Jueves, 7 de julio de 2011 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Si no fuera por los presocráticos (a quienes, como casi siempre con retardo, estamos descubriendo fundadores y fundamentales), aquéllos para quienes el mundo era el normal resultado de la lucha de contrarios, y especialmente por Heráclito de Efeso, quien, además de afirmar algo suelto de cuerpo que “el camino que sube es el mismo que baja”, sostenía por eso mismo que no habría unidad si no existieran diferencias que combinar (“lo opuesto es bueno para nosotros”, subrayaba), muchos antagonismos actuales, pienso, no se comprenderían. Pero es bien cierto que desde el origen de los tiempos pensantes se encuentra el germen de esa necesidad de contrarios, y esto en culturas todavía anteriores a las occidentales y que son, en muchos casos, sus fuentes, tanto como lo son, sabidamente, la astrología y la aritmética babilónicas y la geometría egipcia.
El libro Mahabharata, epopeya mitológica de la India (cuatro veces más extenso que la Biblia y ocho más que la Ilíada y la Odisea, al punto que se lo considera el segundo por largura del mundo después de los Cuentos tibetanos de Gesar), reconoce desde su etimología “la gran guerra de los clanes bharatás” (los persas lo traducían como Libro de las guerras), y es un texto en el cual la mayoría de los hindúes creen que se narran hechos reales sucedidos unos 3200 años antes de Cristo, aunque el mismo sea ubicado prudentemente en el siglo VI a.C.. La historia central que recorre casi todo el Mahabharata es la de la lucha fratricida del clan Kuru por el trono de la capital del reino y los reinos inmediatamente circundantes, que estaban asentados en la región del Ganges superior, al norte de la actual Nueva Delhi. Las dos ramas opuestas de la misma familia que participan en la lucha son los Kauravas (los hijos de Kuru) y los Pandavas (la rama más joven), y su posición se refleja en estilísticos combates. Estos culminan en la enorme batalla en Kurukshetra, de 18 días, que los Pandavas ganan al final. El Mahabharata va hasta la muerte del dios Krishná, el término de su dinastía, y el ascenso de los hermanos Pandavas a un planeta celeste junto con los dioses. Es, como bien puede apreciarse, un fuerte libro inicial.
Para aproximadamente la misma época, en la filosofía china del taoísmo esa permanente dualidad está más sublimada e interiorizada y es conocida como el yin y el yang. Todos los meridianos son duales, nos dice, y se encuentran por el lado derecho y el lado izquierdo del cuerpo. Hay doce meridianos duales (seis yin y seis yang), y dos más que son complementarios como si fueran uno solo, conocidos como vaso gobernador (yang) y vaso concepción (yin), que son los dos aspectos de la energía conocida como chi o ki, la cual fluye por meridianos o canales energéticos en el cuerpo físico, y cuyo conocimiento es, entre otras muchas proyecciones, la base de la ciencia médica y de la acupuntura dentro de la medicina china tradicional.
Cuando todavía la literatura era historia o leyenda, ya vemos en el Antiguo Testamento a Caín matando a Abel “porque sus obras eran malas y las de su hermano, justas”, ya Esaú combatiendo con Jacob en el generoso vientre materno de Rebeca: “Dos gentes hay en tu seno, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas: Y un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor” (Gén. 25-23); en otras tradiciones, a los hermanos Etéocles y Polinices quitándose uno al otro la vida por ocupar el trono de Tebas; a Rómulo ultimando a su hermano Remo por discrepancias tal vez menores sobre el sitio donde elevarían la ciudad de Roma.
En la que conocemos como literatura propiamente dicha, Dante Alighieri formula y expone de modo patente en su gran Commedia (aunque por suerte no se reduce a esto) los conflictos entre guelfi y ghibellini, que lo atormentaron durante toda su vida; luego no hay, me parece, nadie como William Shakespeare para recrear estas oposiciones: Montescos y Capuletos en Romeo y Julieta o doña Lady Macbeth dirigiendo a su esposo contra Duncan, rey de Escocia (recuerdo que en una de esas novedosas obras de nuestro Agustín Cuzzani vistas en la ya distante adolescencia y correctamente adaptada a la época, un soldado da el alto en la alta noche y pregunta “¿Quién vive?”. Desde las sombras, una voz le responde: “Hamlet por la gracia de Dios y huérfano por la de mi tío...”). Y también, claro, el insoslayable Borges, quien no les iba en zaga, nos muestra los permanentes opuestos que hay en uno y las mil formas de la identidad: el leal y el infiel, el valiente y el desertor, el hombre de letras y el hombre de acción. “Tema del traidor y del héroe”, “La forma de la espada”, “La otra muerte”, “Los teólogos”, “Tres versiones de Judas”, “El fin”, “El sur”, otros relatos y poemas ilustran esa búsqueda borgeana de “el otro” en “el mismo”, que tanto lo persiguió y apasionó.
Estas estructuras mentales y colectivas (porque eso parecen ser, ya que las hemos transportado a través de tantos siglos) permanecen intactas en algunos pueblos o evolucionan de mala manera. ¿Cómo serán recordados en tiempos futuros (si es que los hay), y en ellos por la literatura (si es que la hay) o por alguna práctica que siga ejerciendo el arte de rememorar y de contar, quién sabe en qué imaginario soporte, nuestras radicales oposiciones, en nuestra nación, en nuestro centro capital, sus adhesiones y disensiones culturales, sociales, políticas?
En aquellas improbables leyendas venideras, ¿qué tintes alcanzarán estos enfrentamientos que contemplamos hoy (humildemente humanos y vanamente actuales) entre un cabal maestro, educador y educado, modesto, respetuoso de las palabras, de los silencios y de las leyes, con un señor de bienes y negocios, ignorante de toda otra ciencia y de toda otra ley, altanero, superficial? No mencionemos el contraste entre sus compañeros respectivos, porque se ve que esa buena muchacha, lavada de todo color e ideas, será olvidada el mismo mes de actuación o las semanas subsiguientes. ¿Y el de sus respectivos escuderos, este joven que mira a la cara porque nada tiene que ocultar de la profundidad de su experiencia y sus vivencias, voluntarioso e imaginativo, opuesto a un rabino de colorinche que nos ha tocado como castigo ciertamente bíblico, su ademán admonitorio y el discurso vocinglero, sus respuestas elementales a los insondables problemas del miedo, el asustadizo sermón, el siempre pronto reclamo de vigilar y de punir más, de reprimir más, de encerrar más?
Dichas oposiciones, como en un apretado microcosmos, parecen reflejar o condensar las nacionales y acaso las continentales, aquellas que tienen hoy lugar entre los que pugnan por el bienestar de mayorías sumergidas y acalladas durante mucho tiempo y los que sólo piensan en el de sus empresas y haciendas personales y privadas.
Tristes personas estas últimas que, a pesar de exponerse en la escena pública, yacen en su pequeño mundo, el cual no es de muchos ni de pocos, sólo de uno o de la más estrecha familia. Son lo que ahora con lenguaje médico, algo científico y un poco automovilístico quizá, suelen llamarse autistas. Como para ellos, una vez más, el eterno Shakespeare hablaba en Hamlet: “¡Oh Dios! Podría estar encerrado en una cáscara de nuez, y juzgarme rey del universo. Si no fuera por los malos sueños que me acosan”. Aunque, al final de todo, dudas también de índole shakespeariana nos asaltan: ¿soñarán tales señores?
* Escritor, docente universitario.
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