Viernes, 15 de junio de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
La parte que más me gusta de la historia de Bonnie & Clyde es la de los anillos de tungsteno. Son pocos los que cuentan esa parte, y sin embargo es la que le da sentido, la que la saca de las páginas policiales, le apaga el tableteo de las ametralladoras, el olor a pólvora en el aire, el morbo de verlos arder como bonzos, cosidos a balazos por los federales en un perdido camino de tierra de Louisiana. Todos creemos saber la historia de Bonnie & Clyde porque los vimos morir en cámara lenta en una tarde de primavera de luz lavada y desvaída, como es siempre la luz de exteriores en las películas viejas en colores que pescamos por televisión.
Todos sabemos que, aunque tenía sólo dieciocho años cuando conoció a Clyde, Bonnie ya estaba casada desde los quince (su marido había caído preso apenas se casaron, por eso no se divorciaba de él: nunca lo había querido pero le parecía desleal abandonarlo cuando estaba tras las rejas). Entonces apareció Clyde por el bar donde trabajaba como camarera, y Bonnie sucumbió, aunque a él también se lo llevaran preso enseguida, y por primera vez no lo salvara de la cárcel su baby-face porque ya había cumplido los dieciocho. Eran los tiempos de la Depresión: al crac económico se le sumaba una tremenda sequía y una plaga de langosta, los bancos ejecutaban hipotecas y expropiaban casas, diez millones de desempleados vagaban por los caminos de América. Las crónicas dicen que en la cárcel Clyde se hizo hombre, y asesino. Lo habían mandado a Eastham Farm, un agujero olvidado de Dios, célebre por sus condiciones insalubres y la peligrosidad de sus convictos. Uno de ellos eligió a Clyde de esclavo sexual. Cuando ya le daba lo mismo morir que cualquier otra cosa, Clyde logró matarlo y no ser culpado del crimen. Pero estaba tan loco por salir (su madre le aseguraba que tenía casi obtenido un perdón especial para él) que se hizo cortar dos dedos de un pie con una pala por un compañero de trabajos forzados. Dos días después le anunciaron que estaba libre: no por la mutilación, sino por aquel perdón obtenido por su madre. Lo primero que hizo Clyde al salir fue, cojo y todo, robar un auto y pasar a buscar a Bonnie por el bar, y el resto es número: cuarenta y dos bancos robados, dieciséis policías muertos (Bonnie nunca disparó a nadie, pero nadie recargaba ametralladoras más rápido que ella), 167 impactos de bala en el auto en el que los emboscaron los federales, veinte mil personas empujándose por las calles de Dallas para echarles una última mirada a los cadáveres, exhibidos en funerarias vecinas.
Pero el momento de su historia que a mí más me conmueve ocurre durante el confinamiento de Clyde. Bonnie lo visita las raras veces que la dejan entrar y el resto de los días le escribe. A pesar de crecer en la misma pobreza que Clyde, Bonnie había terminado la escuela, le gustaba escribir, había ganado un par de concursos estudiantiles de poesía. Pero las cartas que le escribe a Clyde son otra cosa: cualquiera que haya estado enamorado de verdad, y haya sido correspondido de verdad, entenderá al instante de qué se trata, porque todo amor es la historia de ese amor tal como se la relatan uno al otro los amantes. Quizá el amor no sea otra cosa que eso; no hay ceremonia más íntima entre los amantes, tiene un poder ígneo sobre ellos. Bonnie le escribe a Clyde a la cárcel: “Nunca se me pasó por la cabeza quererte. Ya estaba decidido en mí cuando lo supe. Qué importa que hayamos estado juntos sólo un mes si es el primero de los meses y años que pasaremos juntos”. Bonnie le pregunta a Clyde, sabiendo perfectamente la respuesta: “¿Tú te acuerdas de mí, nene? Te escribo páginas y páginas de nosotros y sólo me contestas notitas, pero Dios, cómo me encantaría tener un millón de ellas. Las pocas que tengo se me han gastado de tanto leerlas. Por favor, recuérdalo todo. Piensa en mí pensando en ti”. Como los reclusos sólo podían tener correspondencia con familiares directos, Bonnie y Clyde se decían esposa y esposo en esas cartas. Bonnie se lo tomó tan literalmente que, cuando Clyde pasó a buscarla en el auto robado, lo esperaba con un par de anillitos de tungsteno, los más baratos, por no decir únicos, que había podido pagar. Con esos anillos sellaron su alianza para siempre: “Hasta que la muerte nos separe”, dijo Clyde jocosamente al ponérselo a Bonnie dentro del auto. Ella le contestó mortalmente seria: “Ni la muerte podrá separarnos”. Con esos anillos de tungsteno y el relato de cómo se habían conocido y enamorado, que siguieron repitiéndose uno a otro, cada noche en la cama antes de dormirse, hasta el día en que los cosieron a balazos, cuando él acababa de cumplir veinticuatro y ella veintitrés.
Bonnie y Clyde fueron la primera generación de ladrones que creció con el cine. En lugar de copiar a otros criminales, copiaban personajes de películas. Jamás dieron un gran golpe, ni en complejidad ni en botín. Robaban un auto, asaltaban un banco y cruzaban de estado: el alguacil del pueblo no podía seguirlos fuera de su jurisdicción. Eran ladrones del siglo XX perseguidos por polizontes del siglo XIX. Las armas que usaban al principio eran robadas a esos alguaciles, hasta que asaltaron una armería de la Guardia Nacional, donde encontraron las ametralladoras Thompson que los harían famosos. Ahí comenzaron sus problemas: robar armas al gobierno era un delito federal; ya no les alcanzaba con cruzar de estado para sacarse de encima a la ley. Ahí empieza su leyenda también: el hermano de Clyde y su chica, Blanche, formaban parte de la banda, a Blanche le gustaba sacar fotos como a Bonnie escribir. En una de las huidas precipitadas de la banda quedó la cámara de Blanche. La policía reveló el rollo y ésas fueron las primeras imágenes que se conocieron de la pareja, en los diarios y en los carteles de “Buscados”. En aquella huida también quedó un cuadernito con poemas de Bonnie, uno de los cuales sería publicado junto con esas fotos por el Dallas Globe. Se llamaba “La balada de Bonnie & Clyde”. La primera estrofa decía: “Ya conocen la historia de Jesse James, / cómo fue su vida y cómo murió, / y si aún les quedan ganas de leer / a estas horas de la noche, / déjenme contar / la historia de Bonnie & Clyde”. Y en la última se leía: “Algún día caerán juntos / y juntos los enterrarán / para algunos será una pena / y para otros será un alivio, / eso será la muerte / para Bonnie & Clyde”.
No los enterraron juntos, pero los exhibieron en funerarias vecinas antes de enterrarlos. Ambos negocios estaban llenos de flores. La corona más grande era del Dallas Globe, que el día de la muerte de Bonnie y Clyde vendió 500 mil ejemplares. En algunas fotos se alcanza a ver que las manos derechas de ambos amantes lucen unos anillos baratos que en realidad son filamentos enrulados de tungsteno: esos anillitos de fantasía que usaban las niñas de entonces cuando jugaban a casarse.
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