Martes, 3 de diciembre de 2013 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Semanas atrás (ver Homo Muerto), Rodríguez mitad se inquietaba, mitad se irritaba ante una fotografía de ataúd con forma y decoración de teléfono móvil. Y ahora mismo vuelve a mitad temblar y mitad vibrar enfrentado a uno/otro de esos grandes inventos estúpidos a los que la humanidad toda parece aficionarse cada vez más. A saber, a reservar: el ingenio se llama Tikker y estará disponible a partir de abril del 2014 previo pago de 45 euros. ¿Para qué sirve esto que, a simple vista, parece un reloj? Sencillo: a partir de las respuestas a un interrogatorio previo a su programación –y que se interesa por parámetros físicos y ambientales así como hábitos personales y acaso inconfesables–, el Tikker se pone a andar, a andar marcha atrás, contando una cuenta regresiva cuya zona cero es, ni más ni menos, la hora exacta de tu muerte. Mientras tanto y hasta entonces, el Tikker te informa, cada vez que lo miras, de cuánto te falta para cerrar los ojos para ya no abrirlos. Años, meses, semanas, días, horas, minutos, segundos y, de paso, la hora local y presente. Y, claro, alcanzado el último dígito, probablemente no pase nada. Pero la idea –la gracia, la utilidad del aparatito– pasa por, según su inventor, hacerte muy pero muy consciente del cada vez menos tiempo que te va quedando, obligándote así a aprovecharlo mejor. Pero Rodríguez piensa también que –de tener el Tikker algún sustento científico y/o estadístico real más allá de sacarte patente de moribundo, de muerto in progress, de agonizante en proceso y homo regresivo– el supuesto ingenio puede, en realidad, hacerte muy pero muy consciente de lo poco que puedes o lo poco que te dejan aprovechar para mejor el cada vez menos tiempo que te va quedando.
DOS Vivimos rodeados por invenciones, por inventos, por inventores, por gente que, incapaz de aceptar la realidad, se inventa una propia y a medida donde, siempre, será el bueno de la película. Y entre las invenciones más perturbadoras de nuestros tiempos están –luego de que, en activo, para que no le protesten, legitimen cosas como una “ley de seguridad” y multas por “ofensas a España”– las memorias de ex presidentes. Una obligación cívica, una paga muy jugosa y un subgénero de la narrativa novelesca no de la ciencia-ficción, sino de la paciencia-ficción. Rodríguez piensa en que tendría que haber marchas contra la edición de estos libros. Acaba de salir, sin ir más lejos, El dilema, subtitulado “600 días de vértigo”. Y, en su portada, su autor José Luis Rodríguez Zapatero aparece posando con el aire de uno de esos héroes de las novelas de John Grisham en las que un paladín justiciero y buena gente se enfrenta a los corruptos gigantes del poder. La única diferencia es que, en las novelas de Grisham, el tipo suele ganar la batalla. En El dilema no. Pero no importa. Da igual. Porque Zapatero parece transmitir sus memorias desde una dimensión alternativa donde el Quijote es el role model y se redactan frases como “Era uno de esos días en que sabes que algo termina, aunque no esté muy claro qué va a comenzar” o “Suprimir el cheque bebé era una cicatriz que quedaría grabada en los pliegues, que cada vez se agrietaban más, de mi piel política” o “En poco más de un año pasé de presidir un país que creaba empleo sin cesar a un país en el que el paro aumentaba sin freno. El cambio de tendencia era tan brutal que costaba asumirlo, y desde luego me provocaba un pesado y doloroso sentimiento de responsabilidad”. Tal vez de ahí que –agobiado y responsable y dolido; pero tan contento en la presentación en la que Tony Blair vino a acompañarlo– Zapatero demorase más de un año en atreverse a modular la palabra crisis. Y, por supuesto, todo el tiempo (rasgo común de todas estos recuerdos selectivos) nuestro héroe siempre se muestra convencido de que hizo lo mejor, lo correcto, lo único que podía hacerse, lo que no tenía ganas de hacer bajo ningún concepto porque significaba la inmolación pública de su figura pero que, por el bien de todos, justificaría su sacrificio y ascenso a los altares. De acuerdo, nos costará años superar esta debacle; pero de no ser por mí serían lustros, se excusa y se consuela y se comprende al final de los Zapatero’s Blues. Y hay que reconocer que –a diferencia del convencimiento acerado y blindado de Aznar, sin cicatrices ni pliegues ni sentimientos dolorosos, a la hora de contar su vida y obra– de tanto en tanto Zapatero parece esbozar algo más o menos parecido a una de esas disculpas que parecen exigir que las perdonen porque, hey, no puedo hacer todo bien. El tipo de disculpas de altura que, digamos, ofrendaría un Leonardo Da Vinci al comprobar que su máquina voladora no está mal, pero que no sirve para cruzar el océano y patentar el nuevo Mundo. En cualquier caso, sigo siendo un genio, ¿no?
Qué vértigo.
TRES Esta idea de la caída como situación perfecta para rebotar y subir más alto que nunca es la que, ahora, promueve el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba como última carta: el autoconvencimiento con ganas de hipnotismo de que “el PSOE ha vuelto” luego de que nadie avisara de que se hubiera ido y el descubrimiento de Susana Díaz como sol para un mañana perfecto. A Rodríguez, Díaz –recién proclamada nueva líder del decisivo PSOE de Andalucía en una de esas solipsistas juergas de fin de semana a las que ha quedado confinado el partido, para desde ahí conseguir algunos minutos en los noticieros– le parece una mujer llena de buenas intenciones y con prosa y pronunciamientos de manual de político primario, del tipo de “¡Llego con ilusión y pasión!”. Zapatero –que andaba por ahí, entre presentación y presentación de El dilema– la bendijo con una frase de John Fitzgerald Kennedy refiriéndose al pasado y al futuro y todos felices. Y Rodríguez –que siempre los votó– no entiende muy bien por qué. Cada vez van peor en las encuestas, han perdido toda credibilidad y ahora parecen desesperados por vender el auto usado de la renovación con los mismos de siempre al volante. Y duda: ¿no es muy pero muy machista el apuntar, constantemente y con orgullo, que la gran jefa es ahora mujer?
Rodríguez se pregunta si todo esto aparecerá en las futuras memorias no-presidenciales de Rubalcaba y ya se prepara para las de Rajoy, en trámite y, seguro, rebosante de todas esas manipuladas cifras de luminosas mejoras al final del túnel. Invenciones todas. Como Tikker. De golpe, Rodríguez siente unas ganas irrefrenables de que llegue la próxima primavera, de comprarse un Tikker, de mentirle mucho con grandes dosis de sexo y drogas y rock’n’roll. De que el Tikker le diagnostique una pronta muerte. De morirse pronto para el Tikker y, descansando en paz, una vez alcanzado el 3-2-1-0, seguir viviendo, feliz, como un fantasma inventado al que ya ningún invento lo afecta.
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