al resto de la realidad, y los objetos empezarían a duplicarse en todos lados, como los hronir de Tlön, con lo cual el mundo perdería cualquier clase de interés que pudiera tener.
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