Martes, 9 de julio de 2013 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Horacio Cao *
Tres gobiernos en manos de fuerzas políticas opositoras –Córdoba, Santa Fe y Ciudad de Buenos Aires– han hecho pública su voluntad de establecer penalidades impositivas y otros impedimentos al despliegue del llamado “blanqueo” (Ley Nº 26.860). Si rastreamos en la prensa, vemos que se trata de una política persistente, que en los últimos días logró titulares por la declaración de inconstitucionalidad al veto del aborto no punible y con el impulso de leyes provinciales en contra de la ley de medios.
A propósito del extendido discurso de defensa de las instituciones, me parece relevante hacer notar el carácter disruptivo que para nuestra organización estatal bajo el signo federal tienen estas decisiones.
No se trata aquí de discutir las bondades o no de una política particular, ni de discutir –en el ámbito del Derecho Constitucional– las prerrogativas de cada nivel de gobierno, sino de no atacar un delicado equilibrio funcional Nación/provincias/municipios, que se viene construyendo desde 1983.
Estos hechos se vinculan con cambios en la administración pública de la Argentina, que funciona cada vez bajo una modalidad coordinada. En esta modalidad, el gobierno nacional es el responsable de fijar los elementos estratégicos de las políticas públicas, controlar su ejecución y garantizar el financiamiento y los Estados subnacionales se ocupan de llevar adelante la tarea concreta y la relación directa con los ciudadanos.
En el caso de nuestro país, el federalismo coordinado es una definición obligada por la disparidad entre quien gestiona la mayor parte de los ingresos (la Nación) y quien ejecuta el grueso del gasto (las Provincias). Adicionalmente, por las agudas asimetrías regionales que hacen necesario un gobierno central “coordinador” que tome en cuenta estos contrastes y actúe en consecuencia.
Para que el esquema coordinado tenga consistencia, las provincias y municipios no deberían disputar con la Nación la conducción estratégica ni tratar de menoscabar su poder de regulación. Eso sí: participan en el proceso de fijar los objetivos y, sobre todo, en el diseño de las estrategias de gestión.
Por su parte, la Nación no compite con actores políticos locales y provinciales con acciones paralelas, a condición de que se le reconozca su potestad de seguimiento y auditoría de procesos y objetivos. Y que se acepten las penalidades por incumplimiento que eventualmente correspondan.
Dicho así parece un tema que tiene pocas aristas, árido, con escasos elementos para poner en cuestión. Nada más alejado de la realidad. Una de las cuestiones que oscurece esta especialización es que los principales referentes opositores suelen ser gobernadores. Desde este lugar no pueden resistir la tentación de proponer una agenda alternativa a la de la Nación.
Entiéndase bien: las fuerzas políticas opositoras tienen el derecho y hasta la obligación de oponerse a todo lo que sea consistente a su mirada ideológica o funcional a su estrategia política. Para ellos es perfectamente legítimo que apelen a la sociedad civil, a la prensa y operen en el Parlamento nacional. Pero cuando desde un gobierno subnacional disputan la agenda de políticas nacionales, los resultados son nocivos tanto en términos de gestión como en la calidad de la disputa política.
En una estructura coordinada, las diferencias en este punto se marcan a través de la perspectiva con que aplican las políticas públicas –en donde siempre hay un amplio margen para marcar una concepción política propia– y por la siempre crucial capacidad de gestión que, contra lo que se suele sostener, es un tema con decisiva presencia de lo político.
Volviendo al principio: a los gobernadores e intendentes –y como acostumbra a decir la derecha–, a gestionar. Es bienvenido que polemicen y disputen la gestión estratégica, pero es contraproducente que involucren a sus jurisdicciones en estas peleas.
* Instituto Ortega y Gasset - Argentina.
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