Martes, 8 de octubre de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › LECCIONES DESDE EL PLEBISCITO CHILENO
Por Ariel Dorfman *
Contemplo desde lejos la tragedia de Egipto y, en forma inevitable, pienso en Chile y su golpe militar. Pienso en Chile y en Egipto y me duelen los muertos y me duele la historia, esa historia que parece repetirse inagotablemente. De nuevo las masacres y las ejecuciones y los soldados en las calles y las prisiones desbordando con cuerpos torturados, de nuevo los exilios y la censura y la brutalidad, de nuevo un general con gafas oscuras justificando la violencia en nombre de la seguridad y la salvación de la patria, una vez más –¡hasta cuándo!– un general acusando de terrorismo a quienes se oponen a su reinado.
Al examinar, sin embargo, la reciente historia de mi Chile con menos desazón, me atrevo a predecir, aunque de un modo vacilante y tentativo, una salida posible para el dilema de Egipto.
Después de todo, casi quince años después de aquel golpe del 11 de septiembre de 1973 contra Salvador Allende, el pueblo chileno derrotó al general Augusto Pinochet en un histórico plebiscito, un proceso de recuperación de la libertad que se filmó con gran emoción en la película No. Llegar a ese día triunfal, el 5 de octubre de 1988, solamente fue posible porque habíamos creado trabajosamente la Concertación. Esta alianza vasta y variada de partidos y ciudadanos que se unieron a pesar de discrepancias políticas mayores impuso una transición a la democracia tan exitosa que este noviembre venidero Chile va a celebrar su sexta elección presidencial en veintitrés años. Mi país les ofrece a los egipcios, por lo tanto, una estrategia mediante la cual una población atemorizada y dividida puede derrotar a un régimen opresivo.
¿Es capaz Egipto de reproducir este modelo?
Le espera un camino empinado. Chile, a diferencia de Egipto, tiene una larga historia de institucionalidad democrática. Fue precisamente esa tradición la que permitió a Allende iniciar una revolución a través de medios pacíficos, el primer intento de construir el socialismo usando la vía electoral. Tampoco Allende persiguió y encarceló a sus detractores, como lo hizo Morsi, ni trató de adueñarse del poder absoluto. Y por cierto que Egipto, a diferencia de Chile, está carcomido por la discordia religiosa. Cuando un grupo cree que sus adherentes actúan bajo el mandato fundamentalista de Dios, es difícil llegar a un acuerdo con “infieles”, “apóstatas” y “heréticos”.
A pesar de estos contrastes, el desafío que enfrenta Egipto hoy es penosamente semejante al que los chilenos tuvimos que vencer en 1973, cuando empezaron a caer las bombas y los estadios se llenaron de disidentes. La asonada contra Allende fue posible debido a que las fuerzas a favor de la democracia y del cambio estuvieron profundamente divididas: los democratacristianos, que debieron haber sido los aliados naturales y progresistas de la Unidad Popular, la coalición que encabezó Allende, terminaron (con algunas honorables excepciones) fomentando el golpe y celebrándolo, bajo la ilusión de que los militares pronto retornarían el país a un régimen constitucional. Este egoísmo y esta ceguera fueron nutridos y cultivados activamente por la CIA, que deseaba destruir el experimento de justicia social de Allende que, de haber triunfado, hubiese afectado en forma significativa los intereses geopolíticos de Estados Unidos y sus multinacionales. Pero el antagonismo de los democratacristianos también fue facilitado por el sectarismo y la arrogancia de demasiados militantes revolucionarios, entre los que me incluyo. Tampoco ayudó que facciones de la ultraizquierda fuera y dentro de la Unidad Popular atemorizaran innecesariamente a buena parte de la clase media, alimentando el temor de patriotas intachables de que Allende –que creyó toda su vida en el pluralismo– estaba, sin quererlo, abriendo el camino a una “segunda Cuba” en el hemisferio.
Podría adentrarme fatigosamente en este conflicto, señalando (ya que fui y sigo siendo un entusiasta de Allende y su programa) que los democratacristianos tienen más culpa en este desastre que los de nuestro lado, puesto que rechazaron esfuerzos de última hora de nuestro presidente por hallar una salida constitucional para la crisis, obstruyendo la búsqueda de compromisos y reconciliación que auspiciaba el cardenal Raúl Silva Henríquez. Ellos responderían que nosotros fuimos insuficientemente democráticos y sordos ante las advertencias de nuestros adversarios. Pero tal arreglo de cuentas, imprescindible finalmente para esclarecer el pasado, no era lo que urgía hacer después del golpe. Lo crucial era encontrar un acuerdo entre los demócratas que se habían opuesto a Allende y aquellos que lo apoyábamos, es decir, la mayoría del país (entre la Unidad Popular y los democratacristianos alcanzamos casi el 65 por ciento del voto en las elecciones de 1970). Esto significaba forjar un consenso acerca del tipo de país que soñábamos, el futuro compartido que era posible vislumbrar.
Tal evolución no fue fácil. Cuando una catástrofe aflige a una nación, no puede emerger a la luz sin que sus ciudadanos pasen por una noche oscura del alma, un alma que es tanto política como espiritual. No puede uno renacer sin preguntarse por la propia responsabilidad, lo que pudimos haber hecho para impedir tanto sufrimiento individual y colectivo, tanto dolor. Las tensiones desgarradoras que acompañan este renacer se ven multiplicadas por la tentación de excederse en autoflagelaciones y acomodos a los nuevos aliados, la tentación aún más grave de posponer los principios morales y aspiraciones de liberación que alimentaron originalmente nuestros sueños de justicia.
