Jueves, 1 de diciembre de 2011 | Hoy
Por María Moreno
Hay un mito de novelistas que no sólo subsiste luego del pasaje de la máquina de escribir a la computadora, de los archivos de papel a Internet, del correo al email: para escribir hay que retirarse del mundanal ruido, instalarse en alguna vieja edición de la naturaleza, un espacio imaginativo que una el confort con la rusticidad –por ejemplo DirecTV y aljibe, jacuzzi y conejera–; ser laborioso y metódico en la escritura pero en el espacio habitual de las vacaciones: casa cerca del mar que permita lotear el día entre caminar, nadar y escribir, chalet en las afueras de un pueblo que (uno imagina) está fuera del canibalismo de las agencias de viajes, chacrita en medio de un monte –pequeño–, formato rico en hierbas comestibles (el novelista que aspira a un escritorio rural adora hacer de Caperucita con su canasta aunque escriba imitando a Sade). Pero hay apuestas más ambiciosas: la de los novelistas que desean otro modo de vida, casi un pasarse al otro sin sufrir sus desventajas: devenir campesino, proletario, lumpen y utilizar esa experiencia en su escritura. Quiroga peón, Bukowski matarife, Miller cartero. El jugar a devenir campesino del inglés John Berger en el pueblo de los Alpes en que se ha instalado es más radical y un desafío ético.
En “Una explicación”, uno de los relatos de Puerca Tierra, este intelectual en medio de miembros de una clase destinada a desaparecer reflexiona sobre lo común y lo diferente, el trabajo como destino y el trabajo como experimentación, ¿es posible fundar una amistad sobre la base de una desigualdad fundamental? ¿Hacer equivalentes o intercambiables los saberes de la ciudad y los de la “puerca tierra”? Explicándose, narra lo que podría definirse como una escena en colaboración: un día, él está recogiendo heno en medio de un prado demasiado inclinado para meter un caballo y un carro, entonces debe subir por la pendiente a cargar cada vez la horca, cuidando de no resbalarse en los rastrojos, con el sudor metido en los ojos, maldiciendo el no haber llevado sombrero; el “padre” ha ido a la casa para buscar el caballo y acercarlo al llano en donde se va arrojando el heno, la “madre” está rastrillando sobre lo alto. Es decir aparentemente trabaja de igual a igual con una pareja de campesinos. Pero no sólo sega el heno, ayuda en el parto de la vaca, participa del chiste de dejar estiércol en las carretillas a la salida de la iglesia cuando todos están vestidos de domingo, corta la leña, arregla el alambrado: para todo eso se ha visto obligado a ser un discípulo de sus vecinos y no el sabio que, lejos, muy lejos del pueblo, se dice que es –esta distancia es menos geográfica que cultural–. Sus vecinos, que le han enseñado los trabajos del campo, los rituales de cada fiesta, a degollar rápido un cerdo, saben que él sabe de algo que está en otra parte, una parte a la que ellos no accederán nunca, puesto que están determinados por las necesidades de un solo lugar: el pueblo.
Berger escribe, aunque no sea preciso aclararlo, sino para abrir su reflexión. “Yo no soy campesino, soy escritor: la escritura es al mismo tiempo un vínculo y una barrera.” Dice también que la escritura es una lucha para dar significado a la experiencia, aumentar su intimidad con ella. En esa tarea no se llega, como a ser campesino, a ser ducho, un veterano. Berger no es para sí mismo “el narrador” mientras que los campesinos serían “los narrados”: observa cómo el pueblo es una gigantesca autobiografía hecha de chismes, de opiniones, de leyendas, de versiones de testigos oculares y de otros que saben algo por tradición familiar. A veces ellos han advertido que él es una especie de testigo y se han tirado lances de que tal o cual aparezca en alguno de sus cuentos, pero tampoco muestran un interés especial, es su manera de reconocer la singularidad de ese viejo que recibe visitas raras, pero que sabe trabajar duro. De todos, Berger evoca a un hombre en particular al que en un tiempo ayudaba a arrear las vacas. “Recordaba la fecha y el día de la semana en que ocurrieron todos los desastres. Recordaba el mes de todas las bodas y de todas tenía algo que contar. Podía remontarse en los lazos de parentesco de los protagonistas hasta los primos segundos de cada cónyuge.” En ese campesino solía descubrir una mirada de complicidad cuyo sentido no comprendía. Hasta que un día entendió que debía ser porque los dos eran contadores de cuentos. El hombre lo miraba a su altura, porque sabía que él no era un simple lenguaraz, que su manera de enlazar y enhebrar las historias y contarlas eran únicas, que cada vez que tomaba café con el escritor dos archivos humanos se abrían y cotejaban y que él, más sedentario, sentía cierta satisfacción –por eso la mirada cómplice– de que algo de su invención se fuera de contrabando a ese otro lugar lejano que nunca conocería, no importaba que no figurara su nombre, después de todo, era difícil establecer que sus cuentos eran suyos, o en todo caso no importaba tanto como que las vacas, aun las más díscolas, hubieran vuelto todas al establo. Dos hombres nacidos para no entenderse sino a base de equívocos y de silencios, o para que uno guíe al otro desde sus privilegios pueden tener un instante de igualdad, un pacto tácito y risueño, ser amigos. Raramente como en “Una explicación” una moraleja es tan justa sin pecar de ingenua.
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