CONTRATAPA

 Por Julio Nudler

Los políticos mienten. La mentira forma parte, inevitablemente, de la democracia. Esto sucede en todos los regímenes democráticos. Y es además legítimo si los políticos electos mienten en defensa del interés público, con el respaldo tácito, no consciente, del electorado. “La política no debe ser vista como el ejercicio de producir declaraciones veraces sino como algo mucho más parecido a una partida de póquer”, dice Glen Newey, cientista político de la escocesa Universidad de Strathclyde, quien condujo un estudio sobre la cuestión, financiado por el Consejo de Investigaciones Económicas y Sociales (ESRC, según su sigla inglesa), un instituto que realiza investigaciones para empresas y órganos gubernativos británicos.
La culpa de que los políticos deban mentir la tiene en definitiva la gente, que pregunta demasiado. Si los votantes no fuesen tan inquisitivos, se los engañaría menos. Cuando Bill Clinton mintió acerca de su relación íntima con Mónica Lewinsky no demostró ser más mendaz que anteriores presidentes lujuriosos. Los otros no tuvieron que mentir respecto de sus travesuras eróticas porque nadie les preguntó nada. Todo demócrata, según este análisis, debería aceptar que cierta dosis de engaño político es no sólo inevitable en una democracia sino hasta justificable.
“Cuanto más espera el electorado de los políticos que elige, más probable es que esos políticos le retaceen la verdad”, piensa Newey. “Ese engaño, si se comete por el bien público, puede ser el precio a pagar por una democracia sana”, agrega. La pretensión de aplicar diferentes estándares morales al público y a los políticos aumenta la posibilidad de que éstos recurran al engaño. Las exigencias de apertura, transparencia y responsabilidad generan una cultura de sospecha, que induce a los políticos a falsear los hechos y a actitudes evasivas.
“Esas demandas –asevera Newey– suelen plantearse por la creciente alienación de los votantes respecto del proceso político que ellos controlan democráticamente.” El hecho es que, al reclamar tanto apego a la verdad, los ciudadanos restan autonomía a las instituciones democráticas, con lo que a éstas se les torna más difícil funcionar con efectividad. Newey se lo toma con calma porque, al final, el electorado podrá decidir si el engaño estaba justificado. Cuando lleguen las próximas elecciones, los votantes darán su veredicto.
La invasión estadounidense a Irak plantea un caso de este tipo. Se lanzó la guerra porque era preciso eliminar las armas de destrucción masiva de Sadam Husein. Por lo visto hasta ahora, tales armas no existían, pero a los norteamericanos parece no importarles que sus líderes les hayan mentido. En todo caso, se verá en las elecciones de 2004 si consideran que ese fraude estaba justificado por un objetivo más importante, de bien común (para los estadounidenses).
Está en la naturaleza del engaño que la legitimidad de ciertos falseamientos no puede explicarse públicamente en el momento de cometerlos porque su eficacia depende precisamente del ocultamiento. Newey sostiene que las democracias deben contar con procedimientos para establecer si realmente determinados actos de engaño fueron cometidos en defensa del interés general, como aducirán sus autores.
Según el estudio bajo comentario, como el sistemático engaño desprestigió a la política, los políticos se esfuerzan por atenuar el desafecto popular autoimponiéndose niveles de veracidad y transparencia insostenibles. “A menos que asumamos este problema con honestidad –advierte Newey–, corremos el riesgo de dañar la democracia.” Cualquier semejanza con la situación argentina es puramente casual.

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