CONTRATAPA

Pasiones

 Por Noé Jitrik

No siempre es posible escuchar en vivo la Pasión según San Mateo, de Juan Sebastián Bach; su extensión, su complejidad, su duración constituyen una empresa que seguramente disuade a muchos músicos pues, por otra parte, o se realiza a la perfección o no se emprende. De cuando en cuando, sin embargo, hay quien acepta ese desafío y puede que salga victorioso, puede que salga herido, no lo puedo afirmar ni en uno ni en otro caso. No lo puedo decir, por lo tanto, de una ejecución a la que asistí hace poco, conmovido por el sentimiento que se desprende de esas voces y esos instrumentos, escuchando con extrema atención lo que se adivina que es un relato y cuya estructura responde a lo que más se conoce de Juan Sebastián, por ejemplo las múltiples cantatas compuestas para las diversas festividades cristianas.

Así las cosas, y más allá del profundo goce que esa música proporciona y, por supuesto, muy lejos del Evangelio que la obra figura, sentí o pensé que se trataba tanto del drama cristiano como de su versión luterana; si, como señala el admirable Edwin Panofski, las catedrales medievales son la ilustración del pensamiento de Santo Tomás, la obra de Bach lo es del pensamiento de Lutero, su máxima emanación artística.

Pero el Evangelio es también propiedad católica, se diría que es casi el monumento fundador o el cimiento mismo de la Iglesia, de modo que acaso volver a leerlo podría permitir entender algunos matices de lectura, algunos recovecos de sentido. De modo, pues, que lo encaré en el ejemplar de la Biblia, edición de 1912 de la Sociedad Bíblica Americana, en traducción de Cipriano de Valera, intacto en mi biblioteca a pesar de su edad, herencia de mi padre.

De esa experiencia se sacan varias lecciones. La primera tiene que ver con el texto; para algunos exegetas lo escribió Mateo 80 años después de la muerte de Jesús; según otra versión, fue escrito en el año 150 de nuestra era y en arameo, pero la que llegó a Occidente, en griego, sería del 300; es más, después de que Constantino se convirtió al cristianismo, habría hecho destruir las versiones precedentes y ordenado redactar la que después se abrió camino para consolidar la fe y, si eso es cierto, la Iglesia misma, cuyo posible poder adivinó o predijo. La distinción no es trivial porque si se trataba de arameo, los destinatarios eran los judíos y en la versión posterior no sólo se condena a los dignatarios de la sinagoga, sino al pueblo judío mismo, maldecido de una vez para siempre. El desplazamiento es notorio: al parecer, las multitudes que seguían entusiastas al “Hijo de Dios”, admiradas de sus milagros y sabiduría, parecen ser las mismas que lo insultan y apedrean cuando está clavado en la cruz. Correlativamente, quienes lo juzgan le exigen “pruebas” que, por supuesto, Jesús no quiere dar porque lo suyo es de otro orden; esto es importante pues formula, acaso por primera vez, la oposición entre razón y fe o, dicho de otro modo, entre legalidad y legitimidad: la legalidad es discursiva, la otra es esencial, el “Hijo de Dios” no necesita argumentar, ni siquiera defenderse. No es impensable que esos matices hayan sido introducidos en época tardía.

Pero por más tardío que fuera, el texto indica que hay textos anteriores y que el escritor recogió fuertísimas tradiciones orales que indicarían que el mito ya se había constituido. Esta hipótesis es muy atendible dado el modo de discurso, por parábolas –que son formas narrativas de las metáforas– y sentencias, propio del Antiguo Testamento, además de la probable agregación de episodios a partir del fundamental, la muerte y resurrección. Es claro que estamos frente a una doble traducción, pero sin duda lo esencial de un estilo de referir, de tal modo dominante, no es traicionado ni en lo tradicional ni en lo oral: el genio de Valera lo comprendió y lo ejecutó. Raúl Dorra, por otra parte, en su bello libro Profeta sin honra, lo sostiene de manera muy convincente.

Todo eso es discutible y se debe haber discutido durante siglos; lo que en este momento veo es dos niveles de enunciación: por un lado un narrador implícito que relata el “hecho” Jesús, por el otro, las palabras mismas, directamente expresadas por Jesús. Estas, metafóricas, alusivas, sugieren menos la posibilidad de hallar un camino hacia Dios que un poder verbal insólito. Y si ese discurso es un pilar de la constitución de la Iglesia bien se podría inferir que lo que se conoce como cristianismo, incluidas sus iglesias, es el producto de un acto poético único, que ejemplifica, con esplendor, que las palabras pueden hacer cosas, mover firmamentos, como sostenían los cabalistas medievales.

