Lunes, 21 de octubre de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
No estuve este fin de semana en Buenos Aires y –entre otras cosas– me perdí la posibilidad de asistir ayer a la tarde a un nuevo homenaje a Alberto Breccia, en este caso, en su barrio de Mataderos. Se convocaba en la esquina de Guardia Nacional y avenida Alberdi al 5000 –a través de una invitación abierta a artistas y vecinos– para realizar entre otras cosas un mural en memoria del gran dibujante uruguayo, autor de tantas notables historietas de las que nos enorgullecemos nosotros, y se jacta el mundo entero. Espero que la celebración del autor de Vito Nervio y Mort Cinder haya sido un éxito. Estoy seguro de que así fue, en realidad: en estos días se cumplen veinte años de su desaparición en la primavera de 1993 y, con semejante y saludable pretexto, de a poco todas las miradas se vuelven hacia su obra para conocerla mejor y reconocerla como se merece.
Precisamente, tenía ganas de aprovechar la oportunidad para hacer conocer algo de lo mucho que tuve la suerte de charlar con Alberto Breccia en forma abierta y distendida hace ya un cuarto de siglo. Aquel testimonio grabado a fines de los ochenta –concebido sólo para ser utilizado como fuente documental y material de consulta para una biografía que jamás escribí– se ha convertido ahora en Breccia, el Viejo, un libro de aparición inminente que recoge aquellas conversaciones para mí memorables.
El segmento que reproduzco trata precisamente de sus recuerdos de barrio, el Mataderos de los años ’20 y ’30 que conoció de pibe y de muchacho:
¿Cómo era tu barrio? Mataderos era una zona fronteriza, porque llegaban criollos, gente de campo, y se cruzaban con los del barrio.
Había esos viejos almacenes con despacho de bebidas, que eran una maravilla. No quedó ninguno de esos.
Almacenes de campo o bien de orilla.
Bien de orilla. Estaba el salón donde la gente, las vecinas, iban a comprar. Y atrás el despacho de bebidas, donde estaban los hombres, que se podían mamar y no pasaba nada. Estaba la caña con la hojita de ruda metida adentro, era tan típico eso. Y los tipos en dos o tres mesitas, o sentados en bolsas. Ahí he visto payadas. Con payadores.
Eso de que hayas visto payadas es raro.
Había payadores en el veintipico.
En el almacén.
Claro.
¿Y la gente que iba ahí quién era?
Eran los paisanos, los arrieros del mercado de hacienda, los que traían las vacas por lo que después sería la General Paz, y siempre había sido el camino de tropa. Mi viejo siempre me decía: “Ojo, que es camino de tropa”.
La General Paz no existía.
Fue posterior. Porque después las traían en camiones. Pero eso es mucho después. Yo conocí eso, de pibe, cuando era camino de tropa, de tierra. Y cuando llovía era un barreal, y lo he visto caerse a mi viejo ahí y sacarse el barro con el facón, limpiarse así (risas). El laburaba en Villa Insuperable, esas villas extrañas que había por ahí. Que era más campo que otra cosa.
Así que algunos de esos tipos eran arrieros.
Claro. Esos iban a los corrales y entraban la hacienda. Se faenaba, se carneaba todo eso y después entraban los tipos a buscar las reses. Y ahí estaban los chateros, los tipos de las chatas. Yo llegué a Mataderos en el ’23, no iba a la escuela todavía, y vivía muy cerca de la calle Directorio –la casa la tiraron abajo lamentablemente, hace poco–, a unos veinte metros. Y yo me sentaba a la puerta de mi casa y después me corría, para ver, porque en Directorio hacían fila las chatas, que tenían como persianas, tiradas por cuatro caballos. Porque en Directorio y Murguiondo, por el año veintipico, estaba la entrada del viejo Matadero municipal. Al Lisandro de la Torre lo hicieron después. Entonces, esas colas eran cuadras de chatas.
Estaban esperando que carnearan para cargar. ¿Esos eran repartidores de carnicerías?
Claro. Lo que se hace en camiones ahora. Y todas las chatas estaban muy pintadas, todas tenían versitos hechos por fileteadores, estaban muy fileteadas. Para cada carguero, cada chatero de ésos, era un orgullo tenerla así. Entonces los caballos tenían todas las riendas tachonadas con esas cosas amarillas de bronce y las lustraban mientras esperaban, o tomaban mate, jugaban al truco. Iban entrando de a una.
Esos eran bien porteños.
Sí, eso es tango puro. Y cada chata tenía un versito muy hermoso, muy ingenioso, no ofensivo.
De eso ha escrito Borges, sobre las inscripciones de los carros.
Claro.
¿Y con qué gente trataba tu papá?
El elaboraba las tripas. Y trataba con toneleros, que fabricaban los toneles; con los tipos que hacían embutidos en los mercados, que yo he repartido tripas, tripas empaquetadas y saladas. Y después, él exportaba. Cuando yo era pibe, él trataba con los tipos de ahí, con los triperos de ahí, con los matarifes, con los consignatarios, que eran tipos poderosos.
