Viernes, 15 de febrero de 2013 | Hoy
Por Juan Forn
En el tiempo de las pelucas en Inglaterra había un hombre que era el epítome del saber: había leído todos los libros y había escrito él solito (en la pobreza y quemándose las pestañas) el primer diccionario “para el uso atinado del idioma inglés”, en el que la definición de cada palabra era un trago de sabiduría, sólo que cada uno de esos tragos venía envuelto en pomposidad. Así escribía el doctor Samuel Johnson. Hablando, en cambio, era la agudeza personificada, especialmente cuando lo hacían enojar. Pero nadie se atrevía a hacer enojar al sabio ni a permanecer más que unos minutos a su lado (aunque le hubieran creado especialmente el Literary Club para que las mentes más brillantes de la época, como el economista Adam Smith, el historiador Edward Gibbon, el pintor Joshua Reynolds o el actor Garrick, pudieran conversar allí con él), hasta que llegó a Londres un joven escocés llamado Boswell.
Descarado como él solo, y de una sinceridad suicida, el veinteañero Boswell había logrado en Edimburgo ser recibido por el filósofo Hume para proceder a decirle: “¡Cuánto mejor que sus libros es usted!” El padre lo mandó a Europa para sacárselo de encima. En Ginebra, logró codearse con Voltaire y Rousseau a la vez, quienes se detestaban civilizadamente hasta que un día el joven escocés sacó de las casillas al primero hablándole maravillas del segundo. Voltaire escribió un libelo anónimo diciendo que “el moralista de Ginebra” tenía cinco hijos ilegítimos abandonados en orfanatos: la casa de Rousseau fue apaleada, el pacífico pensador debió huir del país, el joven Boswell le consiguió asilo en Inglaterra y se ofreció a acompañar hasta allá a la otoñal amante de Rousseau, Thérèse Levasseur. Cuando llegaron a Dover la había poseído 134 veces: “No supe cómo negarme a sus lecciones de amor”, fue la explicación que dio. Tres cosas embriagaban sin remedio al joven Boswell: el clarete, las prostitutas y la inteligencia. En las tres era igual de impenitentemente promiscuo hasta el día en que conoció al doctor Johnson en una librería londinense. Y así empieza la historia de la biografía más famosa del mundo.
Boswell se pasó los veinte años siguientes como ladero de Johnson. Su función era muy simple: poner al doctor en la frecuencia justa para que soltara algunas de sus perlas, haciéndolo engranar a él o a alguna de las otras personas presentes en la velada para que ésta enervara a Johnson. Cuando estaba a solas con el doctor hacía lo mismo, y en la velada siguiente lo cebaba para que repitiera en público lo que había dicho en privado. De esa manera pudo el doctor Johnson dar rienda suelta a su máximo atributo y reinar durante veinte años en los salones ingleses. Tan absoluto era ese reinado que, el mismo día en que murió, se comisionaron seis biografías distintas sobre él, porque Inglaterra no podía quedarse sin aquel vital alimento: el ser inglés había sido acuñado por completo en esas frases; era indispensable preservarlas para la posteridad. Se entendía que una vida de Johnson debía ser un ejemplo de cómo vivir, casi un manual de sabiduría. Con el cadáver todavía tibio, empezaron a salir los primeros de esos libros, y sucedió lo previsible: en todos ellos Johnson era un mero difunto ilustre; estaba tan muerto en el papel como en la Tierra.
Siete años pasaron, Inglaterra fue olvidando un poco cada día al buen doctor mientras Boswell desatendía a su esposa tuberculosa y a sus cinco hijos y sus tierras en Escocia y su puesto como abogado en las cortes porque estaba poniendo por escrito todo lo que sabía de Johnson, de primera fuente y de oídas. Durante siete años torturó a todos los que habían conocido al doctor pidiéndoles la correspondencia que tuvieran, lo que hubieran escrito de él en sus diarios personales, lo que fuera. “Vivo en éter johnsoniano”, decía, pero no entregaba el libro. Se lo veía salir borracho de casas de putas, él mismo le juró en cierto momento a su editor que sólo bebería agua hasta terminarlo. “Por favor, no. Le saldrá un libro aguado”, contestó el editor. Su Vida de Johnson apareció cuando ya nadie la esperaba y entonces sucedió lo imprevisible: Johnson volvió a la vida en aquellas dos mil páginas, estaba de cuerpo entero en ellas. Es decir, con Boswell a su lado. El biógrafo era, por primera vez en la historia, un personaje dentro del libro que escribía. Johnson le había dicho una vez: “Su diario debe ser la historia de su mente”. La historia de la mente de Boswell era aquella demencial biografía mezclada con diario íntimo, un libro tan divertido que daba vergüenza, según el dictamen de la época. Parte obvia de ese encanto era el narrador, especialmente en los momentos en que el buen doctor parecía hablarle al lector sobrevolando la incompetencia de Boswell. Johnson sonaba tan parecido a su brillo en vida, era tanto más reconocible y disfrutable que en sus propios libros, que el dictamen sobre el libro de Boswell mutó a “obra maestra escrita por un idiota”.
El Johnson que estudiaron los niños ingleses en la escuela durante los siguientes ciento cincuenta años era el del libro de Boswell, pero Boswell era el bufón de la historia. Sus empobrecidos descendientes se cambiaron el apellido y se dice que jugaban a los dardos con su retrato (pintado por sir Joshua Reynolds y nunca pagado por Boswell). El castillo de la familia en Escocia se fue viniendo abajo. Para la Segunda Guerra era una desastrada barraca militar, hoy es un gigantesco nido de palomas, un caparazón vacío. Antes de abandonarlo, la familia dejó en manos de unos parientes más ricos y más cultos, los Talbot, un enorme gabinete de ébano donde estaban todos los papeles privados de Boswell, unas ocho mil páginas. Durante años, lord Talbot amenizaba las sobremesas de sus banquetes mandando traer del ático una hoja de aquel gabinete para leerles a sus invitados (en una misiva genial que le escribe a Johnson enfermo, dice: “No se estará muriendo sin avisarme, ¿verdad, doctor?”). Así se descubrió finalmente que Boswell no era un idiota sino un pionero: cuando se publicaron, a partir de 1950, sus cartas, sus notas y consultas obsesivas sobre el libro que quería escribir, y sus diarios, que rebasan de esa impúdica curiosidad y esa franqueza inconcebible para sus contemporáneos y adictiva para las generaciones y generaciones siguientes.
Antes de morir, Boswell se lamentaba de no haber aumentado las tierras de su familia ni haber comandado regimiento, ocupado una banca en el Parlamento o defendido su honor en duelo. En cambio, había tenido diecinueve episodios de gonorrea, infinidad de deudas, borracheras, putas y desaires de gente que no lo quería en su mesa. Murió a la edad que tenía Johnson cuando se conocieron. El último, inefable agregado que pidió se hiciera a su libro fue una línea en que el rey le decía en un pasillo de las cortes que Inglaterra esperaba por su libro, con estas palabras. “Habrá muchas vidas de Johnson pero la que nos interesa es la suya.”
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