Y si el acto poético creó el fenómeno más importante y perdurable de la civilización occidental, no es extraño que haya extendido el campo del arte, en especial ante todo del arte plástico, cuya riqueza a fines de la Edad Media y en el Renacimiento no se ha agotado aún y es probable que no se agote durante mucho tiempo. El arte medieval retoma tópicos que se encuentran en Mateo: la Anunciación, el Nacimiento, la Crucifixión, el Descendimiento, los santos y las santas, los ángeles del Señor, los demonios tentadores y perversos. Según algunos, ese maravilloso arte constituyó uno de los más formidables aparatos de propaganda que haya conocido la humanidad.

Volviendo a Bach, mediante la distribución de voces recupera en la Pasión fragmentos enteros de Mateo, que concibe como recitativos y arias, pero convierte al narrador implícito en el Evangelista, que va presentando la voz de Jesús en sus dichos así como las de sus interlocutores, sean cuales fueren, desde Pedro hasta Caifás y aun Pilatos, e introduce coros que confieren al relato de la pasión un indudable matiz trágico: el coro, que suena como bajo continuo, es un resto griego, lo que configura una compleja red cultural que sostiene la obra. De igual manera, todo parece conducir a una situación de cruces, Jesús como víctima, Jesús como aceptando el martirio, Jesús, por fin, como habiendo dado un sentido a la presencia omnipotente de Dios. Y el todo, presentado casi románticamente, como un prolongado y conmovedor lamento que emitiría el propio y genial compositor, su propio sentimiento tocado, su alma dolorida. Este aspecto sería, creo, el puente por el que pasa la interpretación luterana de esta historia, me refiero al individualismo que sería el rasgo distintivo de la Reforma.

En cuanto al universo católico, la extraordinaria proliferación de obras de arte a fines de la Edad Media y comienzos del Renacimiento denuncia no sólo la tendencia a la figuración de los mitos sagrados, sino la recuperación de los tópicos de la gesta de Jesús tal como los exhiben Mateo y los otros evangelistas. Si se pusieran unas junto a otras las telas de esos artistas, desde Giotto y Simone Martini hasta el Greco, pasando por Ghirlandaio, Piero Della Francesca y Rosso Fiorentino, se podría ver algo así como otra narración evangelista, con tal fuerza en la figuración que es muy posible que se piense que el cuerpo y el rostro de Jesús “eran” los que se ve en los cuadros de Mantegna o Masaccio y que la Virgen María “era” la que se ve en Simone Martini.

¿Qué rostros y qué cuerpos atribuyeron esos artistas a los nombres que aparecen en los diferentes episodios de los avatares de Jesús? Sin duda, tomaban como modelos a personas conocidas y, obviamente, las glorificaban: no sabemos de quién era la cara de la Virgen que pasó a la tela de Martini, pero ese quién perdura en la cara de la Virgen que inmortalizó Martini. De este modo, nos imaginamos el rostro de Jesús como una síntesis de todos los rostros que aparecen en las diversas obras que lo representan, por así decir pues en realidad lo crean.

El hecho es que de episodio en episodio se va haciendo sobre el de Mateo un nuevo relato, en el que los dramáticos rostros que ocupan un primer plano no reducen la magnificencia del resto de la pintura. Ese relato, en particular, y no el de Mateo, es el que recupera Pier Paolo Pasolini en su Vangelo secondo Santo Mateo. Debe haber, sin duda, numerosas reinterpretaciones del texto de Mateo; la de Pasolini es muy atractiva porque es estética y, se puede suponer, su fe comunista abre a interrogantes acerca de lo que pudo ver en el relato pictórico y que sin duda replica al de Mateo. En esa línea, también, está el de José Saramago, El Evangelio según Jesucristo, uno de los últimos que retoman esa historia, que no ha de prestarse con la humildad previsible a las ceremonias pascuales de la Iglesia.

Mucho más hay para decir, desde luego: la magnificencia de Bach, la grandeza de la pintura, la poesía de Pasolini, el ritmo de la prosa de Saramago y, sin duda, también, otras lecturas de Mateo en particular, más allá de las infinitas y a veces torpes reelaboraciones del mito de Jesús. Pero ésa es otra historia.

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