¿Y cómo eran las calles? ¿Estaba empedrado o la mayoría eran de tierra?
Empedradas estaban Directorio, Larrazábal, Avenida del Trabajo, Juan Bautista Alberdi y la calle Murguiondo. Porque por ahí pasaba el tranvía 48 que iba al puerto desde El Resero. Y el tranvía 40, que iba desde El Resero hasta Primera Junta. Lo demás era todo barro. La calle Emilio Castro, que separa ahora la frontera con Liniers, yo la vi hacer. Era todo un desierto, eso; era todo potrero. Y vi desmontar en la calle Oliden, con carros chiquitos. A pico y pala se desmontó esa calle.
Eran los límites de la ciudad.
¡Claro! El campo y la ciudad eran una cosa muy mezclada. Ni se puede decir que fueran potreros, porque eran manzanas y manzanas... Había lagunas, había patos, ésos no eran potreros. Eso era campo ya. No es que estuviese poco edificado, a lo mejor en cinco o seis manzanas había una sola casa.
¿Fuiste al campo de chico alguna vez?
No, nunca. Lo poco que conocí fue eso, y me gustó siempre. Nos íbamos al río Matanza, donde ahora está el Puente de la Noria, que no estaba. Porque estaba el Puente de la Noria, pero era otro, en otro lado, de madera. íbamos a buscar esponjas.
Eso es increíble.
Es increíble, nadie me lo puede creer. Eso era campo, eso directamente era campo. Agarrábamos una rama de un árbol, esquivando los perros cimarrones –porque había manadas de perros cimarrones, perros salvajes– y íbamos ensartando las esponjas. Y volvíamos a casa con unas esponjas así.
¿Y esas esponjas de dónde venían?
No sé, no lo puedo saber.
Pero, ¿cómo eran?
Eran unas esponjas de baño.
¿Y qué hacían con eso?
Las tirábamos, las usábamos, algunas mi vieja la guardaría en el baño. No sé, nosotros íbamos a buscar eso.
¿Y el Matanza se usaba? ¿Se bañaba la gente o ya era una grela?
No, ya era una grela eso. No se bañaban. Y me acuerdo de que hubo una excavación, no sé por qué motivo, y después fue la famosa Salada. Donde después hicieron todos los piletones de La Salada. Y se comentaba, cuando los muchachos iban a bañarse, que el agua era salada. Yo nunca fui. Y más acá estaba el arroyo Cildáñez, que eso... Directamente: la rata más chica era grande como un perro. Se bañaban algunos pibes y se llenaban de granos. Porque ahí desembocaban todo el desperdicio del Matadero.
Claro, ése era un foco de infección feroz.
En el Cildáñez, entonces, había gente que pescaba sebo, fijate vos, y vivía de eso. Pescaban sebo, con palos y con alambres, los seberos. Venían con los pedazos y después lo vendían, en la calle Remedios. No hace tanto de eso.
Y vos, ¿qué hacías en los veranos?
Sudaba (risa).
¿Veraneaban?
No, ni sabía que existía esa palabra, yo creo que en Mataderos no la conocía nadie. Esa palabra no existía.
¿Pero no ibas al río alguna vez, a bañarte al Río de la Plata?
A los veinte años me iba, a veces, al Balneario Municipal.
El de Costanera Sur, donde está la estatua de Lola Mora.
Sí. Que tengo apuntes de todo eso, los encontré el otro día. O si no me iba a Núñez o a Olivos. Ya eso era entrar en la aristocracia. Del arroyo Cildáñez a Olivos... Era como ir a la Costa Azul.
Contame sobre algunos personajes de Mataderos, de tipos con algún rasgo en particular...
Uno de ellos, era el Pampa Julio, que era un indio. Con fama de guapo, cuchillero, yo lo vi en un duelo criollo...
¿En un duelo criollo?
Sí, pero no a muerte, sino a planazo y a refilón. A sacarse pedacitos... También estaba Tongorí, que era un negro...
¿Sabés que “tongorí” es una palabra que aparece en El Matadero de Echeverría. Estoy seguro.
“Tongorí” creo que quiere decir “tripa gorda”. Murió de frío, lo encontraron muerto en un callejón, como se les dice en el campo a las calles abiertas entre dos campos alambrados, ¿no?
¿Y qué hacía Tongorí? ¿Quién era?
Era un tipo que iba a la plaza del Matadero y le daban, por ejemplo, un rabo. Con eso morfaba, ¿no? Se hacía un puchero...
Era un croto, un vagabundo.
Sí.
¿Había muchos crotos?
No, había gente pobre. Pero crotos no había. No había vagos ni había chorros, porque nunca se cerró una puerta, jamás. Ni de calle ni de las habitaciones. Uno dormía con todo abierto.
Alberto Breccia supo evocar el clima y los personajes de ese mundo de su infancia y juventud al ambientar algunas de sus mejores historias en Mataderos: Un tal Daneri, con guiones de Carlos Trillo, un par de historietas con Guillermo Saccomanno y algún episodio de Perramus por ejemplo. El barrio no podría haber tenido mejor cronista y testigo; nada menos que un artista, un laburante del dibujo absoluto.
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