Esos años de dictadura fueron, entonces, años de oscuridad y desesperanza, de malentendidos y traiciones. Pero también estuvieron colmados de iluminaciones y autoescrutinio, una redención del pasado para que sus errores no se replicaran incesantemente. De parte de la izquierda tuvimos que aprender que nunca debemos dar por descontada la democracia, nunca olvidar que podemos tener disconformidades con nuestros adversarios sin odiarlos. Aprender que siempre hay que denunciar aquellas violaciones de los derechos humanos dondequiera que ocurran en el mundo, inclusive (y especialmente) cuando vienen de gobiernos que, atacando injusticias milenarias, proclaman la revolución. Y en cuanto a los democratacristianos, se trataba de criticar su oportunismo, su indiferencia al dolor ajeno, su jactancia democrática, su cercanía a los poderosos en Chile y en el extranjero. Y ambos lados tuvieron que hacer este aprendizaje en la lucha cotidiana, forjar la tolerancia día a día, purgar la rabia mutua en la medida en que se enfrentaba a la dictadura. Nos fuimos dando cuenta de que Pinochet no iba a caer hasta que llegáramos a crear un territorio común de lealtad, hasta que tuviéramos una visión de lo que podría reemplazar su dominio, poniendo énfasis en lo que nos unía hoy y dejando cualquier desavenencia ulterior para las remotas mañanas del futuro.
Esta es la lección ardua y elemental de Chile para Egipto.
La Hermandad Musulmana debe entender cómo su estrechez y fanatismo corroyeron la democracia, excluyendo a los mismos actores que ahora son necesarios para restaurar ese partido a la legalidad y facilitar algún día, tal vez, una nueva participación en la esfera del poder político. Y la Hermandad Musulmana debe también evitar los cantos de sirena que insisten en una respuesta violenta (tal como la mayoría de la izquierda, aunque no toda, esquivó tal estrategia armada en Chile). Los egipcios liberales y seculares que ensalzaron el pronunciamiento militar deberían condenar severamente su propia conducta antidemocrática, su desatinada confianza en el Ejército como salvador de la patria. Y no esconderse tras la justificación de que aceptar el golpe era algo que la historia los forzó a hacer (tal como, con el tiempo, la mayoría de los democratacristianos, aunque no todos, se arrepintieron de haber alentado a las fuerzas armadas en el derrocamiento de Allende). Tanto la Hermandad Musulmana cuanto sus rivales democráticos tienen, indudablemente, razones para vapulearse mutuamente, pero sería bueno que recordaran que quien está aplicando cotidianamente verdaderas golpizas es el general Abdel Fattah al Sissi, el nuevo heredero de Augusto Pinochet.
Este proceso egipcio de exploración recíproca de errores y vicios pretéritos va a tardar un largo tiempo. Desafortunadamente, no hay garantías de que estos dos campos hostiles lograrán superar su discordia y crear su propia Concertación, que llegará el día en que de nuevo se encuentren lado a lado en la plaza Tahir confrontando un régimen despótico. Los esperan más obstáculos y suspicacias que los que dividieron a los chilenos, desconfianza y recriminaciones que tienen más hondas raíces en la historia y en la religión. Y teníamos nosotros la ventaja de ser parte de un movimiento irreprimible a favor de la justicia social en América latina, además de encontrar un eco, en esos años, en otras transiciones a las democracias mundiales, como lo pueden atestiguar Corea y Sudáfrica y las naciones del Este de Europa. La Primavera Arabe no muestra un similar avance hacia la paz y la prosperidad, con Siria como último horrible ejemplo de una falta, precisamente, de consenso entre aquellos que supuestamente están tratando de forjar un porvenir emancipado.
La turbulencia que se avecina parece enorme.
Con más razón, si las fuerzas en Egipto que quieren crear una democracia soberana y popular no llegan a un entendimiento, van a vivir eternamente atrapados por el pasado, permanentemente acorralados por las pesadillas de ayer y los errores recurrentes de mañana.
Un consejo final, entonces. De hecho, una palabra: paciencia.
Una palabra santa en el Islam, el atributo más sagrado de Dios, la exigencia más difícil que Alá les hace a hombres y mujeres, el mayor desafío para cualquier ser humano.
De todos los nombres de Dios, el número noventa y nueve, As-Sabur, Dios como Paciencia, Dios más allá del Tiempo.
Y para los no creyentes, Shakespeare: “¡Cuán pobres son aquellos que no tienen paciencia! ¿Acaso las heridas no sanan siempre de a poco?”.
Y para ambos, para aquellos que rezan a un Dios y para aquellos que únicamente rezan a su propia humanidad, Jean-Jacques Rousseau: “La paciencia es amarga, pero su fruto es dulce”.
Paciencia con uno mismo, paciencia con el otro, paciencia para esperar el momento necesario para decir la verdad, paciencia para esperar que los rivales escuchen nuestras palabras, paciencia de que la oscuridad no es, no puede ser, eterna.
Paciencia, porque el pueblo de Egipto, como el de Chile, no va a desaparecer en la noche y niebla del olvido y la opresión y la pobreza.
Aguardan algo mejor, merecen algo mejor.
Algún día, en un futuro no tan lejano, otro país desdichado encontrará que su democracia ha sido secuestrada por otro grupo de soldados a los que nadie eligió como gobernantes.
Ese día, espero que algún habitante de Egipto pueda escribir las siguientes palabras a los ciudadanos de aquella nación asolada: existe una salida. Se trata de aprender, dirá él, dirá ella, de las lecciones de Egipto. Conduélanse conmigo por la repetición de la historia y compartan también conmigo la certeza de que no tiene para qué ser así. Por favor, créanme, dirá esa mujer, ese hombre egipcio, espero que sean capaces de murmurar y jurar que la paciencia es amarga, pero su fruto es infinitamente dulce.
* Escritor chileno. Su último libro es Entre sueños y traidores: un strip-tease del exilio.
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