Lunes, 13 de septiembre de 2010 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Esta semana que pasó competimos contra los españoles. Y les ganamos dos veces. Al fútbol y al básquet. Lo festejamos –aunque jugábamos apenas por casi nada– sin saña, pero con ganas. No es como jugar contra Inglaterra o Brasil, digamos, pero tiene lo suyo. Es que la rivalidad con España –que no era ostensible hasta hace relativamente poco– se ha ido acentuando en las últimas décadas, alimentada por varios y diversos factores. Algunos son boludeces; otros, no.
Uno, puntual, es el contraste entre el notable crecimiento de ellos en todos los órdenes y disciplinas del deporte (el tenis, la Fórmula 1, el atletismo y ni hablar del Barça y la Selección) y nuestro progresivo, alevoso estancamiento en el rubro, más allá de los consabidos arrestos individuales. Ejemplo: mientras nosotros festejamos dos triunfos ocasionales en partidos en los que íbamos de punto (España es campeón mundial de fútbol y era hasta ayer el último campeón mundial de básquet), ellos pusieron con naturalidad este fin de semana a Nadal y a Fernando Alonso en podios envidiables que nos son ajenos y lejanos hoy.
Porque otro factor es –íntimamente aparejado al anterior– la contraposición, tan incómoda para nosotros, de la creciente bonanza económica que ha acompañado sus décadas del posfranquismo –con esa inédita versión de los españoles como nuevos ricos y flamantes europeos– y nuestras conocidas desventuras, a sus agrandados ojos, tercermundistas.
Y un último factor, acaso el mayor determinante de la rivalidad, son los efectos traumáticos (lógicos –según la cruda y puta economía– e indeseables según el buen sentido y la múltiple cultura e historia en común), que ha tenido ese desequilibrio económico en las relaciones entre (ciertos) españoles y (ciertos) argentinos en los lugares de contacto, convertidos a menudo en lugares de fricción. Allá, la agresividad progresiva e ideológicamente regresiva de las leyes de extranjería que maltratan compatriotas; acá, el crudo comportamiento de las empresas españolas en expansión trascontinental (la banca, las comunicaciones, la aeronavegación), desembarcadas en estos confines al calor y favor de las políticas neoliberales que –no lo olvidemos– supimos consumir. A veces, en el medio del tironeo quedan engrampadas figuras/símbolos emblemáticos como Aerolíneas o Lionel Messi. Y se siente el crujir de coyunturas.
En síntesis: me parece que hay un soberbio choque de soberbias recíprocas, viejas y nuevas. Tras la tácita cuenta (política y ética) saldada que significó equilibrar la acogida argentina de los exiliados del franquismo con la recepción democrática española de los fugitivos de la dictadura, y tras el fugaz idilio socialdemócrata de los ochenta con Alfonsín y Felipe González en gallega comunión, saltamos a los noventa en que la nefasta derecha neoliberal encolumnada con el Imperio hasta niveles de vergüenza con Menem (relaciones (ay) carnales) y Aznar (el socio cholulo de Bush-Blair), sentaron, con sus políticas, las bases de este incómodo desencuentro, este tonto y mutuo fastidio generalizado.
Pero el hecho de que España haya participado y participe de ciertos rasgos aparatosos propios del indeseable primer mundo –sus multinacionales, su ostentosa Liga de nuevos ricos– no nos impide sentir, si rascamos un poquito, ciertas afinidades lógicas y profundas. Así, es citable y más elocuente que cualquier disquisición teórica al respecto un ejemplo extraído de la salvaje y saludable revista Barcelona, obra maestra del sarcasmo argentino, que no vaciló –ante la última crisis internacional provocada por los ladrones financieros que manejan sus y nuestros destinos– en dar la bienvenida jubilosa a los crecidos peninsulares (hoy cagados en las patas) en el ominoso Tercer Mundo del que se creían finalmente despegados. Memorable.
Es en todo este contexto, en que me acordé de una diferencia esencial que solía señalar, no hace mucho, en la manera de concebir el juego y la creatividad futbolera, entre los españoles y nosotros, a través del léxico utilizado para nombrar objetos, circunstancias y avatares. Hay muchos ejemplos: arco y portería, gambeta y regate, etc. Pero el más revelador son, creo yo, las distintas metáforas que utilizamos para referirnos a nuestras respectivas fuentes de generación patrimonial futbolera; es decir, el lugar de donde salen los jugadores. Nosotros –ricos en generosas tierras fértiles donde crece cualquier cosa– decimos el semillero; ellos –acostumbrados a tierras duras a las que hay que arrancarle dones a pico y pala– hablan de la cantera.
No se necesitan muchas palabras ni demasiado ingenio para concluir en el chiste fácil de que de una cantera sólo pueden extraerse duras piedras (supongamos que preciosas, pero inertes piedras al fin), mientras que nos gusta pensar en el semillero como un sorpresivo repertorio potencial de vida diferenciada y cambiante. Durante décadas, la tosquedad (sic) de la media de los futbolistas peninsulares y la proverbial flexibilidad creativa de los criollos alimentó el mito, regó lo humorada.
Hoy día –dejando evidencias, títulos y jugadores aparte– saludablemente no estamos tan convencidos de esta jocosa oposición radical. Sabemos que todo está más mezclado y hasta podríamos proponernos un corte de sentido diferente y más comprensivo de lo que pasa, que colocaría a los semilleros argentinos y a las canteras españolas de un mismo lado, mientras del otro –genéricamente sajón– estarían las fábricas alemanas de fútbol, y las norteamericanas de basquetbolistas. Es decir: se trataría de una cuestión de materias primas y manufacturas, de producción periférica en bruto y de producción central con mayor valor agregado. Algo de eso hay.
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