CONTRATAPA

Homo Comida

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO La indigesta sensación de estar sentado en alguno de esos restaurantes retro-futuristas donde la comida sale por una ventanita que comunica con la cocina y circula por una especie de barra-ferrocarril para que los comensales, dispuestos a su alrededor, elijan lo que más les guste o lo que menos les disguste, da igual. Así, se sabe, uno come de más y regresa a su casa casi rodando y a punto erupción. La ingesta de la realidad es un poco así: no se detiene nunca y obliga a su consumo constante y parece elaborada por un misterioso cocinero al otro lado de todas las cosas con una aparentemente insaciable capacidad para imaginar variaciones sobre el aria del ¡burp!

DOS Así, Rodríguez mira y mastica y traga: la novedad de Croacia sentándose en el venido a menos restaurante Europa; Egipto y Turquía cada vez más picantes; el avión congelado de Evo Morales; las explicaciones por la derrota de La Roja en el Maracaná que bordean la física cuántica o la deconstrucción à la El Bulli; las escuchas de silla a silla entre aliados espías; el ex tesorero Bárcenas como entrada (a prisión, y desde allí se nos informa hasta la última partida de mus de a quien la revista Mongolia define, con gracia feroz, como “El Mandela Español”) y el presunto filicida José “Te Sigo con La Mirada” Bretón (a punto de entrada); la gastronomía de extremos y opuestos en la canonización fast-food de Juan Pablo II y la canonización a fuego lento de Juan XXIII; la alquímica receta del descenso de la desocupación que no es tal o tal vez sí, quién sabe, pero que, en cualquier caso, parece depender de serviles trabajos estacionarios y estivales para atender a voraces comilones extranjeros; las monarquías europeas renovando sus plantillas para ver si así sigue yendo gente a su restaurante de estrellas en caída; y, por supuesto, los guisos y desaguisados corruptos de la espesa clase política local que ya no es que te da gato por liebre sino que, además, se te instala de pie junto a tu mesa para vigilar que te comas hasta la última migaja lo que te prepararon con las manos muy sucias. Sin quejarte y sin pausa. Todavía queda más en el agujero negro de esa olla sin fondo. Hasta que alcances ese estado de aturdida somnolencia que te ayudará a enfrentarte, consumido, al momento de abonar la larga cuenta de todos estos años por lo que consumieron otros. Otros que se fueron o que siguen ahí, atornillados a sus sillones, sin pagar, comiendo con la boca abierta.

TRES Pan y circo, sí. Y un poco de agua. Por encima de todo, la comida siempre será el tema. Y el pasado lunes Rodríguez se sentó junto a los suyos a ver la final de Master Chef. Gran éxito de TVE, fenómeno de las redes sociales, y uno de esos reality-shows a los que se vende y se consume como productos más nobles del género; porque los participantes no se gritan ni se acuestan entre ellos sino que se limitan a cocinar y, de tanto en tanto, contar sus historias personales siempre muy a tono con el crítico y recalentado pero aun así duro presente ibérico. Rodríguez se pregunta cómo es que puede tener tanto éxito de audiencia y (tal vez sea consecuencia de sus superpoderes aún latentes, a la espera de un último hervor) se responde que es muy sencillo: la gente no puede sino engancharse con el aroma a Frank Capra de todo el asunto. Y, además, hay cada vez más hambre. Y los que antes miraban autos flamantes y pisos nuevos ahora se entretienen mirando comida. Al final, los 100.000 euros entregados por Ferrán Adriá se los llevó un camarero (lo que elevó aún más el factor Qué bello es cocinar) y todos felices. El menú triunfante estuvo compuesto por un carpaccio de vieiras con cítricos y nueces, bacalao confitado con base de cocochas y tartar de fresas con pétalos de rosas. El hijo de Rodríguez –quien nunca en su vida vio y probó, y probablemente nunca verá ni probará algo así– le preguntó a su padre si eso se come o se mira. Su madre le dice que se calle y que termine de procesar algo que se supone son unos bastoncitos fritos de merluza, pero mejor no hacer demasiadas preguntas porque es posible que, cuando el destino nos alcance, te contesten. Y que la repuesta te caiga mal.

CUATRO Afuera, claro, todos compiten por un premio menos vistoso: la supervivencia. La jungla, la cadena alimenticia, y el más grande se come al más chico. Afuera todo está muy pero muy crudo. Y –sin importar demasiado que de tanto en tanto te den caballo por vaca, superadas las vacas locas y las denuncias exposé de Fast Food Nation o Super Size Me– los otra vez todopoderosos imperios de la hamburguesa como menú totémico y fetiche de las grandes crisis económicas. Lo que ha devenido en un aumento de la obesidad y en una nueva tipología y fenómeno cuasi circense para acompañar al payaso Ronald McDonald: el gordo hueco. Y, para colmo, empieza el verano, llega la primera ola de calor de la temporada y la gente sale a ver cómo los turistas hacen crunch-crunch en las terrazas, a hurgar en los grandes cubos de basura, y a soportar el asedio de sucesivas plagas de insectos a los que la FAO ahora recomienda mirar con atención y hasta con cariño porque (ricos en proteínas, carentes de grasa y de muy barata producción) pueden llegar a convertirse para el occidental no en la comida del futuro sino en la de pasado mañana. Si no puedes con ellos, únete fisiológicamente a ellos, digiérelos y alégrate de que haya una mosca en tu sopa. En la otra cabecera de la cuestión, están los que predican la espectacular cuisine molecular como cumbre de lo anoréxicamente saludable. Es decir: comer aire tiene un aporte nutricional mínimo, de acuerdo; pero no engorda. Así, preocuparse más por el sabor y el color y la textura que por el contenido. El chiste ya viejo y curtido de que las apariencias engañen y que nada parezca lo que es. Y que te cueste muy caro. Lo que nos lleva de regreso al primer plato de estas líneas: la muy pesada realidad.

CINCO Con el otoño, llegará la época en que ya nadie hablará de las dietas para lucir delgado en la playa y la cosa pasará por los cada vez más raquíticos en la calle. Noches atrás, después del último episodio de la primera temporada de Hannibal (Lecter cocina cada vez mejor, todo un master, probando y saboreando aquello de que el hombre es el lobo del hombre y, también, que el hombre es el chef del hombre), Rodríguez se tragó uno de esos informes especiales. Un detallado estado de las cosas en cuanto al desabastecimiento terminal de los bancos locales de alimentos y la desnutrición progresiva en los comedores escolares y en quienes ya ni siquiera pueden pagarlos por disminución de becas y ayudas. Rodríguez terminó con el estómago revuelto por una náusea existencial y efervescente más allá de las posibilidades aliviadoras de todo antiácido o sal de frutas. Y lo peor fue un testimonio en el que una maestra recordaba al niño que, una mañana, le dijo con una sonrisa: “Profesora, hoy para desayunar traigo el bocadillo mágico. Pan con pan. Y yo hago magia y me imagino lo que lleva dentro”.

La imaginación al poder, al poder comer.

O al no poder.

Mal provecho.

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