Viernes, 6 de agosto de 2010 | Hoy
Por Juan Forn
Una detrás de otra veo dos películas sobre la muerte, por puro azar. La primera es yanqui, indie, se llama La guitarra y la dan por cable. La segunda es japonesa, se llama Final de partida, la había encargado en el videoclub y llegó por motoquero cuando ya estaba sumergido en la primera, dando por sentado que no me mandarían nada (era de noche, hacía un frío polar, llovía aguanieve), así que terminé una y pasé a la otra.
En La guitarra actúa Saffron Burrows, que parece la hija o la reencarnación de Charlotte Rampling y por eso creen algunos directores que actúa bien, y la hacen su fetiche en películas en que le piden que ponga cara de perdida o desquiciada para disimular un poco su belleza indisimulable y sus igualmente indisimulables restricciones actorales. En la primera escena de La guitarra, una médica le anuncia a Saffron que esa molestia persistente que tiene en la garganta es un cáncer fulminante y que le queda sólo un mes de vida. Sa-ffron llega a su trabajo hecha una zombi por la noticia y su jefe le anuncia que ha sido despedida. Desde la calle, hecha una zombi, Sa-ffron llama a su amante, quien llega corriendo a los pocos minutos, le dice que él también necesita hablarle y le anuncia que no puede verla más. Hecha una zombi por la noticia, Sa-ffron vuelve al sótano donde vive y está por cortarse las venas cuando se le cae la yilé de la mano. La yilé cae en el suelo, en el suelo hay un diario abierto, en el diario hay un aviso, en el aviso se ofrece un loft en alquiler, oportunidad única, sólo se alquila por un mes y la cifra que piden es exactamente la que recibió Saffron como idemnización en su trabajo. Saffron se instala como una zombi en el loft, que es alucinante pero está completamente pelado. Ella tampoco trajo nada consigo porque está hecha una zombi, le han pasado cosas terribles en la vida, lo único que puede hacer alguien en su situación es lo que Saffron procede a hacer como una zombi: encargar por teléfono, contra su tarjeta de crédito, un colchón, después comida china, después toallas para bañarse y sábanas para dormir. La cosa le sienta bien, espanta la nube negra sobre su cabeza, incluso le permite volver a tener, después de tanta pesadilla, su sueño favorito, en el que se robaba una guitarra eléctrica roja brillante que contempló durante toda su infancia en la vidriera de la casa de empeños que había en su humilde barrio proletario (todos los directores le dan a Saffron una infancia proletaria: es la orquídea que nace en el barro). La cuestión es que Saffron siente tal bienestar comprando cosas por teléfono que procede a amueblar el loft, se encarga un vestuario entero de ropa, pide todo lo que atrae su atención de los catálogos que recibe por abajo de la puerta. Y todo lo carga a sus tarjetas, y que pague Dios cuando llegue fin de mes: total, ella estará muerta. Por supuesto, después de volver a soñar su sueño de infancia, Saffron encarga una Fender Telecaster modelo 1963, acompañada de unos bestiales parlantes Mar-shall, aunque no tiene idea de tocar. Ahora, en vez de soñar con la guitarra, la toca: se enseña sola a tocar. Por supuesto, toca rock & roll: riffs como coyotes solitarios aullándole a la luna en el desierto, esa clase de sonidos que sólo puede sacarle a una guitarra una novata si tiene la cara de Saffron Burrows y está en sus últimos días en este mundo. Entremedio, también se curte al negro que le trae el colchón y a la chica que le hace el delivery de comida, primero por separado, más tarde juntos, después llega al límite de todas sus tarjetas de crédito y después llega al fin de su contrato de alquiler. Y así es como Saffron se da cuenta de que ha arribado su fecha de expiración, o por lo menos se impone una nueva visita a su médica, quien procede a revisarla y anunciarle lo que para entonces ya sabemos todos: que Saffron se ha curado. Sí señor, se ha curado, gracias a todo ese plástico quemado por vía telefónica, a cada uno de esos hermosos objetos de catálogo de los que se supo rodear (incluyendo por supuesto al negro, a la chica del delivery y a la Fender). Con cara de zombi, pero ahora de felicidad, Saffron toca su Fender en la calle. Ya no tiene los parlantes Marshall, ya no tiene el loft, ya no tiene nada salvo su guitarra. Vive de las monedas que le tiran hasta que unos pibes le ofrecen tocar con ellos, y así termina la película. Con los créditos finales vemos que Saffron ha encontrado por fin su lugar en el mundo: en un escenario, tocando la guitarra en una banda de rock. Sólo faltó que mostraran el éxito comercial de la banda y a Saffron volviendo a vivir en un loft lleno de cosas hermosas, tan hermosas que un día terminen cansándola, y lo deje todo, y se vaya a vivir a un sótano gris, y se busque un trabajo gris, y un amante gris, hasta el día en que pida consulta con un médico por la molestia persistente que tiene en su garganta.
Final de partida, en cambio, habla de frente de la muerte. Hay quien la cataloga de edificante porque es una película con violoncello y porque ganó el Oscar a la mejor película extranjera, pero igual habla de frente de la muerte. Su protagonista se queda sin trabajo cuando la mediocre orquesta donde es mediocre cellista tiene que cerrar. El único puesto que consigue es en una funeraria de pueblo chico, donde debe aprender el lavado y preparación de los difuntos antes de ser cremados. En Japón, esta tarea es realizada por los empleados de las funerarias en la casa del muerto y delante de los deudos, de una manera tan ceremonial y hasta virtuosa en su nivel de discreción y delicadeza (todos arrodillados en el piso de tatamis, de un lado los deudos y del otro el empleado funerario, con el finado acostado entre ambos, cubierto con un lienzo, y las manos del empleado maniobrando como las de un mago debajo del lienzo, primero lavando, después taponando, después vistiendo y después maquillando, sin que el lienzo muestre más movimiento que el del mar en un día planchado) que pone literalmente la piel de gallina. Si bien esa ceremonia ennoblece raramente al muerto delante de sus seres queridos en esos últimos instantes previos a la cremación (no importa cuán humilde sea la familia), los que hacen ese trabajo están mal vistos socialmente en el Japón: como si los salpicara el contacto cotidiano con la muerte. En eso consiste toda la película: en el cambio que le produce al joven protagonista ese contacto cotidiano con la muerte, ese oficio que al principio no se atreve a confesar ni a su esposa.
Ver La guitarra y Final de partida en la misma noche, una detrás de la otra, es como si le pusieran a uno un telescopio en la mano sin decirle por qué lado mirar. Una y otra película hablan de lo mismo (cómo ver la muerte, cómo tratar con ella, cómo encarar los arreglos finales) pero de maneras antagónicas. Una la niega, la sofoca, la espanta para que se vaya lejos, como si la muerte fuese un pájaro de mal agüero. La otra nos la pone en las narices y ahí nos deja, hasta que dejamos de ver a sus heraldos como pájaros de mal agüero. Una es occidental y la otra es oriental. Una tiene a Saffron Burrows, la otra tiene algo que decir.
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